En Diciembre del 2019 tuve la suerte de conocer el norte de la India.
El viaje fue muy especial. Llegaba a una ciudad, me quedaba unos días en un hostal o en Couchsurfing, y luego me movía a mi siguiente destino en tren o bus. Lo estaba pasando increíble, y sentía que se me estaban abriendo los ojos al ver cómo era este lado del mundo.
Sin embargo, sentía constantemente que podía hacer algo para que el viaje fuera mejor.
Verás, la India es enorme. Las distancias en tren/bus para llegar a otra ciudad son larguísimas, algunas veces de hasta diez horas. Y durante esas diez horas, me dedicaba a mirar por la ventana, pensando en todo lo que me estaba perdiendo al no poder bajarme del tren/bus.
Pensaba en todos esos pueblos que veía en el camino, que no visité.
Pensaba en toda esa gente que veía en los campos, que no pude conocer.
Pensaba en todos esos paisajes que me llamaban la atención, y que no podía parar a disfrutar
Había todo un mundo entre ciudad y ciudad que me estaba perdiendo.
En otras palabras, con tal de llegar al destino lo más rápido posible, me estaba perdiendo lo mejor del viaje: disfrutar el camino.
Viajar de una ciudad a otra en bus/tren/auto/avión es el equivalente a instalarse a ver una película en Netflix, leer una sinopsis antes de iniciarla, y saltar toda la trama hasta llegar a los últimos cinco minutos.
No tiene sentido.
Decidí que tenía que hacer algo al respecto. Buscar algún método que me ayudara a enfocarme en el camino, y no en el destino.
Encontré la respuesta en una bicicleta.
Pasemos a Septiembre del 2021. Estoy en Capadocia, en el Centro de Turquía, y ya habiéndolo recorrido todo, mi nuevo objetivo es llegar a Trabzon, una ciudad del Mar Negro que queda a 700 km al noreste de Capadocia.
Si estuviera viajando como lo hice en la India, esos 700 km serían un chiste. Es tan sólo cosa de comprar un ticket de bus que me lleva directamente de Capadocia a Trabzon. A lo largo de una noche, mientras yo duermo y el chofer maneja, me trasladaría mágicamente a mi nuevo destino.
Pero no. Esta vez estoy viajando en bicicleta. Reviso la ruta, y no puedo evitar sentir miedo. No sé nada de lo que hay a lo largo de esos 700 km. ¿Qué pasa si no encuentro comida uno de esos días? ¿O agua? ¿Qué pasa si me pierdo en un desierto, o en las montañas? ¿Qué pasa si me pilla una tormenta de nieve, o si me encuentro con un oso mientras acampo? ¿Qué pasa si se me rompe la bicicleta, y no veo a nadie que me pueda ayudar en días?
Ni siquiera he empezado a pedalear, y ya este nuevo estilo de andar en bicicleta me está entregando mucho más de lo que me podría llegar a dar viajar en un bus. Me está obligando a enfrentar mis miedos, a planificar, a pensar en cómo solucionar cada uno de los escenarios problemáticos que estoy imaginando.
Me está obligando a ser más duro de mente.
Junto a Alex, un francés de treinta años que conocí en Capadocia y también está viajando en bicicleta, partimos pedaleando para recorrer juntos los primeros 300 km de este desafío.
Todavía no hemos salido de Göreme (el pueblo donde dormí en Capadocia), y ya todos mis miedos han desaparecido. Sé que estoy haciendo lo correcto. Sé que estoy haciendo todo lo posible para disfrutar del camino, y no pensar en el destino. Estoy siendo parte de una aventura.
Los primeros tres días son un éxito. El camino consiste en paisajes desérticos con mucho desnivel, pero que nos llevan a conocer gente increíble. El segundo día, distintos locales nos invitan a comer o tomar café un total de siete veces. ¡Siete veces! Es para no creerlo. Y las aceptamos todas. Y para cuando ya estamos acostados cada uno en su carpa, listos para hibernar después de tener tanta comida en proceso de digestión, unos campesinos se acercan y nos piden que salgamos de nuestras carpas para obsequiarnos un par de melones y más comida.
