10 de Septiembre. Me encuentro en Antalya, una de las ciudades más grandes del Sur de Turquía.
Estoy desmotivado. Vengo terminando terminando un paseo de diez días por la costa del mar mediterráneo, una mezcla perfecta entre pedalear y parar a descansar por las playas del camino.
Lo último que quiero es alejarme de la costa, pero ya tengo un nuevo objetivo, y está justo en el centro de Turquía: Capadocia.
Entre Antalya y Capadocia hay 540km. Es el equivalente a ir desde Santiago a La Serena, y seguir de largo por otros 70 kilómetros.
Sé poco y nada de lo que hay a lo largo de toda esa distancia.
Sé que los primeros días cruzaré un Parque Nacional, que parece que tiene una montaña.
Sé, también, que pasaré por Konya, una ciudad importante de Turquía.
Eso. 540 kilómetros, y conozco sólo dos lugares.
Por más que me trato de convencer de salir de la cama, no hay caso. Me quiero quedar varios días en Antalya, a pesar de que sus playas no son nada comparado con lo que venía viendo.
En el fondo, sé que no tengo ganas de moverme por miedo a lo que me pueda llegar a tocar en esos 540 kilómetros. Necesito algo para motivarme.
De repente, se me ocurre una idea. ¿Qué pasaría si uso estos 540 kilómetros como un desafío físico?
Hasta el momento, me había exigido unas cuantas veces a lo largo del viaje. Pero nunca había llegado a un punto de agotamiento máximo.
¿Qué pasa si, en vez de parar cuando esté cansado, sigo andando? ¿Dónde está mi límite?
Me levanto con un poco más de ganas. «Objetivo: Capadocia» se acaba de poner más interesante.
Antes de partir, pongo una sola regla: tengo que pedalear un mínimo de 80 kilómetros al día, hasta que llegue a Capadocia. No importa si hay una montaña por cruzar, no importa si se oscurece y todavía no he cumplido la distancia. 80 kilómetros, y tengo permiso para parar.
Empiezo a pedalear, y salgo de Antalya. Sufro por saber que, mientras más avanzo, más me alejo del mar. Se acabaron los días playeros.
El primer día es un éxito. Paro en la casa de té de un pueblo a descansar, y el dueño me invita a almorzar una cazuela con pollo exquisita. Y a lo largo de la tarde entro al Parque Nacional Köprulü Canyon.
Tipo seis de la tarde, lo único que quiero es parar. Pero todavía no he llegado a la meta de 80 kilómetros, así que sigo. Al cabo de un rato alcanzo la meta, grito de alegría, y me bajo de la bicicleta pocos metros después.
Encuentro un lugar muy tranquilo para acampar a orillas del camino. Instalo mi carpa, y para pasar el tiempo me voy a caminar por el bosque hasta encontrar un lugar con vista panorámica. Desde ahí, veo pasar helicópteros cargando agua, y decenas de carros de bomberos a toda velocidad.
Me voy a acostar pensando que un incendio me alcanzará durante la noche.
Despierto sano y salvo el segundo día. Reviso la ruta. Los primeros 57 kilómetros son subida y nada más que subida. Parece que hay una montaña. Sé que no va a ser fácil, pero me repito una y otra vez que, cuando termine el día, voy a estar al otro lado de esa montaña. Y seré un hombre feliz.
Pedaleo toda la mañana por un bosque lindísimo, sin autos a lo largo del camino. Paro a almorzar en un restorán, habiendo completado 45 kilómetros. Sólo quedan 12 más, y después de eso bajada. ¡Éxito total!
Termino de almorzar, y me subo de inmediato a la bicicleta. Estoy motivado.
Avanzo diez metros, y me detengo. Algo anda mal. No sé por qué, pero por más que empujo con los pies, no puedo mantenerme sobre la bicicleta.
«Debe estar trancada», pienso. Mi bicicleta no es de buena calidad, y muchas veces pasa que la rueda de adelante se frena. La reviso, y compruebo que está funcionando perfecto.
