El gaucho legendario y maldito Jimmy

Esta es otra historia de antes de los viajes en bicicleta.

Villa O’higgins, Chile. Enero de 2018.

Después de seis viajes a la carretera Austral, por fin he logrado recorrerla hasta Villa O’higgins, el pueblo que simboliza el final.
Si quieres seguir más al sur, para ir a conocer Magallanes y Tierra del Fuego, tienes que cruzar a Argentina por unos cuantos cientos de kilómetros ó cruzar a pie el Campo de Hielo Sur, uno de los glaciares más grandes del mundo. Suena interesante la segunda opción. ¿Quizás para el futuro?

Deberíamos ser cuatro amigos los que estamos aquí, los mismos cuatro protagonistas de la historia de las carpas publicada hace unas semanas: Fuica, Urce, Tomacho y yo. Es el mismo viaje.

Sin embargo, sólo Tomacho y yo llegamos a la meta.

¿Qué pasó?

Fuica tiene mala suerte. Eso pasó.

Siendo cuatro, siempre nos separamos en dos parejas para viajar a dedo. Así aumentan la probabilidad de que un auto te lleve.

Cuando Fuica y yo hicimos dedo juntos, pasó el problema de las carpas, relatado en la historia anterior.

Cuando Tomacho hizo dedo con Fuica, no los llevaron en todo un día.
Mientras tanto, a Urce y a mí nos llevó una pareja de mexicanos que nos invitaron a comer y a hacer trekking mientras viajábamos todo el día con ellos.

Y ahora a Urce le tocaba hacer dedo con Fuica. Fuica se enfermó de la guata la noche anterior a la que teníamos que tomar un ferry.
¿Será porque por equivocación cocinamos los tallarines con agua de mar?

El único baño en los alrededores era el que estaba adentro del barco. Fuica entra apurado aguantando la churretera, y se topa con el capitán del barco. Le pide usar el baño. A la salida, le cuenta al capitán que está enfermo. El capitán lo mira de pies a cabeza, y le dice: «¿Sabí lo que te vendría bien? Un whiskazo».

A continuación, el capitán le sirve a Fuica un whiskey y un plato de papas con asado de cordero. Desafío para el estómago cuando uno está sano. Sentencia a muerte para aquel que ya viene enfermo.
Fuica come hasta languetear el plato, y con eso firma el contrato en donde acepta tres meses de malestar estomacal a cambio de un poco de cordero. No entraré más en detalles.

La cosa es que mientras Tomacho y yo vamos camino a Villa O’higgins, de paso encontrándonos a cuatro metros con un huemul, Urce y Fuica van de vuelta al norte, camino a Cochrane, donde Fuica irá a un hospital.

Fuica cree que tiene virus Hanta, y la paranoia le hace sentir todos los síntomas que un ser humano puede llegar a padecer. Resfrío, dolor de pulmón, calambres intestinales, dolor de cocos, todo.
Urce, que también piensa que Fuica tiene Hanta, pasa todo el camino pensando en qué va a decir en el discurso del funeral de Fuica. No, no estoy mintiendo. ¿Eso es de buen amigo o mal amigo?

Tomacho y yo pasamos dos días en Villa O’higgins, esperando a ver si Fuica se recupera y puede volver. Mientras tanto, pasamos el tiempo caminando por los alrededores y tratando de decidir qué hacer a continuación.

Al segundo día, Fuica decide volver a Santiago, y Urce empieza su camino de vuelta al sur para encontrarse con nosotros. No sabemos cuánto se va a demorar, depende de cuánto lo lleven a dedo.

Derrotado por su estómago, Fuica está a punto de subirse a un bus que simboliza fracaso. Quizás estarás pensando que se ve pálido porque está enfermo, pero él es así de blanco. Su piel proyecta luz en la oscuridad.

Ese mismo día, nos llega el rumor de que en el pueblo se está alojando un holandés de dos metros de altura que está preparándose para hacer un trekking olvidado, un camino por las montañas que los gauchos utilizaban antes de que hubiese Carretera Austral para viajar desde Villa O’higgins a Cochrane.
Le dicen la ruta de los pioneros.

Suena como la aventura perfecta.

Tomacho y yo partimos a caminar por el pueblo en busca del holandés gigante. Entre que Villa O’higgins es enano y que el holandés efectivamente es grande, nos demoramos unos tres minutos en encontrarlo. Lo saludamos casi que de abrazo, el holandés sonriendo pero al mismo tiempo preguntándose quiénes somos, y la conversación sigue más o menos así (en inglés):

«¿Cómo te llamas?», le pregunto.

