Lo más feliz que he estado por dormir solo en un Motel

24 de Octubre de 2021. Despierto en mi carpa a orillas del camino. Hace frío, pero nada terrible. Sé que después de un rato pedaleando entraré en calor. Tengo hambre y no tengo comida, así que preparo todo rápidamente y parto pedaleando en dirección a Yereván.

Es mi primer día en Armenia. Crucé la frontera desde Georgia la noche anterior, así que todo lo que estoy viendo ahora es nuevo para mí.

El camino es todo un desafío. Está lleno de piedras, y hay un viento en contra que hace que todo sea más lento. Además, el paisaje es horrible: árboles secos, edificios abandonados, y lleno de tumbas que tienen talladas las caras de los muertos.

El camino

Al cabo de un rato, la situación mejora. Una subida enorme me lleva a unos paisajes más verdes. Paso por un pueblo donde compro fruta para comer, visito un par de monasterios, y unos amables señores me invitan a tomar lo que creía que era un vaso de agua, pero que resulta ser vodka. ¿Cómo no lo anticipé?

Tomando vodka afuera del monasterio

Sigo pedaleando. Ya son las 2 de la tarde. Tengo que bajar del cerro donde estoy para volver al camino principal, y para hacer eso la aplicación de rutas que uso sugiere que me tire por un precipicio. Decido que quiero vivir, así que busco un desvío.

Komoot propuso que bajara por aquí. Al fondo se ve el camino principal

El desvío que encuentro resulta ser lo más bonito del día, pero a la vez lo más desafiante. El camino es un desastre. Me demoro horas en volver al camino principal.

El desvío

Finalmente, ya cerca de la puesta de sol, encuentro un restorán para parar a descansar. Es el primero que veo en todo el día. Entre kebap y kebap llega la noche, así que les pido a los dueños del local si puedo poner mi carpa en el jardín. Me llevan a un espacio pequeño, pero suficiente para instalarme, que está a menos de cuatro metros del caudal de un río.

Hasta ahí, todo bien. No me siento cansado. Estoy lleno por tanto Kebap. Y hace frío, pero ni tanto. Mi primer día en Armenia ha sido un éxito. Me voy a dormir.

Tres de la mañana. Despierto incómodamente por el frío que tengo.

No siento mis pies. No los dedos del pie. Los pies.

Me pongo mis dos pantalones, mi mejor par de calcetines, mi polerón, mi parca, y mi gorro. Pero no hay caso, ya perdí el calor, y es difícil que lo recupere. No sé cómo, pero a pesar del frío, después de unas horas vuelvo a quedarme dormido.

Seis de la mañana. Despierto porque mi carpa se mueve de un lado para otro bruscamente. Desorientado, logro entender que un perro callejero está tirando uno de los cordeles con su boca. Le grito y me deja tranquilo.

Ahora no sólo no siento mis pies. Tampoco siento los dedos de las manos. A duras penas, salgo de mi saco. Sé que lo único que puedo hacer es preparar mis cosas e ir a tomar un café al restorán para entrar en calor.

Pero no es tan fácil. La carpa está cubierta por escarcha, y tengo que guardarla en su funda. Cada vez que hago presión con las manos para hacerla caber, siento que pierdo más y más la sensibilidad. Además, me tropiezo una y otra vez porque no siento mis pies.

Una vez todo listo, y aguantando el dolor, voy por ese café que tanto necesito.

¿El problema? Que el restorán está cerrado. No hay otra opción que empezar a pedalear con ese frío.

Saqué una selfie para retratar cómo me sentía

Siento un dolor agudo, difícil de controlar. Lo único que pienso es en recuperar un poco de calor. Pero no encuentro ningún restorán donde parar. A ratos pienso en aquellos días felices en Turquía, cuando el problema que tenía era que hacía demasiado calor.

No aguanto más. El frío me supera. Me bajo de la bicicleta, y me siento en una vereda. Meto mis manos debajo de la polera, tocándome el estómago, y gracias al calor corporal vuelvo a sentirlas. Eso me permite recuperar un poco el ánimo, y seguir.

Llego a Vanadzor, una ciudad del norte de Armenia, y me refugio en el primer café que encuentro. Son las una de la tarde, y todavía no siento mi pie izquierdo. Decido parar a dormir ahí, habiendo recorrido menos de treinta kilómetros a lo largo de la mañana.

Encuentro una pensión barata y muy cómoda. El dueño es muy amable, y hay un silencio muy tranquilizante. Me  acuesto en la cama y me cubro con dos frazadas tan pesadas que cuesta moverse.

Ya no tengo frío. Mis dedos están bien. Y tampoco me siento enfermo. Pero no estoy cómodo. Tengo una sensación que nunca antes había sentido: miedo a salir al aire libre.
Estoy aterrado. No quiero volver a pasar ese frío que tuve en la mañana. Me superó completamente. Quiero quedarme dentro de la pensión por días.

