Milange, Mozambique. 4 de Mayo de 2022.
Después de un cruce de frontera exitoso, y de un cambio de plata no tan exitoso (nada bueno puede salir de contar billetes en la avenida principal de un pueblo pegado a la frontera), me encuentro pedaleando en Mozambique, el decimotercer país de este viaje en bicicleta.
El sueño de llegar a Ciudad del Cabo, lo más al sur en África, se siente cada vez más cerca.
Esta vez no estoy solo. Me acompaña Axel, un sueco de veintiocho años con el que viajé gran parte de Malawi. Tiene bigote, usa una boina francesa, pedalea a una velocidad impresionante, habla con un acento del sur de Estados Unidos, y está tanto o más sucio que yo.
A diferencia mía, a él sí lo lograron estafar con el cambio de moneda. En vez de multiplicar por 58, el despistado dividió por 58.
Es un alivio entrar acompañado a un país tan desafiante como Mozambique.
Mozambique me tiene nervioso. Más que entusiasmado por conocer un nuevo país, me veo más enfocado en la batalla física que tengo por delante. Me siento muy parecido a esa vez que se me ocurrió correr 42 kilómetro. Preparándome mentalmente para mucho dolor.
El problema es que el país es enorme, y sólo me dieron una visa de treinta días. Calculo que tendré que pedalear aproximadamente 1800 kilómetros en un mes para llegar a la capital, Maputo, con tal de cruzar a Suazilandia a tiempo. Eso significa largas jornadas de pedaleo, y pocos días de descanso.
Hasta el momento, lo que más he logrado pedalear en un mes han sido 1600 kilómetros. Recuerdo haber estado absolutamente agotado, y con un dolor de culo que para qué te cuento.
A modo de motivación, decido fijarme un objetivo llamativo: no descansar hasta llegar a Praia de Tofo, aquél paraíso que muchos llaman la mejor playa de África. Está a 1400 kilómetros de Milange. No sé cuántos días me irá a tomar.
Vamos que se puede.
El día está soleado, y el camino está lleno de gente moviéndose por la vida a paso de tortuga. ¿Cómo puede ser que caminen tan lento? ¿Será que lo hacen a propósito, para pasar el tiempo de alguna forma?
Entre contemplar el paisaje y conversar con Axel, empiezo a sentir un dolor de estómago que va y viene. No es fuerte, pero molesta. Sigo pedaleando, haciendo como que no tengo nada.
Poco a poco empiezo a perder fuerza. Me siento tan mal, que a hora de almuerzo a duras penas logro comer Ugali sin nada de acompañamiento, y me tambaleo mientras camino de vuelta hacia la bicicleta.
Axel está preocupado, notando que tengo una cara de zombie mientras intento seguir pedalenado. Yo le digo que estoy bien, que no pasa nada. Pero sé que algo me cayó mal.
Ya a los 75 kilómetros no tengo más energía. Con suerte logro mantenerme en pie. Le pido a Axel cinco minutos de descanso, y se me ocurre acostarme en el piso para intentar recuperarme. Grave error. El mundo me da vueltas. Además, una nube negra se posiciona justo sobre nuestras cabezas, y se larga a llover.
Nos subimos nuevamente a nuestras bicicletas, y al kilómetro nos escondemos dentro de una sala de clases probablemente abandonada hace muchos años. Sino, pobres niños que tienen que estudiar en esa mierda de edificio.
Quizás ya no nos estamos mojando por la lluvia, pero la situación está lejos de ser buena. Si es que intento ponerme de pie, o caminar un poco, es posible que me desmaye. Tengo que apoyar mi mano en la pared sólo para mantener un mínimo de equilibrio. Inhala, Exhala, Inhala, Exhala. Trata de no vomitar. No puedes vomitar aquí. ¡Estás en la mitad de la nada!
La lluvia se detiene. Axel sale con la bicicleta a buscar agua para ambos. Yo, en cambio, salgo de la sala para vomitarlo todo. Además de la comida que estaba en proceso de digestión, pareciera como si estuviese expulsando de mi cuerpo mis tripas, mis recuerdos de la infancia, y espíritus malignos. Para cuando termino, creo que queda la mitad de mí.
Axel vuelve con botellas llenas, y se sorprende al ver la obra de arte que dejé afuera de la sala. Seguro habrá pensado «¿Acaso todo eso salió de una sola persona?». Sí, señor Axel. Salió de una sola persona.