«Han». (se pronuncia Jan)

«Un gusto, Han el Holandés. Tú no nos conoces, pero nosotros a ti sí. Sabemos de la caminata que quieres hacer, y queremos ir contigo».

«¡Vamos!».

¿Qué tanto hay que pensarse caminar por una semana con tres desconocidos? ¡Han el holandés está abierto a todo!

Han el holandés nos explica un poco más de la caminata. Nos dice que es difícil, que el camino no está marcado en muchas secciones, y lo más importante, que a lo largo de siete días sólo nos encontraremos con una persona que vive por esos lados.
Un gaucho legendario.
Su nombre es Eraldo Rial, y vive hace décadas en solitud junto a su ganado.

Ahora sí que la caminata se puso interesante. Conocer al gaucho legendario se convierte en una obsesión para los tres. Suena como una oportunidad única.

Al tercer día llega Urce. Se suma a la idea de hacer la caminata sin pensársela mucho. Compramos toda la comida que necesitamos (tallarines, salsa de tomates y avena para una semana), descargamos una ruta GPS para seguirla en caso de que nos perdamos, y conseguimos a un local (¿villaohigginisense?) que nos lleve en camioneta al comienzo de la caminata a la mañana siguiente.

Está todo listo.

Pasa la noche.

El villaohigginisense con su camioneta nos deja en la empezada.

Uno debería sentirse nervioso estando a punto de hacer un trekking abandonado como este.
¿Qué pasa si alguno tiene un accidente?
¿Qué pasa si nos perdemos?
¿Qué pasa si se nos acaba la comida?
No hay señal de teléfono. Es larga la lista de cosas que pueden salir mal. Pero Urce, Tomacho y yo ya tenemos experiencia haciendo caminatas de varios días, y Han el holandés trabajó años como guía de montaña por todo el mundo. Nos sentimos seguros con él. Todo va a salir bien.

Los primeros tres días de caminata resultan ser increíbles, pero a la vez una tortura. Las mochilas están pesadísimas por tanta comida, a ratos llueve, y el camino consiste en bordear dos lagos que están uno al lado del otro. El tema está en que estos lagos no tienen una orilla plana, si no más bien un cerro que cae directamente en el agua. Para bordearlos, los gauchos que utilizaban este camino iban a caballo improvisando la ruta, subiendo y bajando el cerro que cae al lago por donde sea que no hubiesen árboles y rocas. A ratos, llegaban hasta la orilla y metían a sus caballos al agua para poder seguir avanzando.

Para alguien que viaja a caballo, esto no suena tan terrible. Para alguien que va a pie, el caso de nosotros, es agotador. Aparte de todas las subidas y bajadas que parecen no tener sentido, decenas de veces tienes que detenerte, sacarte los bototos, y meterte al agua hasta las rodillas.

uno de los dos lagos

Aparte de eso, el camino no está bien marcado. Varias veces al día nos perdemos y tenemos que encender el teléfono para revisar la ruta y así volver al sendero.

Tomacho cargando una mochila más grande que él

Todas las tardes, ya sin energía, armamos las carpas en algún claro donde podamos protegernos un poco de posibles lluvias.
¿Qué hay de menú? Tallarines con salsa de tomates.
¿Es suficiente para suplir las calorías gastadas en un día de caminata? No, ni cerca.

Apenas terminamos de comer, nos ponemos a hablar de comida. Han el holandés escucha con atención y saboreando su propia saliva mientras describimos las delicias que contiene una «pichanga». Papas fritas, salchichas, un poquito de carne, un poquito de chorizo…nada mejor.

Poco a poco comer la pichanga se convierte en una obsesión casi tan grande como la de conocer al gaucho legendario, Eraldo Rial. Decidimos que cuando volvamos a la civilización, en Cochrane, iremos directo a una picada a comer pichanga.

las primeras dos noches acampamos afuera de unas cabañas abandonadas

Cuarto día. Conociendo al gaucho

Llueve. No para de llover.

El camino es plano, y cruza un bosque que, después de horas dentro de él, empieza ser monótono y aburrido. Cada uno camina a su propio ritmo, asegurándose que el que venga detrás no tenga problemas. Esto te permite un rato de silencio para reflexionar.

No sé lo que estará pensando Han el Holandés. ¿En comerse una Pichanga?