Después de 300 km llegamos a Sivas, la ciudad en donde nos separaríamos. Alex y yo estamos sucios, cansados, y de muy buen humor. Nos comemos un Kebap para celebrar la victoria, y en vez de ir a ducharnos a la pensión que encontramos, dejamos las bicicletas y vamos directamente a un Hammam (baño turco). Pasamos dos horas entre baños de vapor, sauna, piscina, masajes, y bebidas. Todo eso por menos de $5.000 pesos chilenos.
Es difícil explicar cómo uno se siente después de una experiencia tan relajante.
Al día siguiente, Alex y yo nos separamos. Estoy triste y ansioso. Y el sólo hecho de pensar que tengo que hacer los 400 km más difíciles solo, provoca que vuelva ese miedo que sentía al principio. Pero no importa, sé que el miedo se irá una vez esté andando en la bicicleta, así como pasó cuando dejé Capadocia.
Preparo todo para partir, y apenas salgo de la pensión, comienza el diluvio. Primera lluvia fuerte que tengo en todo el viaje. No pasan ni cinco minutos, y ya estoy empapado de pies a cabeza. Me abrigo tanto como puedo, pero no hay caso con tratar de conservar el calor. Pero me siento bien. Pincho rueda en medio de la carretera, y después de arreglarla (mientras me sigo mojando), llego a tomar café a una bomba de bencina donde ¡sorpresa! los trabajadores tienen mesa de pool. Obviamente dejo la bici, y juego un par de partidas de bola ocho con un viejo que me destroza, y dice que le debo plata porque perdí. Yo le respondo que por ningún motivo le pago, y la discusión termina con nosotros dos riéndonos.
Los siguientes tres días son más lluvia, más frío, y más cruces montañosos. Poco a poco noto cómo me voy desgastando físicamente. Por más que quiero pedalear, siento como que me falta fuerza en las piernas. Y me cuesta levantarme en las mañanas, sabiendo que estaré todo el día pasando frío y mojándome más aún.
Para cuando termino la primera semana, estoy notoriamente destrozado. Persona que veo me invita tomar té, a tomar café, o a comer algo, sin que yo se lo pida. Quizás es la ropa extremadamente embarrada. Quizás es la cara con ojos hundidos por el cansancio.
Lo más extraño de todo, es que lo estoy pasando bien. Me siento desafiado, explorando cómo funciona mi mente cuando estoy absolutamente incómodo y cansado.
A pesar de llevar siete días pedaleando en dirección a Trabzon, todavía tengo dos montañas más que cruzar. No es fácil tratar de mantenerse positivo, sabiendo todo el esfuerzo que todavía queda por delante.
Casi terminando la penúltima montaña, en el día 8, después de más de 45 km de subir sin parar, un camionero se detiene en la orilla de la carretera, y ofrece llevarme a mi destino. Hace tanto frío, que estoy a poco de dejar de sentir mis mejillas. Pero a pesar de estar congelándome, no me lo pienso dos veces, y le respondo en Inglés «¡Gracias, pero prefiero seguir andando en bicicleta!»
«¿Seré weon?», pienso una vez que se va el camionero. «¡Acaban de ofrecer llevarme al final del camino!». Si me subía al camión, me habría saltado la última montaña, que es por lejos la más difícil.
La decisión de decirle que no al camionero parece una estupidez, pero al poco rato me doy cuenta que se siente bien. Haberme subido a ese camión habría sido exactamente lo mismo que andar en bus. Justo lo que quiero evitar.
Cruzo la penúltima montaña, acampo en el bosque a 2000 metros de altura, y al día siguiente me despierto temprano para completar el último paso de montaña antes de llegar a Trabzon.
Al poco rato de empezar la subida, veo que las cosas no andan bien. Tengo tan poca fuerza en las piernas, que voy a un ritmo insoportablemente lento. Tan así, que a ratos pienso que algo le está pasando a la bicicleta. Pero por más que reviso las ruedas y la cadena, la bicicleta está funcionando perfectamente. Soy yo quien está mal.
Y no es sólo la falta de fuerza. Tengo además un roce con el pantalón que provoca una herida en mi entrepierna, y que al poco rato me hace cojear cuando tengo que empujar la bicicleta.
