Desde Cape Town, Sudáfrica, tomé un vuelo a Bucharest, Rumania.
Después de 8800 kilómetros de pedaleo por África estaba cansado de la bicicleta y me dolía sentarme en el sillín, así que conseguí que la amiga rumana de la ex-asistente de un fotógrafo que me alojó en Sudáfrica me guardase la bici por dos meses para que yo pudiese ir a caminar.
Durante las próximas cuatro semanas vendrían cuatro trekkings de varios días en cuatro países distintos.
El primer trekking fue Vía Transilvánica, en Rumania.
¿Has escuchado alguna vez sobre las visualizaciones?
Yo no soy la persona indicada para introducirte en este tema, pero en pocas palabras, hacer visualizaciones consiste en imaginar en detalle un escenario que realmente quieres que pase en el futuro, con tal de ayudar de alguna forma a que este evento efectivamente suceda.
Menciono esto, porque a lo largo de mi viaje en bicicleta por África más de una vez me encontré completamente drenado de energía, intentando encontrar motivación de no sé dónde. Estar así de cansado es peligroso, porque una voz dentro de mi cabeza insistía en que no sería capaz de llegar a mi meta, el cartel del Cabo de Buena Esperanza, al sur de Ciudad del Cabo.
No te das ni cuenta y terminas rindiéndote a mitad de camino.
Para callar esta voz negativa, me sentaba en silencio con cuaderno y lápiz en mano, y describía en detalle mi llegada al famoso cartel. Mi visualización era la siguiente:
«Es uno de esos días soleados, con una que otra nube en el cielo. Hay gaviotas volando en los alrededores. Debería hacer calor, pero la corriente de aire que viene del mar hace que tenga que abrigarme con un polerón. Estoy solo, pedaleando tan lento como puedo. Disfrutando los últimos kilómetros. Mi bicicleta funciona bien y no tengo heridas, lesiones o enfermedades. A unos cuantos cientos de metros a la distancia veo el cartel que dice «Cape of Good Hope», que marca el final de esta aventura. Por un momento observo mis manos sobre el manubrio, y siento el más puro agradecimiento por haber terminado este viaje sano y salvo».
Entonces, es el 21 de Julio de 2022, y me encuentro pedaleando para llegar al cartel «Cape of Good Hope». Cinco meses y quince días en África. 8800 kilómetros de pedaleo, sin contar los otros 6500 en Medio Orientie.
Y estoy a punto de llegar al final.
El escenario es exactamente como lo describía en mi diario. Día soleado con aire fresco, bicicleta que funciona, y cuerpo sano. La única diferencia es que, en vez de gaviotas, hay avestruces.
Mi visualización se cumplió.
Me encantaría decirte que es un momento emocional. Que estoy tratando de controlar mis lágrimas de felicidad por saber que he logrado completar un desafío que fue tan difícil para mí. Pero no. Llegar al cartel que imaginé tantas veces se siente rarísimo. Tengo la mente completamente en blanco. No soy capaz de digerir que, después de 165 días con un único objetivo en mente, el trabajo está hecho. Además, no hay nadie en el cartel para celebrar mi llegada. Cuando terminas una maratón, te reciben en la meta con aplausos y medallas. Cuando cruzas África, te tienes que contentar con saber que lo que has hecho es especial para tí.
Observo un rato el cartel, intentando sentir algo, pero después de unos minutos me rindo. Un grupo de turistas se acerca a preguntarme desde dónde vengo, y hacen cortocircuito cuando les digo que empecé en Nairobi. Me saco un par de fotos en la meta, me subo a la bicicleta, y empiezo a pedalear de vuelta.
Mi primer viaje en bicicleta por África ha terminado.
Ahora hay que celebrar en compañía. Lo bueno, es que ya tengo esta parte organizada. Una familia sudafricana que me alojó un par de semanas atrás me introdujo a Karen, otra sudafricana que vive en Simonstown y se ofreció a alojarme por esta noche. Ya debería estar acostumbrado a la hospitalidad de esta gente, pero la verdad es que me sigue sorprendiendo todos los días. ¿Cómo puede ser que reciban en sus casas a un chileno que no conocen?
Paso a ver la famosa colonia de pingüinos de Simonstown, y a continuación voy directo a casa de Karen. En la puerta me están esperando dos hombres de unos cincuenta años. Uno de ellos es Lawrence, el marido de Karen, y el otro es Keith, vecino y amigo. Me llevan a guardar la bici en un taller. Con sólo verles las caras y estrecharles la mano sé que estoy bien acompañado.