El Tomacho es filósofo, y probablemente está pensando en la razón de las cosas. O potos quizás.

Urce terminó hace poco con la Tere, su polola, y dadas las circunstancias, cuando está solo su mente se convierte en una fábrica de sufrimiento que se cuestiona las decisiones que ha tomado a lo largo de toda su vida. Por cada paso derecho que da, se lamenta en voz alta diciendo «Teeeeeere (seguido por un paso izquierdo), Teeeeeere (paso izquierdo), Teeeeeere (etc)».

¿Yo? Empiezo a hacer cálculos matemáticos para hacer pasar el rato. Entre sumas y restas descubro que con X tiempo de trabajo puedo ahorrar Y y salir a viajar por el mundo durante Z meses. ¡Suena como una locura! ¿Lo iré a hacer algún día?

Ya empapados y agotados, llegamos a una cabaña enana y apenas en pie que parece estar habitada.

Tiene que ser la casa de Eraldo Rial. ¡El gaucho legendario!

Además de conocer a Eraldo, estamos emocionados porque probablemente Eraldo tendrá una estufa encendida donde podremos calentarnos y secar nuestra ropa. Todo lo que tenemos puesto está mojado.

Tocamos la puerta.

A sorpresa nuestra, nos abre una mujer. ¿Eraldo es mujer? ¡Bien raro el nombre para una mujer! ¿O quizás Eraldo tiene mujer? Igual le quitaría un poco lo legendario. La gracia era que Eraldo vivía completamente solo en las montañas, como un ermitaño.

La mujer nos hace pasar. Adentro nos encontramos con otra mujer, un gaucho joven, y, acostado sobre una banca de madera, Eraldo Rial. El gaucho legendario.

¿Cómo te imaginarías a un gaucho legendario?
Nosotros llevábamos cuatro días pensando en cómo sería Eraldo en la vida real. Nos imaginábamos a un señor ya en sus setenta, viejo pero a la vez fuerte como un hombre de veinte. Con una miraba y personalidad reflexiva después de tantos años en solitud. Vestido con boina, poncho y botas, tal como uno se imagina a un típico gaucho de la Patagonia.

Eraldo es viejo, sí. Pero no se ve fuerte. A falta de mejor descripción, está hecho mierda. Lastimado. Parece ser incapaz de poder levantarse de esa banca. No viste con poncho y boina, sino con unos harapos negros y sucios que no se los debe haber cambiado en semanas. Entre la ropa que usa y su barba larga, parece un vagabundo de los que se ven en las calles de Santiago más que un gaucho legendario.

Eraldo nota nuestra presencia, pero se limita a hablar poco o nada. Quizás tiene demasiado dolor y poca energía para recibirnos en su hogar. Sólo se mueve para recibir la calabaza con mate cuando le toca su turno.

Los que lo acompañan resultan ser sus dos hijas y un amigo de las hijas. Han venido a ayudarle por unos días con los toros que tiene Eraldo, porque él está demasiado débil como para trabajar con ellos solo. Resulta que semanas atrás a Eraldo le cayó encima la rama de un árbol, y desde ahí que está semi postrado e invadido por el dolor.

Los cuatro llevaban todo el día dentro de la cabaña tomando mate esperando a que la lluvia pase. Nos sentamos con ellos. La «casa» son dos piezas. La habitación donde duerme Eraldo, y la habitación donde estamos nosotros. Está oscura, sin electricidad, y tiene una cocina al medio que sirve para calentar el agua del mate y a la vez calentar la casa, pero como las ventanas están rotas, nos seguimos cagando de frío. El lugar está lleno de utensilios y pieles colgadas y platos sucios y baldes y webadas.

Pasamos una hora hablando de la ruta de los pioneros y de la vida de Eraldo. Ahí las hijas nos explican que, ya décadas atrás, Eraldo encontró trabajo aquí cuidándole el ganado y el campo a un patrón. Entre que no tenía muchas alternativas, Eraldo «abandonó» a sus hijas para venirse a trabajar solo en las montañas.

Una vez cada seis meses, Eraldo va a caballo a Villa O’higgins para comprar provisiones para los siguientes seis meses. Arroz, papas, hierba mate y cigarros. No se necesita mucho más. El resto del tiempo se lo pasa disfrutando de la solitud en las montañas.