«¿Tan cansado estoy?» es mi segunda conclusión. Pero no me siento cansado.
Reviso la ruta por última vez, y ahí encuentro el problema.
La pendiente es de 15%.
Para los que no saben de inclinación, acá va un punto de comparación:
Con las alforjas, 5% es una inclinación aceptable. Es lo que venía haciendo gran parte del día. Se puede pedalear.
Sobre 8% empieza a ser duro. Se puede pedalear un rato, pero hay que descansar de vez en cuando.
Sobre 10% ya estás en el límite entre pedalear o bajarte a empujar la bicicleta.
15% es una locura. Con suerte se puede empujar la bicicleta.
Empiezo a empujar. Estoy seguro de que la pendiente será así por un rato, y después será más fácil. Tengo que descansar cada veinte metros porque me arden los hombros.
Entre empuje y empuje, avanzo un kilómetro en media hora. Estoy desesperado. El camino no se aplana nunca. Reviso nuevamente la app que me muestra la ruta: a lo largo de los once kilómetros de subida que me quedan, la pendiente oscila entre 10% y 15% todo el tiempo. Eso significa once kilómetros de empujar la bicicleta, sin poder subirme en ningún momento.
Entro en un estado de negación. Después me río como si estuviera loco. Y después me digo una y otra vez que soy un idiota. ¿Cómo puede ser que haga esto voluntariamente? Finalmente, respiro lento para calmarme.
Sigo empujando la bici, parando cada diez metros. Hay un solo factor que me motiva: cuando estaba en Antalya dije que me quería probar físicamente. ¿Qué mejor desafío que este?
Dejo de quejarme, y me quedo callado. Avanzo ridículamente lento.
Pasan tres horas de infierno total. Estoy todo ese tiempo dentro de una cueva mental de dolor. No pienso ni en el final de la subida, ni en el paisaje, ni nada. Lo único que pienso es en poner un paso frente al otro. Fijo una nueva meta: cada ronda de esfuerzo tengo que avanzar un mínimo de veinte pasos antes de parar a descansar por los hombros.
Cinco de la tarde. Después de tres horas empujando la bicicleta, llego a la cima. Me tiro al piso. Hace mucho frío, pero no importa. Acabo de terminar uno de los desafíos físicos más grandes que me han tocado. Nunca me había sentido tan calmado. Como almendras con Nutella para celebrar.
El resto de la tarde es un agrado. La bajada es de tierra y muy difícil, pero no importa. Completo los 80 kilómetros. Llego de vuelta a la civilización, e instalo mi carpa en medio de un campo de trigo.
Despierto temprano el tercer día. Molidísimo. Fijo un desafío grande: Konya. Está a 120 kilómetros. Nunca he pedaleado tanto.
Empiezo a pedalear. Por suerte, el camino es más plano que el día anterior. Y como vengo acostumbrado a subir y subir, se siente facilísimo.
Llego a las cinco de la tarde a Konya, agotado. Se nota que he venido exigiéndome mucho los últimos tres días. De vez en cuando mis piernas fallan y pierdo el equilibrio. De ahora en adelante es cuando voy a comprobar si soy capaz o no de seguir más allá del agotamiento, o si me quedaré descansando.
Cuarto día. Despierto destrozado. Es lo más cansado que he estado en todo el viaje. Me duele la cabeza y estoy de mal humor, como si no hubiera dormido la noche anterior. No quiero que nadie me hable. ¿Qué voy a hacer para completar 80 kilómetros?
Salgo de la ciudad avanzando lentísimo. Estoy en una carretera plana y recta, que cruza un paisaje desértico. No puede ser más aburrida. Me demoro toda la mañana en encontrar un poco de motivación, y ya después de almuerzo estoy pedaleando de buen humor y disfrutando el camino.
Paro en un pueblo fantasma a los 81 km. Deben vivir a lo más diez personas. Ni siquiera tienen un almacén para comprar comida. Instalo mi carpa detrás de un edificio. Quizás el lugar no es bonito, pero es tranquilo. No pido nada más.