Varios locales que van por la orilla del camino notan nuestra presencia. A los pocos minutos, la sala de clases se llena de niños y adultos partiéndose de la risa por el hecho de que dos blancos se estén refugiando en un lugar como este. Y la verdad, los entiendo. ¡Estamos en medio de la nada!
Mientras tanto, yo estoy sentado en una banca, manteniendo los ojos cerrados, intentando calmarme. Escuchar risas burlonas no ayuda.
Pocas veces he sentido tanto miedo. Hipocondría en todo su esplendor. ¡Seguro estoy teniendo los primeros síntomas de algo gravísimo! Malaria, cólera, ébola, coronavirus, o todo lo anterior combinado. Quién sabe todo lo que uno se puede llegar a pegar aquí en África.
Estoy intoxicado, en la mitad de la nada, a cientos de kilómetros del siguiente hospital. Si no logro recuperarme por cuenta propia, tendré serios problemas.
Axel logra espantar a la gente. Armamos nuestras carpas, vomito denuevo, bebo un poco de agua, me tomo una pastilla de carbón activado, y me echo a dormir a las seis de la tarde. Si o sí tendré una de esas noches en las que te levantas a vomitar cada diez minutos.
Despierto a las seis de la mañana del día siguiente. Pocas veces he dormido tan bien. Y pocas veces me he estado tan débil. Para qué te cuento cómo me cuesta salir de la carpa a hacer pipí.
Tengo las siguientes opciones:
1)Volver a Milange, 75 kilómetros atrás. Pueblo de mierda donde seguro nos encontraremos con los mozambiqueños que nos trataron de estafar.
2)Quedarme descansando en esta «sala de clases». Axel puede salir en bicicleta a comprar comida y juntar agua. Pero aun así es uno de los peores lugares para recuperarse del planeta. La gente nos vendrá a molestar todo el día.
3)Hacer dedo, y subirme con la bicicleta a uno de esos camiones que llevan aproximadamente entre cinco y 4.500 personas en el pickup. Es para no creer toda la gente que puede entrar en un espacio tan pequeño. Iría cientos de kilómetros incomodísimo y posiblemente vomitando a mis compañeros.
4)Seguir avanzando, a pesar de que estoy intoxicado.
Se me pone la piel de gallina con solo pensar en esta cuarta opción. Tantas historias que he leído en el pasado de gente que tuvo que cruzar desiertos sin comida ni agua, o otros que sobrevivieron en la selva, o aquellos que se perdieron en la nieve. Gente que, en contra de su voluntad, se vio obligada a sacar lo mejor de si mismos para seguir adelante y sobrevivir. Esfuerzos que se podrían clasificar como inhumanos.
Quizás yo no estoy perdido en la nieve o en la selva o en el desierto, pero estoy en la mitad de la nada en Mozambique. Seguir pedaleando, para mí, consistirá en días y días del mayor esfuerzo físico de mi vida, con un cuerpo deteriorado que rechaza todo tipo de comida.
Es un desafío suficientemente grande como para pensar «ahora sí que no sé cómo terminará esta historia». Pero por otro lado, algo dentro de mí me dice «Dale nomás, estás más que preparado. Confía en ti».
Lo sé, querido lector/a. Sé que suena estúpido lo que estoy a punto de hacer. Pero tienes que entender que estoy sesgado, más irracional que nunca. Ahora me está guiando la curiosidad por ver cómo funciona mi cuerpo y mi mente en una situación tan dura como esta.
Además, no te preocupes. Si realmente estoy grave, puedo volver a la opción 3, y subirme a esa mierda de camión.
Sé que pasaré hambre. Sé que estaré en un constante estado de sufrimiento mental. Sé que perderé varios kilos de peso en el camino.
Es momento de ir a la guerra.
Desarmo mi carpa y preparo mis cosas a un ritmo desesperantemente lento. Y es que no tengo fuerzas para nada. Pero estoy en un estado de concentración absoluta. No pienso en nada más que «aperra, aperra, aperra». Es como si mi cabeza estuviese en otro planeta. Tengo calma como pocas veces la he sentido.
Me subo a la bicicleta como si fuese un anciano de noventa años. No sé cómo la mantengo en equilibrio. Empiezo a pedalear, con Axel acompañándome en todo momento. Ambos estamos en silencio.