De vez en cuando Eraldo interrumpe la conversación para decir algo, pero lo poco que dice no tiene sentido. Se nota en su forma de comunicarse que los años en solitud le han pasado la cuenta al momento de tener que tratar con otros humanos. Probablemente es una persona reflexiva y en contacto con la naturaleza, pero no tiene las palabras para comunicar lo que siente o piensa de la vida. Sólo le queda vivirla.

Se detiene la lluvia. Es momento de salir a trabajar. Por algo vinieron las hijas de Eraldo y el otro gaucho.

En el ganado de Eraldo hay unos treinta toros. Estos toros son calientes. Tan calientes, que cuando hay una vaca en celos, le dan y le dan sin parar, a tal punto que la pobre vaca muere por tanta brutalidad y calentura. Eso es un problema. Para solucionarlo, hay que capar a casi todos los toros (cortarles los testículos), y dejar a tan sólo uno o dos para que puedan seguir apareándose. Esos toros no capados no saben la suerte que tienen.

Nos preguntan si los podríamos ayudar a capar a los toros.

¿Hay opción de decir que no? Sí. Han el holandés ama a los animales. Es vegetariano. Prefiere no castrarlos si puede evitarlo. Dice que no quiere ayudar.

Yo también llevo toda la vida diciendo que amo a los animales. No soy capaz de entender un rodeo, por ejemplo. Pero dado que estamos en la casa de Eraldo Rial, el gaucho legendario, siento que hay que seguirlo a él sin pensarla mucho y olvidando todo tipo de principios que uno tiene. Tomacho y Urce piensan lo mismo.

Apenas la hija de Eraldo dice que es momento de trabajar, Eraldo se transforma. Se pone de pie así como no hubiese dolor. Se pone las botas, y empieza a liderar la salida. Era como si todos sus malestares hubiesen desaparecido para que él pudiese continuar con la labor de toda su vida. Es tanta la energía que tiene, que es el primero en salir de la cabaña. Tranquiiiiilo, Eraldo. ¡Todavía no se acaba el mate!

Eraldo parte caminando, y yo soy el único que lo sigue. Va tan rápido, que hay que apurarse para seguir su ritmo.

Para llegar a los toros, hay que cruzar un riachuelo que, si te caes, te empapas por completo. El caudal avanza con velocidad. Lo único que hay para cruzar es una rama mojada y delgada que sirve como puente. Eraldo tiene botas y le da lo mismo mojarse, así que pasa como si fuera lo más fácil del mundo. Yo lo sigo, y la rama se hunde dentro del agua, y me termino empapando hasta las rodillas.

Eraldo Rial cruzando el riachuelo

Llegamos donde los toros, y poco rato después llega el resto. Han el holandés se quedó tomando mate en la cabaña para no presenciar la masacre que viene a continuación. Los toros están encerrados en un cerco de madera. Si no, al ver la primera capada, saldrían corriendo para intentar salvar sus testículos.

Reparten los trabajos.

Las dos hijas de Eraldo y el otro gaucho están encargadas de lacear a un toro, amarrarlo a un poste, y después amarrar sus patas a otro poste para que quede inmovilizado en el piso, sin posibilidad de defenderse.

El tomacho y Urcelay están encargados de asegurarse de que los toros no se escapen. No tengo idea cómo van a hacer eso.

Yo estoy encargado de mantener una fogata encendida para calentar el metal que sirve para marcar a los toros, así uno distingue quién es el dueño.

Eraldo controlará a los toros, y cortará los testículos y los cuernos.

Eraldo rial (izquierda) junto a su hija

Capar al primer toro resulta ser una brutalidad. Es un espectáculo digno de olvidar. Entre forcejeos mal hechos, amarras demasiado apretadas, y un exceso de resistencia por parte del toro, la tarea demora varios minutos. Hay sangre por todos lados, y gritos de dolor, y la amarra del cuello está tan apretada que el toro casi queda inconsciente por la asfixia.

Yo trato de no mirar mucho, y me concentro en alimentar el fuego, pero a ratos volteo para ver si Tomacho y Urce están tan horrorizados como yo. Sí, lo están.

Sorprendentemente, cuando más grita el toro no es cuando le cortan los cocos, si no cuando lo marcan con el metal candente. El metal que yo calenté en la fogata.

Llevamos un solo toro. Son treinta.

Pasan las horas. Los testículos se acumulan. Eraldo Rial, el gaucho legendario, efectivamente se comporta como un gaucho legendario. Se mueve entre los toros con total seguridad, así como si no existiera la más mínima posibilidad de que uno de ellos pudiese atacarlo y matarlo frente a todos nosotros. Y te hace sentir esa misma seguridad.