Entro a la casa, y saludo de abrazo a todos los demás. Aparte de Lawrence y Keith, están: Vicci, la señora de Keith; Nicky, una amiga de Karen ; Hannah, la hija de Karen; Vanessa y Jeremy, un matrimonio que me comenta rápidamente que vivieron un tiempo en Chile); y, por supuesto, mi anfitriona Karen. Somos nueve en total. Repito lo que dije antes: con solo verles las caras me siento bien acompañado. ¡Estoy en casa!
Después de un largo día de pedaleo huelo mal, así que decido hacerles un favor a todos e ir a ducharme. A la salida, me siento a comer un aperitivo mientras Jeremy cocina un pescado a la parrilla. En la mesa hay queso, maní, vino, cerveza, y otras muchas bendiciones caídas del cielo que no había visto en meses.
Ahora, aquí va la parte extraña: al principio yo pensaba que me estaban agregando a último momento a una comida entre amigos que iba a pasar de todos modos, con o sin mi presencia. Pero pasan unos minutos, y algo me dice que toda esta comida ha sido organizada sólo para recibirme a mí. ¡Para recibir a un extraño!
¿Será posible que esta gente se ha juntado a celebrar el momento importante de un extraño que no han visto en sus vidas?
¿Por qué pienso que han venido a celebrar conmigo? Porque todas las preguntas van dirigidas hacia mí. No puedo creer el interés que tienen por saber más de mi viaje. Hacen turnos para preguntarme sobre los países donde he estado, y sobre acampar, y sobre detalles de la bicicleta, y estadísticas, y anécdotas…y yo les respondo a todo con mucho entusiasmo, porque se nota que preguntan porque realmente les interesa, y no por ser educados.
Pocas veces me he sentido tan bien.
¡Pero yo también quiero saber más sobre ellos! No puede ser que pase hablando de mí todo el rato. Apenas termino una respuesta intento hacer una pregunta de vuelta, pero una y otra vez insisten en desviar la atención hacia mí. ¡Cómo pueden ser tan humildes!
Por ejemplo, cuando le pregunto a Nicky qué es lo que ella hace, me responde en pocas palabras que tiene una empresa relacionada con ciclismo y que le gusta mucho andar en mountain bike. Pero no entra en detalle. No menciona que es una de las mejores ciclistas de Sudáfrica y que ha competido en carreras durísimas que duran varios días.
O cuando le pregunto a Karen qué es lo que ella hace, me dice que administra unas tiendas y que también le gusta andar en bicicleta. No menciona que también compite en carreras similares a las de Nicky, o que lleva años tocando el piano.
Este patrón se repite una y otra vez. Parece ser que cada uno de los miembros de esta mesa hace cosas increíbles con sus vidas, pero a la vez son tan humildes, que en vez de dedicarse a hablar sobre ellos, prefieren escuchar las historias de otro. Porque no necesitan atención. Porque gente que ha logrado tanto en sus vidas no necesitan recordarles al resto lo especiales que son.
Poco a poco entro más en confianza, y logro que los demás me cuenten un poco más sobre ellos antes de desviar la atención hacia mí. Utilizo mi mejor repertorio de preguntas.
Jeremy y Vanessa me cuentan que les fue bien en el trabajo y se retiraron a temprana edad. Tenían que entretenerse con algo, así que decidieron comprarse un velero y aprender a navegar. Con el paso del tiempo emprendieron un viaje de tres años y medio por todo el mundo que los dejó eventualmente en nada más y nada menos que Puerto Montt, Chile. Estaban cansados de tanto navegar, así que decidieron parar a descansar por dos semanas. Esas dos semanas se convirtieron en seis meses, y esos seis meses en…
¡Nueve años!
Nueve años viviendo en Puerto Montt. Hasta se compraron un restorán donde servían asados de lujo. Me contaban también que habían millonarios de Santiago que volaban por el día a Puerto Montt sólo para almorzar ahí.
Yo escucho con asombro, y mi atención sólo se desvía cuando Keiff empieza a contar historias divertidísimas de sus viajes por trabajo. Resulta que Keiff es charlista motivacional, y viaja a todos lados trabajando con todo tipo de empresas ayudándolas a mejorar su trabajo en equipo. Se nota en él una habilidad profesional para contar historias que cautivan, y que tengo que admitir que me provocó un deseo intenso por, algún día, ser capaz de contar tan buenas historias.