Acá va el primer efecto inesperado de esta historia. Si en el primer kilómetro de pedaleo tengo 90 años, en el segundo tengo 89. Y en el tercero tengo 88. Lentamente, paso de sentirme un pedazo de mierda, a sentirme un pedazo de mierda decorado con una cinta de regalo. Mientras más avanzo, más fuerzas tengo.
Paramos en el primer pueblo que vemos. Nuestra llegada alborota las calles tal como si Daddy Yankee caminase por el centro de Santiago. A medida que caminamos buscando un poco de comida, se junta alrededor de nosotros un ejército de gente, mayoritariamente niños y jóvenes. Nos tratan como famosos, sólo por el hecho de tener una piel más clara.
Me siento a tomar coca cola (que dicen que hace bien para cuando uno está enfermo), y la gente se queda de pie, observando en detalle cómo un hombre blanco toma bebida. Seguramente debe ser algo especial.
Además de la coca, como un poco de pan solo. Logro no vomitar.
Después de ese pueblo, nos desviamos del camino principal para entrar a un camino de tierra que sirve como «atajo» para ahorrarnos una vuelta que no hace sentido. El «atajo» es de 200 kilómetros. Después de eso volvemos al camino pavimentado.
No entiendo cómo estoy en pie. Más aún, no entiendo cómo me siento tan bien. Estoy de un ánimo increíble, que llega a ser sospechoso. ¡Debería estar de un humor terrible y tirado en el piso! Un poco de pan y coca cola no me puede dar tanta energía. Hace menos de un día no era capaz de pararme de una banca. Seguramente en cualquier momento volveré a perder la fuerza y vomitar. Eso sería lo normal.
Seguimos avanzando, y sigo mejorando.
El camino de tierra se convierte a ratos en uno de arena que nos tranca las bicicletas.
Nos toca cruzar ríos con la bicicleta al hombro y el agua hasta las rodillas ya que los puentes están destruídos por quién-sabe-qué motivo.
Hace un calor sofocante que nos debería estar derrotando.
Pero nada de eso importa. Es como si nada nos pudiese frenar.
Nos detenemos a las cinco de la tarde, después de 75 kilómetros. El sol está a punto de esconderse. Aprovechando que nadie nos está viendo, entramos tan rápido como podemos dentro de una iglesia abandonada, con la intención de acampar sin que nadie nos moleste.
¡Seguuuuuro nadie nos va a molestar! ¿Acaso se te olvida que estás en África, Juan Pablo? ¡En África hay gente en todos lados! Todavía no he terminado de armar mi carpa, y la iglesia está totalmente rodeada por niños y mujeres observando todo lo que hacemos.
No tengo problemas con los niños, pero las mujeres me tienen nervioso. Me miran como depredadoras, analizando mis genes blancos de pie a cabeza. Para ellas soy un pedazo de filete asado a la parrilla. Quieren todo de mí. Una de ellas dice «No quiero casarme contigo. ¡Sólo dame un hijo!».
Me escondo dentro de mi carpa, y me echo a dormir a las siete de la tarde. Total de comida ingerida en el día: un pan, una coca cola, tres plátanos pequeños, y un plato de tallarines equivalente a 1/10 de lo que comería normalmente.
Me siento bien, y no tengo hambre.
Segundo día en el atajo.
Más calor, más arena, poco y nada de comida, y todavía sintiéndome bien. ¿Qué está pasando? Es como si le estuviera pidiendo prestada energía vital a Juan Pablo del futuro. Por cada hora de esfuerzo físico que gasto ahora, se me descuenta una semana de vida cuando se anciano.
Llegamos a un tercer río que también tiene un puente destruido. A diferencia de los dos que cruzamos el día anterior, este es imposible de cruzar a pie. Tenemos que pagarle 30 centavos de dólar a unos tipos que nos ayudan a cruzar en canoas echas con la corteza de un árbol. ¿Arriesgar hundirse en un río africano con todas mis posesiones? ¿Por qué no? Me subo al bote sin pensarlo dos veces.
A medida que nos adentramos más y más en la mitad de la nada, empiezo a notar algo raro en los niños. Sus estómagos. Están inflados como si fueran globos a punto de estallar. No sé si es verdad lo que voy a decir, pero antes de venir a África alguien me dijo que, cuando un niño se encuentra severamente malnutrido, su estómago se infla. De ser así, es la primera vez que veo niños desnutridos.