Por cada coco rebanado siento que voy perdiendo más y más el derecho de decir que amo a los animales.

Imagínate ser cualquiera de esos toros, y despertar esa mañana feliz de la vida y probablemente un poco caliente, y no sabes que al final del día vas a perder tus cuernos y tus testículos, y te van a marcar con un metal candente, y pasarás el resto de tu vida desconfiando de cualquiera que se acerque a ti.

Eraldo Rial y el que escribe, sentados junto a la fogata que sirve para hacer chillar a los toros

Se termina el trabajo. Ya es casi de noche. Armamos nuestras carpas fuera de la casa de Eraldo, y mientras intentamos dormir, escuchamos los lamentos de los toros al otro lado del río.

Pasan toda la noche llorando.

El quinto día consiste en cruzar un valle frío y ventoso. No sé si nos equivocamos o qué, pero tenemos que cruzar suficientes ríos como para perder la cuenta. El agua viene de un glaciar, heladísima, y lo que empieza a pasar es que entre caminar mucho y enfriar nuestros pies con el agua, a todos nos empiezan a doler los pies, a tal punto de que cojeamos con cara de dolor todo el trayecto.
A pesar del dolor, no hay muchas más opciones que seguir avanzando cuando estás en el medio de la nada.

El sexto día tenemos que cruzar un río grande. Por lo que habíamos escuchado, la clave está en cruzarlo antes de la cascada, y no después. Suena como algo simple, si sabes dónde está la cascada. Nosotros no lo sabemos. Nos perdemos, y llegamos al río en el peor lugar que uno podría llegar a cruzar, bajo la cascada.

El problema no es caminar por el agua. Para eso lo que hacemos es tomarnos los cuatro de los brazos, y si uno pierde el equilibrio, los otros tres lo ayudan a que no siga río abajo y muera dolorosamente.

Lo que viene después del cruce es lo difícil. Para volver al sendero hay que «escalar» una «pared». Es una bajada que está en el límite entre lo escalable y lo no escalable para gente que no escala, que es el caso de nosotros. Tienes que subir varios metros de altura usando piernas y brazos, y asegurarte de no caerte. Si te caes, cagaste.

Me doy cuenta de que si la pienso mucho, no voy a subir. Me ofrezco para subir primero.

A duras penas, resbalándome y una vez casi perdiendo el control, logro subirla sin accidentes. Urce y Tomacho también la suben sin morir.

Dejamos de último a Han el Holandés, que debe tener unos cincuenta años. Tiene buen estado físico para alguien de cincuenta, pero aun así tiene cincuenta. Y lleva una mochila pesadísima. Y mide dos metros. No está hecho para escalar. Empieza a subir lentamente, cuidando cada movimiento. Cuando llega al final, que es la parte más difícil, le ofrezco mi mano, y Han empieza a perder el control, y por un segundo nos miramos a los ojos ambos invadidos por el terror, sabiendo que estaba a punto de desatarse el desastre. Adiós, Han el Holandés.

No sé cómo, pero Han logra recuperar el control, y termina subiendo hasta el final.

Fiufffff.

Ese mismo día acampamos dentro de un bosque, y ya cocinando los tallarines, escuchamos el ruido de algo gigantesco que camina entre los árboles.

BUM. BUM. BUM.

Todos en silencio. Nos ponemos de pie, para recién ahí ver, a unos treinta metros, al toro más grande de la historia. Es un monstruo de color negro. Suficientemente grande como para que uno naturalmente eligiera no emitir sonidos y a la vez pedir perdón al cielo, por si el toro decide que tú no vas a vivir más. Ese toro hace lo que quiere contigo.

Por suerte, el toro negro sigue caminando, y al rato desaparece.

Nuevamente, fiuuffffff.

Último día. Ya no queda avena, ni salsa de tomates. De desayuno cocinamos tallarines sin nada para darle sabor, y a Urce se le pasan, y están excesivamente blandos. ¡¡Puta madre!!

Diez kilómetros de cojeo nos dejan en el glaciar Calluqueo, hermoso, que simboliza el final de la ruta de los pioneros.

¡Llegamos al final!

Eso sí, seguimos lejos de la civilización, a sesenta y cuatro kilómetros de Cochrane. Nos tiene que llevar un auto. Si no, cagamos. ¡No nos queda comida!

Sólo hay un bus y una van. Nada más.