Siete de la tarde. Escucho ruidos afuera de mi carpa. Salgo y saludo a un turco con dos de sus hijos que me invitan a su casa a tomar té.
La familia del turco es un agrado. Tiene una señora que no para de sonreir, y unos niños que juegan por toda la casa. Juntos tomamos té, vemos Scooby Doo, y nos hacemos preguntas usando Google Traductor. Al final de la conversación, el turco me pregunta si estaría interesado en creer en Alá, y yo le respondo que no por ahora.
Vuelvo a mi carpa. Diez minutos después, escucho ruidos nuevamente. Otro amable turco se había molestado en venir a saludarme y regalarme comida. No lo puedo creer. ¿Cómo pueden ser tan hospitalarios? Me pregunto si seré el primer turista que pasa por este pueblo.
Me pregunto, también, cómo iré a despertar al día siguiente, teniendo en cuenta lo cansado que desperté hoy. No quiero ni saberlo.
Quinto día. Despierto como nuevo. Es como mi cuerpo hubiese decidido resetearse. ¿Así que eso es lo que pasa cuando uno cruza el límite del cansancio? Curioso.
El mismo turco que me regaló comida la noche anterior me invita a tomar desayuno. Pan con salame y queso derretido, y Pepsi. Empiezo a pedalear energizado.
El camino es feo con F mayúscula. Sigue siendo plano, recto y desértico. Trato de animarme pensando en lo poco que me queda para llegar a Capadocia. Además, al final del día llegaré a una ciudad llamada Aksaray, y podré dormir en algún hotel barato.
Quedan tan sólo diez kilómetros para llegar a Aksaray, cuando escucho un pinchazo. Mi rueda trasera tiene un hoyo enorme, imposible de arreglar con las herramientas que tengo. Estoy en pana.
Empiezo a hacer dedo, en dirección con la ciudad. Por experiencia propia, sé que pasarán horas antes de que alguien me lleve, teniendo en cuenta que hay que cargar una bicicleta.
Tres minutos después, para un camión con tres maestros de construcción.
«¡Súbete!» me dicen en turco. O eso concluyo que me dice, porque lo siguiente que hacen es subir mi bicicleta al pick up sin cuidado alguno. Me llevan a Aksaray, y arreglo la rueda sin problemas. Duermo en un hotel barato.
Último día. No puedo estar más contento. Me siento como cuando los corredores de fórmula 1 ganan una carrera y dan una vuelta de celebración.
Pedaleo lento, parando a conversar con cada persona que me saluda. Tomo café en tres pueblos distintos. Disfruto del paisaje y de los campos, y al final del día llego a la meta, la famosa Capadocia.
Se pone a llover. Pero no importa. «Objetivo: Capadocia» completado.
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Uf juampi me pongo a leer esto y pienso que gen mío y del papá se juntaron para que seas como eres FANTÁSTICO, EXTRAORDINARIO
te quiero mucho
Gracias madre querida! los quiero mucho
Buena JP! Me gustaría leer un artículo sobre el paseo de 10 días por la costa del mediterráneo, las playas deben ser geniales!
Buen desafío ese de 540 km! Me imagino cómo te deben haber quemado los hombros empujando la bici con el peso que llevas. Debe haber sido hermoso llegar a la cima de esa montaña! Nuevamente me sorprende lo acogedora que es la gente … qué buena experiencia.
Me llamó la atención la foto del pescado jaja está acompañado con una especie de pebre, era parecido al chileno?
Saludos JP Bull!
Hola mi amigo hernandez!
Espero que todo esté bien por allá en Conce.
No voy a escribir un artículo sobre las playas de Turquía, ya que sería aburridísimo. Para que una historia sea entretenida tiene que haber algún problema, o algo de conflicto. En el sur de turquía no hubo nada de eso. Me dediqué a pedalear poco y bañarme en el mar!
Nada mejor que la gente de Turquía.
El pescado estaba exquisito! y el pebre se parecía mucho al chileno.
Un abrazo!!