Pasamos del aperitivo a comer el pescado de Jeremy. Recién me estoy dando cuenta que estoy sentado con la gente más interesante del mundo. No quiero mirar a menos mi viaje, estoy feliz por lo que hice. Pero una parte de mí insiste en que deje de hablar de mi viaje y haga todo lo posible por aprender de esta gente tan interesante. Es una oportunidad única.
Entonces, ya te he mencionado a cinco de mis ocho acompañantes: un charlista motivacional, dos mujeres extraordinarias que entre otras cosas, compiten en bicicleta, y un matrimonio que viajó por todo el mundo en velero y decidió espontáneamente vivir en Puerto Montt por nueve años. Necesitaría semanas con cada uno de ellos para escuchar todo lo que tienen que decir, pero sólo tengo una noche.
Dado que la señora de Keiff se tuvo que ir temprano, sólo me falta saber más de Hannah y Lawrence, la hija y el marido de Karen.
Hannah tiene mi edad, y trabaja como chef. Así como todos los demás, ella es demasiado humilde como para entrar en detalle. Es necesario que otros en la mesa mencionen que Hannah es además una cantante de jazz para poder saber un poco más sobre ella.
Y por último, Lawrence. Está sentado al lado mío. Hay algo en él que me hace sentir calma absoluta. ¿Será su mirada?
Es difícil de explicar lo que voy a decir, pero es como si con solo mirar a Lawrence uno pudiese inferir que ha tenido más experiencias intensas en su vida que otros cincuenta hombres en conjunto. Quizás es la manera en que escucha, sin la necesidad de llamar la atención. O quizás es la manera en que habla, sólo cuando tiene algo realmente valioso para decir.
Lo único que quiero es saber más sobre él.
No sé por dónde empezar, así que le pregunto si le gusta viajar. Me responde con un sencillo «sí», y desvía la atención nuevamente hacia mí preguntándome sobre mi viaje.
No me voy a dar por vencido tan rápido. Le pregunto acerca de sus viajes en detalle. Es ahí cuando Lawrence se da cuenta que estoy genuinamente interesado en lo que tiene para contar, y decide que yo soy el indicado para escucharlo. Así que a lo largo de la comida Lawrence me cuenta a velocidad luz acerca de sus tiempos viajando por todo el mundo…
Y haciendo buceo hasta profundidades de 103 metros,
Y surfeando olas enormes,
Y escalando el Aconcagua en Argentina, y uno que otro ochomil en Nepal,
Y peleando en guerras,
Y trabajando administrando proyectos de construcción gigantescos a lo largo de todo el mundo,
Y a sus cincuenta y tantos años se estaba preparando para una expedición al polo Sur cuando conoció a su amada Karen, con la cual lleva seis años juntos.
Bingo. Estaba en lo cierto cuando pensaba que Lawrence lo ha visto y hecho todo.
Sí, no hay duda de que la vida de Lawrence ha sido extraordinaria. Pero siéndote sincero, las cosas que él ha hecho en su vida no es lo que me cautiva ni lo que me provoca envidia. Me importa poco o nada cuántas montañas escaló.
A mí, lo que más me impresiona es su actitud. La manera en que escucha a los demás. La calma. El no necesitar interrumpir para llamar la atención.
Se nota en él una sabiduría que sólo tienen aquellos pocos valientes que se han atrevido a aprovechar al máximo sus vidas, sin importar la presión de la sociedad.
Así como los monjes budistas alcanzan un nivel de calma que sólo se obtiene con años de meditación, Lawrence alcanzó otro nivel de calma y sabiduría que se obtiene habiéndolo vivido todo. Dos caminos distintos que alcanzan una misma recompensa: paz.
En otras palabras, lo que envidio de Lawrence y todos aquellos presentes en la mesa no son sus logros extraordinarios, sino la paz que obtuvieron por alcanzar esos logros. Saber que al menos has hecho el intento por aprovechar al máximo tu vida.
Lo malo, es que tan sólo tengo un par de horas con él y con esta gente maravillosa. No es suficiente tiempo para escuchar una infinidad de anécdotas extraordinarias. Lo único que puedo hacer es relajarme, tomar otra copa de vino, y reírme de lo que tengan que contar.