El bus es de una empresa de turismo que lleva a gente de la tercera edad a lugares bonitos de la patagonia. Entramos, nos hacemos amigos de todos los viejitos y del conductor, les preguntamos si les importaría si nos fuéramos con ellos de vuelta a Cochrane, y cuando nos dicen que ellos estarían encantados, nos empezamos a relajar.

Poco rato después llega la guía turística, le decimos si nos puede dejar subirnos ya que hay asientos vacíos y todos los abuelitos están de acuerdo con que vayamos arriba, y nos dice que no.

Vamos a la van. La última opción. Adelante va el copiloto y el conductor, que se llama Jimmy.

Maldito Jimmy.

Atrás, la van va vacía.

Le preguntamos a maldito Jimmy si es que nos puede llevar de vuelta y nos dice que sí, pero que primero va a subir a su cabañita que tiene por ahí en las montañas para tomarse unos mates.

No hay problema, te esperamos maldito Jimmy.

Pasan cuatro horas en las que nos dedicamos a tirar piedras a un cartel. Está lloviendo, pero no importa mojarse, si igual Jimmy nos va a llevar.

Vuelve maldito Jimmy. Su van viene llena de cosas.

«Perdón, no caben los cuatro», nos dice maldito Jimmy.

Yo intervengo: «Jimmy, nos dijiste que nos podías llevar. Está lloviendo y no tenemos comida, ¡y no ha pasado ningún otro auto en todo el día!».

«Sí, pero no caben los cuatro. Puede entrar uno», responde maldito Jimmy.

«¿Uno? ¡¿UNO?!». ¡¡Puta madre Jimmy!!

«Quizás, si movemos unas cosas, podemos llevar a dos». Nos dice, así como para consolarnos.

Quiero matar a Jimmy. ¡Él dijo que nos llevaría! ¿Eso no se hace! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¡No tenemos comida y no ha pasado ningún otro auto! Empiezo a tratar de convencerlo diciendo que intentemos reorganizar la van completa, y Urce ve mi desesperación, y me pide que me calme enfrente a Jimmy.

Rato después, Tomacho y Han el Holandés se suben a la van de maldito Jimmy, y se van. El grupo se separa sin saber cuándo nos iremos a ver denuevo, y qué irá a pasar con Urce y yo.

Apenas se va la van, empiezo a putear a Urce sin ningún tipo de filtro.

«¿¿CÓMO ME DECÍ QUE ME CALME AL FRENTE DE JIMMY?? ¡¡SI TENÍAMOS QUE CONVENCERLO!! ¿ACASO NO TE DAY CUENTA DE LA SITUACIÓN EN LA QUE ESTAMOS? ¡NO HA PASADO NINGÚN OTRO AUTO EN TODO EL DÍA! ¡CAGAMOS!»

Justo ahí pasa otro auto.

Nada de hacer dedo. Urce y yo nos ponemos frente al auto para cerrarles el paso. Es una familia simpática que viene a conocer el glaciar Calluqueo. Les explicamos nuestra situación, y dicen que nos llevarán en unos minutos.

Si bien hace un minuto nos estábamos puteando, ahora Urce y yo nos abrazamos celebrando que nos salvamos. ¡Auto caído del cielo!

64 kilómetros de recorrido nos dejan en Cochrane. Vamos a un camping. Han el Holandés y Tomacho nos ven, y se les ve plena felicidad en sus caras al saber que sus compañeros que quedaron atrás están bien. ¡Qué alivio! Para ellos, subirse al auto de maldito Jimmy fue una tortura.

Armamos nuestras carpas, y vamos a una picada a comer esas pichangas que llevaban una semana en nuestras cabezas. Cada uno se sirve una porción para dos o tres personas.

Somos felices.

La vida es buena.

La única foto de equipo que tenemos. De derecha a izquierda: Han el holandés, Urce, Tomacho y yo

Tres comentarios para terminar:

  1. Eraldo Rial murió al año siguiente. Es tan legendario, que tiene un documental en Amazon Prime Video llamado «Gaucho».
  2. Un mes después del viaje Urce volvió con la Tere. Se casaron el 2022
  3. Meses después, viendo tele en mi casa, veo un reportaje sobre un tipo que va a la Patagonia en busca de un toro negro gigantesco, que es muy difícil de ver. No logra encontrarlo.

Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

¿Te gusta lo que lees? ¡Ayúdame compartiendo este blog a algún cercano/a!