¿Alguna vez, cuando eras niño, te dijeron algo tipo: «Come toda tu comida. Hay niños en África que no tienen para comer»?
Recuerdo haber escuchado ese comentario más de una vez. La verdad, nunca me afectó. Al momento de comer, jamás pensé en niños en África a los cuales ni siquiera he visto sus caras. Es una realidad demasiado lejana. Difícil de imaginar.
La situación cambia cuando efectivamente ves a estos niños con tus propios ojos. Es imposible no verse afectado después de tener contacto con esta gente. Tu relación con la comida cambia. Ahora la valoro mucho más. Cuando estoy a punto de comer, efectivamente pienso en aquellos niños que no tienen para comer.
Viajar me ayuda a ver la realidad del mundo, por más cruda que esta pueda llegar a ser.
La frase «ojos que no ven, corazón que no siente» se invierte para convertirse en «ojos que ven, corazón que siente». Me pregunto si este cambio me acompañará cuando vuelva a mi vida normal en Chile. Espero que así sea.
Después de setenta kilómetros, nos detenemos a las cinco de la tarde en un pueblo diminuto. Me siento afuera del único local que vende comida. Me sirvo una Coca Cola medicinal. Axel disfruta de unas galletas. Tenemos que buscar un lugar para acampar.
En ese momento, llega a comprar comida un tipo de unos treinta años llamado Tony. De sólo verle los ojos, algo me da mala espina. No es necesario que diga nada para pensar que está loco, o al menos borracho. Compra un puñado de porotos tratando al vendedor con el más puro desprecio. Es repugnante. Quiero terminar la bebida para irme del lugar tan rápido como sea posible. No me cayó bien el loco Tony.
Acá va la peor parte. Al parecer, Axel no vio lo mismo que yo. Él y el loco Tony se hacen amigos, a pesar de que el 60% de lo que sale de la boca de Tony (un inglés precario) no hace sentido. Da la impresión de que dice cosas sólo para decirlas, aunque no fueran lo que realmente está pensando.
Al poco rato, Axel me pregunta, al frente del loco Tony, si me gustaría acampar en el jardín de este lunático. No tengo otra opción que decir que sí.
Quiero matar al sueco. Un día me ayuda a pasar los vómitos. Otro día me hace acampar afuera de la casa de un psicópata.
Adentrándonos por senderos de arena que salen del camino principal, llegamos a la casa del loco Tony. Es más que nada un bloque de cemento diminuto rodeado por un jardín de arena. Tiene un foco de luz que ilumina la noche (lo cual es sorprendente en estas partes de Mozambique), y no tiene baño. Hay que cagar en las plantas.
Su amable señora se encuentra en la entrada, separando miles de granos de maíz para posteriormente molerlos y cocinar ugali.
Armo mi carpa con decenas de niños mirándome, quienes se dedican a hacer mortales y acrobacias para llamar mi atención. Cuando termino, entro a la casa de Tony para intentar hacer amistades con él y darle las gracias. Al fin y al cabo, el tipo nos invitó a su casa. No puedo ser tan malagradecido.
Algo anda mal. Tony se encuentra acompañado por un sujeto tan loco como él. Están haciendo algún tipo de negocios. Ambos me ven entrar, y me invitan a acercarme.
«Do you wanna see something beautiful?», me pregunta el loco Tony.
«Sure», le respondo. «Por favor que no sea su pene», pienso.
El loco Tony abre un cajón, y me muestra un puñado de rocas de un color rosado. Bellísimas.
«Have you ever seen diamonds this big?», me pregunta.
«No…they are…beautiful….», le respondo.
Ahora sí que estoy incómodo. ¿Alguien me puede explicar cómo el loco Tony consiguió diamantes de ese tamaño? Porque yo no le quise preguntar. No puede haber una historia legal detrás de todo esto.
Quiero que el tiempo se acelere. Quiero esconderme en mi carpa y esperar a que pase la noche sin problemas ni más encuentros con el loco Tony.
El otro tipo se va, y Axel entra a la habitación. También se sorprende al ver los diamantes.
«Guys, you have to eat dinner with me and my wife. It will be ready in two hours», nos dice Tony.