Trato de convencerme que el frío es bueno. Trato de recordar que a mi me gusta, que por algo me ducho con agua fría en las mañanas. Pero no hay caso. Ahora lo único que siento es miedo. Me paso toda la tarde encerrado, cocinando rico y disfrutando de tomar café.

A la mañana siguiente no me quiero mover. Si el día anterior tenía miedo, ahora estoy aterrorizado. Abro la puerta de entrada por un segundo, dejo entrar una corriente fría, y la vuelvo a cerrar. Me digo que no hay forma que salga de la pensión en todo el día.

Me quedo descansando, pero la decisión no se siente correcta. Sé que no hay ningún otro motivo para descansar más que el miedo al frío. Trato de aprovechar el día escribiendo en el computador, pero al acostarme, tengo un gusto amargo. No enfrenté los miedos.

Ya habiendo pasado dos noches en Vanadzor, despierto el tercer día con el mismo miedo al frío. Sé que tengo que hacer algo al respecto. Si no, pasaré días encerrado como un ermitaño. Y cada día que pase, hará más frío.

Me abrigo con todo lo que tengo. Me pongo los dos pantalones, mi parca, guantes, pasamontañas, y dos pares de calcetines.
Con tal de convencerme a pedalear, me pongo una meta bajísima: diez kilómetros. Si logro pedalear diez kilómetros, tengo permiso para parar en donde sea que esté. Además, me doy permiso para dormir en otra pensión en vez de acampar. Lo que sea, con tal de combatir el miedo. Salgo a la calle, y empiezo a andar lentamente.

No han pasado ni cinco minutos, y me doy cuenta que todo ese miedo estaba en mi cabeza. Estando abrigado como corresponde, el frío pasa de ser un problema a un agrado. Se siente bien. Además, hay un sol que, si bien no abriga, hace pensar que a medio día podré estar pedaleando en polera.

El día está increíble. Voy con calma, disfrutando del camino. Me siento muy feliz por haber sido capaz de salir de la pensión. Unos pastores me ven, y me invitan a salir del camino para tomar café, tomar vodka, y tomar café con vodka. La vida es buena.

Los pastores del camino

Cada kilómetro que avanzo siento más y más motivación. Nada de parar a los diez kilómetros. Quiero seguir hasta que ya no pueda más. Además, estoy seguro que podré encontrar un lugar para dormir, y así no tendré que sufrir en la carpa.

Ya a las cinco de la tarde, paro en un pueblo para buscar alojamiento, Aparan. Es grande, así que sí o sí debe haber una pensión como la que encontré en Vanadzor. Queda una hora para que oscurezca.

Voy a una bomba de bencina. Pregunto dónde puedo encontrar un hotel, y me dicen que no hay. Les pregunto si puedo poner mi carpa dentro de una pieza vacía que tienen, y me dicen que no.

Sigo andando, y llego al centro del pueblo. No hay ningún alojamiento. Está haciendo más y más frío. Estoy a mucha más altura que hace dos días. Me empiezo a preocupar.

De repente, veo mi salvación. ¡Una iglesia! De seguro me dejan dormir dentro. Problema solucionado.

Dejo la bicicleta afuera, y abro la puerta principal bruscamente.

Hay un funeral.

La iglesia está llena de gente. Estoy a pocos metros del muerto. ¿Por qué pusieron al muerto tan cerca de la puerta? Me quedo unos segundos congelado por la sorpresa, observando en detalle la cara pálida del muerto. Todo el mundo me mira, y salgo rápidamente.

Sigo buscando alojamiento. Dos personas más me dicen que en este pueblo no hay hoteles. Estoy desesperado. ¡Me voy a congelar denuevo! Entro a una cafetería a tomar chocolate caliente. No sé que hacer.

Me calmo un poco, y decido salir del pueblo a buscar algún edificio abandonado donde pueda poner la carpa. Por suerte, en Armenia está lleno de esos. Quizás pasaré frío, pero no tanto como el otro día. Me rindo con la idea de encontrar alojamiento.

Empiezo a pedalear por última vez, ya de noche. Hace un frío terrible. No alcanzo ni a salir del pueblo, y veo un cartel rojo con luces LED que me llama la atención.

«MOTEL»

No lo puedo creer. ¡Ahora si que me salvé!

Entro a hablar con el dueño, y negocio pasar la noche por menos de diez mil pesos chilenos. Me lleva una habitación limpia y con cama matrimonial. Tiene ducha caliente, calefacción, y una segunda pieza para sentarse a comer en una mesa.

¿Lo mejor de todo? Que soy el único alojándome en todo el lugar. Eso significa que no escucharé ruidos provenientes de la pieza de mis vecinos.

No aguanto más mi felicidad. No esperaba que mi día terminara así. A modo de celebración, me preparo una ensalada de tomate, cebolla y atún.

Es lo más feliz que he estado por dormir solo en un motel.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

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2 comentarios

  1. Muy buena historia Torito! Cuántos grados habían cuando dormiste en el jardín del restorán? Me dio mucha risa la parte del perro mordiendo el cordel de la carpa.

    Un abrazo grande, cuídate!

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