La comida termina, y nos despedimos de abrazo. Me voy a dormir a la pieza de invitados, en una cama matrimonial. Después de tantos meses durmiendo en carpa o en habitaciones baratas, esta cama me hace sentir como un rey. Me gustaría que pase harto tiempo antes de volver a acostumbrarme a la fortuna de tener una cama, pero sé que en unos días volveré a dar este placer por sentado.
A la mañana siguiente están Jeremy, Lawrence, Hannah y Karen esperándome para tomar café juntos. Pasamos toda la mañana conversando sin parar, yo incapaz de transmitirles lo agradecido que estoy por todo lo que han hecho por mí. Me llevan a conocer una playa cerca de Simonstown, y después me invitan a comer hamburguesas con papas fritas en un restorán. Aprovecho la oportunidad para escuchar más historias de Lawrence y conversar con Hannah y Karen, pero vuelvo a quedarme corto de tiempo.
Es momento de despedirnos. Tengo que volver a Ciudad del Cabo. Un abrazo cariñoso por parte de cada uno de ellos me hace pensar que, a pesar de que pasamos poco tiempo juntos, de una forma u otra logramos impactar mutuamente la forma en que vemos nuestras vidas.
Karen, Lawrence y todos los demás: gracias por la buena compañía, por la comida y el vino, por celebrar conmigo mi llegada a la meta, y por darme ideas de cómo quiero ser cuando tenga cincuenta años.
El otro día estaba caminando en la playa de Nature’s Valley (Sudáfrica) con un amigo que me estaba alojando en el pueblo, Pieter.
De repente, vemos a lo lejos un objeto irreconocible, distinto de una roca. A medida que nos acercamos podemos distinguir que es un pingüino. Huele horrible, como si todos los animales del océano le hubiesen cagado encima. ¿Las anguilas cagan?
Un pingüino aquí es extraño. En Sudáfrica hay colonias de pingüinos, pero están en Simonstown, a cientos de kilómetros de este lugar. Nuestro amigo aquí presente está más perdido que el teniente Bello.
Una cosa llevó a la otra, y dos horas después estoy yo y Pieter en una camioneta en dirección a un santuario de animales, con el pingüino hediondo a mar dentro de un basurero. Me pregunto qué estará pasando dentro de su cabeza. ¡Debe sentirse como si lo hubiesen abducido unos aliens!
Cuando menciono santuario de animales, me imagino una granja con uno que otro antílope, y quizás otro pingüino. No se me ocurre qué más podría haber ahí.
Apenas entramos al santuario y nos bajamos del auto, nos saluda un leopardo desde el otro lado de una reja. Yo no lo puedo creer. ¿¡Un leopardo?! ¡Nunca había visto uno! ¿De a dónde lo habrán rescatado?
El dueño del santuario nos agradece por traer al pingüino, y viendo mi cara de asombro, se ofrece a darnos una vuelta por el lugar. Nos explica que la mayoría de los animales que cuidan fueron rescatados de granjas privadas en donde crían depredadores para que después «cazadores» puedan venir a matarlos. Nada mejor que la cabeza de un león en la pared de tu living, ¿no?
Aparte del leopardo, vemos gatos salvajes, una hiena, y…un león albino.
¿Sabías que existían los leones albinos? Yo tampoco. Está demás decir que es blanco, pero dejando de lado su color, lo que más me llama la atención es su tamaño. ¡Mansa ni que bestia! Ahora uno entiende por qué estos gatos son tan dominantes. Es muchísimo más grande que los leones que vi en Suazilandia. No estoy exagerando cuando te digo que es el animal más impresionante que he visto.
Mientras Pieter conversa con el dueño del santuario, el león albino y yo nos miramos a los ojos. Intento inutilmente descrifrar qué está pasando por su cabeza. Tiene una cara estoica que no revela la más mínima emoción.
Al rato, la situación empieza a cambiar. Debería estar disfrutando de ver a un animal tan especial. Sin embargo, no puedo evitar sentir que hay algo malo con este león. Al verlo descansando satisfecho dentro de su reja junto a la compañía de otra leona, no puedo evitar sentir que vivir en un santuario le ha quitado parte de su esencia.
Lo comparo con los leones salvajes que vi en Suazilandia, y me pregunto lo siguiente: ¿Qué animal es más feliz? ¿Un león libre que tiene que luchar cada día para sobrevivir en la naturaleza, o un león que vive en un santuario y tiene todo lo que necesita para estar seguro y satisfecho?