¡Mierda! ¿Qué se hace ahora? Aparte de que estoy con un hambre terrible, no sé si quiero aceptar la invitación a comer de un tipo que me provoca tanto desagrado. Pero rechazarla puede ser visto como un insulto. Yo sólo quería dormir escondido entre medio de unos arbustos. Maldito Axel que me puso en esta situación.
Nos sentamos los tres en unas bancas pequeñas, esperando que los porotos se hiervan. La señora del loco Tony escapó por una hora para ir a ver su teleserie a una casa donde hay televisión. El loco Tony la llama «puta» una y otra vez por haberse ido sabiendo que tenían invitados. Nuestra conversación consiste en Axel y yo quedándonos en silencio mientras Tony dice disparates que nadie es capaz de entender. A veces grita, otras veces se ríe, y otras nos pega palmazos en las rodillas. Cada vez que me pega un palmazo, es como si un dementor me estuviese chupando el alma. El ambiente está tenso como película de terror. Un tipo como Tony es demasiado impredecible como para que estemos tranquilos.
Eventualmente, Axel me ve la cara de incomodidad, y le dice a Tony que estoy enfermo, y que debería ir a acostarme en mi carpa hasta que la comida estuviese lista. Él se quedará con Tony.
Gracias, Axel. Creo que cinco minutos más escuchando a Tony hablar mierda podrían haber terminado en encuentros desagradables entre él y yo.
Dos horas después, me llaman a comer. Estoy un poco mas tranquilo. La señora de Tony es un encanto, pero me da una pena terrible. Tony la sigue llamando «puta» al frente de nosotros. Ella lo mira con más miedo que cariño. Este hogar no está en paz.
A pesar de eso, los cuatro disfrutamos de un plato caliente de porotos con arroz. Es el primer plato caliente y de tamaño decente que como en tres días. Cuando Tony se quiere repetir, le quita comida a su señora.
Les doy las gracias, y me voy a dormir.
Último día de esta historia.
Son las seis de la mañana, y ya tenemos todo listo para partir. Tony nos quiere invitar a tomar desayuno, pero tanto Axel como yo le damos diez excusas distintas de por qué nos tenemos que ir de inmediato. No queremos pasar un solo segundo más en este lugar. No es fácil ser alojado por un tipo que no te cae bien.
Treinta kilómetros de pedaleo por arena nos deja a hora de almuerzo en un pueblo más grade que lo que veníamos viendo. Estoy en éxtasis. ¡Veo un restorán! El primero que encontramos en este «atajo» de tierra.
La dueña del restorán es un amor. Me siento en una mesa y pido un plato de arroz con huevos y ensalada de lechuga que demorará cuarenta minutos en estar listo. Lentitud africana.
Axel se va a caminar para pasar el rato.
Se me acerca un señor de unos cincuenta años.
«Che, te escuché hablar con la señora en español. ¿Eres chileno?», me dice.
«¡¿Quéeee?! ¿Un argentino en este lugar?! ¡¡Qué alegría!!», le respondo.
Nos quedamos conversando un rato. Él me cuenta un poco de su trabajo como geólogo en Mozambique, y yo le cuento un poco de mi viaje. Al final, me dice:
«Che, felicitaciones. Lo que estás haciendo es muy desafiante».
Nos estrechamos la mano, y se va.
Este argentino caído del cielo me deja con una sensación de orgullo que generalmente no suelo sentir.
Me miro las manos, completamente sucias por aceite. Todo mi cuerpo está cubierto por polvo.
Pienso en todo lo que pasó los últimos días.
Pienso en los vómitos a las afueras de la sala de clases, en los niños con malnutrición, en la señorita que quería mi hijo, en los cruces de río, en los caminos con arena, y en nuestro alojamiento con el loco Tony, emprendedor en el comercio de diamantes. No fueron días fáciles, pero se quedarán entre los mejores recuerdos del viaje.
Pienso en lo afortunado que soy. Si tres días atrás me hubieran dicho que me sentiría tan bien a pesar de haber estado intoxicado y haber comido tan poco, jamás lo habría creído.
Al parecer, cuando estás en una situación complicada y la única solución es seguir avanzando, el cuerpo responde. ¡Gracias cuerpo!
Quedan aproximadamente 1500 kilómetros para cruzar Mozambique, y 4000 para llegar a Ciudad del Cabo.
¿Te gustaría apoyarme en mi viaje por el mundo? ¡Regálame un café!