Son las cinco de la tarde, y estoy a más de diez kilómetros de la cima. En una hora se esconde el sol. Decido seguir empujando la bici hasta llegar al siguiente pueblo de montaña, Ugurtasi. Está a tan sólo un kilómetro, pero debido a mi cansancio y a la pendiente, ese kilómetro parece una maratón.
Congelado y muy, muy irritado en la entrepierna, llego a la entrada de Ugurtasi. Y con sólo un vistazo, todo el cansancio se me va. El pueblo es un paraíso. Una vista increíble, y un silencio capaz de calmar a Donald Trump. Lo único que se escucha es el viento, y un ocasional mugido de una vaca. Casas bien construídas, pasto de un color verde intenso, árboles otoñales, huertas con papas, montañas. Siento un relajo enorme.
Me acerco a la primera persona que veo, un campesino, y le pregunto si hay algún lugar donde instalarme con mi carpa. No me dice nada (porque no hablamos el mismo idioma), y me lleva a la casa de una familia del pueblo.
Al principio no aparece nadie, pero al cabo de un minuto abre la puerta la dueña de casa, Halime. Una de las mujeres mas encantadoras que he llegado a conocer, con una sonrisa de oreja a oreja y una risa que contagia. Me echa una mirada de pies a cabeza, y me invita a sentarme en una mesa para servirme comida. Yo le digo que lo único que necesito es un poco de pasto donde poner mi carpa, pero ella insiste.
Me sirve dos platos enormes de sopa, arroz y pastel de berenjenas. Estoy tan agradecido, que no soy capaz de expresar mis palabras. Lo único que siento es la felicidad más intensa que he llegado a tener, saliendo desde lo más profundo de mi estómago.
Halime llama a todo el resto de su familia, y al poco rato estamos todos comiendo y riéndonos mientras disfrutamos de más comida y del calor de una estufa.
Lo que comienza siendo un «pasar la noche en Ugurtasi», termina en alojarme tres noches con la familia de Halime. Tres de los mejores días de mi vida. Aprender a ordeñar vacas, cultivar papas, comer asados de cordero y comida local, noches de jugar Ruminó, y muchas, muchas risas.
Para cuando acaban los tres días, todos estamos tristes. Me quiero quedar ahí por meses, pero a la vez sé que debo seguir avanzando. Me despido con un fuerte abrazo, y sigo subiendo los últimos diez kilómetros de la montaña mientras no puedo controlar los llantos.
El camino es durísimo, muy empinado. Tengo que empujar la bicicleta durante los diez kilómetros. Pero estoy tan descansado, que en ningún momento me encuentro sufriendo.
A la mañana siguiente, después de aguantar un poco más de frío y de mojarme con la lluvia, llego a mi destino, Trabzon.
He completado los 700 kilómetros.
Quizás te estás preguntando por qué estoy contando en detalle todo esto. Acá va mi explicación:
Piensa en todo lo que me pasó en esos 700 kilómetros. Ahora, compara esa aventura con un viaje en bus nocturno en donde habría hecho esos mismos 700 kilómetros.
Piensa en todas aquellas experiencias que habría perdido, si hubiese decidido subirme a un bus. Si hubiese decidido no disfrutar del camino, y llegar rápidamente al destino.
Piensa en todas aquellas experiencias que habría perdido si hubiese decidido «saltarme la película» para ver qué pasa al final.
Todos esos miedos que tuve que enfrentar para darme cuenta que sólo existían en mi cabeza.
Todas esas horas en la bicicleta. Todas esas horas de luchar contra el cansancio y buscar entender cómo funciona mi mente cuando estoy al límite, las cuales me acercan un poco más a conocerme a mí mismo.
Todas esas noches de acampar a orillas del camino y en distintos pueblos, con cielo estrellado y luna llena.
Todos esos paisajes impresionantes que me obligaban a buscar una excusa para parar.
Todas esas veces que me invitaron a comer o a tomar café. Toda esa gente amable que conocí.
Mi estadía en Sivas, con baños turcos y buena comida.
Mi estadía en Ugurtasi con Halime y su familia, en donde tuve mi primera experiencia de vida en el campo. En donde exploté de alegría, y lloré de pena.
No es posible comparar ese trayecto en bicicleta con una noche de bus.
Viaja en bicicleta para ir a lugares que jamás habrías visitado.
Viaja en bicicleta para disfrutar del camino, y no preocuparte por el destino.
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