No es una pregunta fácil de responder. Nunca vamos a saber qué pasa por la cabeza de cada león con tal de evaluar cuál es más feliz. Pero revisemos los datos.
Ambos casos tienen pros y contras que hacen difícil responder cuál vida es mejor. Una vida libre y dura en la naturaleza, o una vida restringida y fácil en un santuario.
El león que vive en la naturaleza no tiene una vida fácil.
Junto a su manada, gran parte de su día va dirigido a cubrir las necesidades básicas para vivir. Comida, agua, reproducción.
Tienen que pelear con hienas, y fracasar una y otra vez tratando de derribar una presa. Despiertan cada día con la incertidumbre de si cazarán algo o no. Toda la atención debe estar dirigida en el momento presente.
Quizás en primera instancia no suena como una vida atractiva. Pero es esta misma naturaleza infernal lo que saca lo mejor de cada animal.
Si quieres sobrevivir como un león salvaje, tienes que ser impresionantemente fuerte y ágil, y tener los sentidos sensibles en todo momento, y enfocarte en tu objetivo, y cubrir grandes distancias en tu hábitat, y aguantar los malos momentos, y trabajar en equipo. ¡Y rugir!
En otras palabras, tienes que ser un león en todo su esplendor. No hay espacio para debilidad y flojera.
Tan sólo intenta ponerte en la piel de un león o una leona. Imagínate la euforia que sentirías si, después de decenas de intentos, logras derribar a un búfalo que luchaba por su vida. Imagína la adrenalina que debes sentir cuando estás rodeado por hienas hambrientas, y logras espantarlas a través de tus rugidos.
Seguramente has visto esas escenas en documentales donde muestran a un león dando lo mejor de sí para sobrevivir. ¡Es un espectáculo!
La naturaleza es dura, pero da grandes recompensas. Exige de cada animal el mayor de los esfuerzos.
El león albino, quien vive en un santuario, tiene en cambio una vida más fácil.
Despierta, y puede quedarse echado todo el día, sabiendo que, sin importar lo que haga, tendrá comida. Tiene todas sus necesidades básicas cubiertas. No tiene que pasar noches de largo, ni luchar contra hienas, ni cubrir largas distancias, ni aguantar los malos momentos, ni preocuparse por pasar hambre.
No tiene que hacer ninguna de las actividades que hace un león en la naturaleza para aseguarse de que estará bien al final del día.
Suena como la mejor opción, ¿no? ¿Quién no elegiría una vida en un santuario, sin preocupaciones?
Suena como una vida increíble, pero está lejos de serlo.
Al vivir una vida llena de comodidades, el león albino se convierte en un animal débil y alejado de la naturaleza. Flojo. Incapaz de cazar su propia comida. Con sus sentidos desactivados por falta de uso.
Quizás nunca le faltará comida, pero a la vez nunca sabrá cómo se sentirá derribar a un búfalo después de horas y horas de esfuerzo.
Nunca sabrá qué surge de él cuando hay hambre y miseria y tiene que dar lo mejor de su esencia para vivir un día más.
Y acá va la parte más trágica de este león albino. Supongamos que un día este león ve desde su reja a otro león viviendo libremente en la naturaleza. Nota que este león libre es fuerte y ha sido endurecido por el reino animal, y siente envidia. Sabe que ser un león en todo su esplendor debe sentirse increíble. Está a punto de intentar escaparse del santuario, pero es ahí cuando se arrepiente de la locura que está a punto de hacer. Se da cuenta que, sin importar cuánto esfuerzo haga de aquí en adelante, jamás será capaz de ser un león salvaje.
Este león albino, y los animales en cautiverio en general, no pueden volver a la naturaleza, porque nunca aprendieron a vivir en ella.
En otras palabras, son prisioneros de la comodidad de un santuario en donde tienen todo lo que necesitan. Se tienen que contentar con una vida alejada de la naturaleza y sin esfuerzo. Siempre estarán satisfechos. ¿Pero estarán felices con esa libertad limitada?
Hoy en día, cuando nos empieza a ir bien en nuestros trabajos, tendemos a buscar más y más comodidad.
Una casa que tiene todo lo que necesitamos, que hace que no nos dé ganas de salir al exterior. Un auto para que no tengamos que caminar. Comida rica al alcance de tu teléfono.
Me pregunto si, con tanta comodidad, nos estaremos convirtiendo en ese león albino.