10 de Agosto de 2021. Me encuentro en el aeropuerto de Santiago, empujando un carro que lleva la caja desproporcionadamente grande que tiene mi bicicleta dentro, y llevando en mi espalda una mochila de trekking de 80 litros.
Por fin, después de tanto tiempo esperando, estoy volviendo a viajar.
Para llegar a mi destino, Estambul, tengo que hacer cuatro escalas: Santiago-Houston-Nueva York-Frankfurt-Estambul. Todo el viaje debería tomar cerca de treinta horas.
Avanzo a un kilómetro por hora tratando de abrirme paso entre la gente para hacer el check-in. ¿Por qué está tan lleno el aeropuerto? Es como si hubiesen abierto la frontera después de un año de encierro.
Estoy triste. Sé que llevo toda la pandemia esperando volver a viajar. Pero nunca es fácil despedirse de la familia. A ratos dan ganas de arrepentirse y volver, sin subirme al avión.
Hago una fila enorme, y finalmente me atiende una señorita que definitivamente no está en su día. Me pide el pasaporte, y a continuación me dice que suba a la pesa la caja con la bicicleta.
-Ok, señor. Serían 300 dólares por el equipaje -me dice.
-¡¿300 dólares?! Pero si en la página de United…
-Súbase la máscara, señor. Se le cae -me interrumpe.
Me subo la máscara.
-Le decía que en la página de United afirman que…
-La máscara, señor. Se le cae cuando habla.
Me subo la máscara nuevamente.
-Por favor, déjeme terminar. Le estoy tratando de explicar…
-¡La máscara!
Me saco la máscara y la cambio por una que no se cae. ¿Ahora sí?
-En la página dice que cobran $100 por una caja de bicicleta, y que si hay sobrepeso, cobran $200.
-Bueno. Pero son $300. Y tiene que pagarlos si quiere subir al avión con su maleta.
Pago los $300 dólares.
Me subo al primer avión.
Aparte del robo de las maletas y que me toca atrás el típico niño que decide entretenerse empujando con las piernas el asiento que tiene enfrente, el primer vuelo sale bien.
Segunda escala Houston-Nueva York también resulta sin problemas. Cada vez más cerca de Estambul. Estoy nervioso.
Espero cinco horas en el aeropuerto de Nueva York. El tercer vuelo despega a las diez de la noche. Tengo tanta hambre que como una ensalada césar que me hace sentir casi tan estafado como con el sobrecargo de las maletas.
8 de la noche. Empieza el diluvio, seguido por relámpagos. No hay forma que mi avión despegue. Y aunque la tripulación quisiera despegar, aun así no me subiría. Nunca había visto una tormenta así.
Estoy seguro que suspenderán el viaje, y que nos darán un vale para dormir en un hotel, o algo así. Pero no, nos hacen esperar por si llega a pasar que la tormenta se tranquilice.
10 de la noche. Sigue lloviendo, pero ya no hay relámpagos. Nos piden que subamos al avión.
Estoy de buen humor, pensando positivo. Según mis cálculos, si logramos despegar a las 11 de la noche, todavía alcanzaré a subirme al último avión.
Me siento, y pongo una película. Deberíamos despegar en pocos minutos.
Pasan los minutos. La película avanza, pero el avión no. ¿Qué está pasando? No es normal que se demoren tanto.
-Señoras y señores- anuncia el piloto, hablando en inglés-. Disculpen la demora. Se nos solicitó agregar a un miembro más a nuestra tripulación, pero antes de dejar que se suba, tiene que presentar resultados negativos de un test rápido de coronavirus. Nuestro compañero está yendo a hacerse el test ahora mismo. Estaremos despegando en quince minutos.
«Ah, qué alivio. Si llega en quince minutos, todavía estoy a tiempo», pienso.
Pasan quince minutos. Y veinte. Y treinta. El piloto se pronuncia nuevamente.
-Señoras y señores. Por favor, disculpen las molestias. El laboratorio para hacerse el test estaba cerrado, así que nuestro compañero tuvo que salir del aeropuerto. Ahora mismo va en camino a Nueva York.
«¡¿Acaso dijo Nueva York?! ¡Pero si la ciudad está a cuarenta minutos!»
Me rindo con alcanzar el último avión. Problema de Juan Pablo del futuro. Sigo viendo mi película.
Empieza a hacer más y más calor. La gente alrededor mío se ve notoriamente incómoda. Un tipo sentado dos filas a la derecha transpira como si hubiese salido a trotar. Otra señora pide a la azafata que enciendan el aire acondicionado, pero esta le explica que no pueden hacerlo si el avión no avanza.
Con cada minuto que pasa, el aire se pone más y más sofocante. Las azafatas nos intentan calmar ofreciéndonos algo para tomar. Yo pido un vaso con hielo para ponérmelo en la frente. ¿Cómo puede ser que no nos dejen bajar? ¡Seguro el tipo del test está en pleno Manhattan!
12.30 de la noche. Llevamos dos horas y media dentro del avión, sin que este despegue. Un hombre de treinta años decide ser nuestro líder. Se pone de pie, y enfrenta a una de las azafatas. Empieza a quejarse, como si la pobre mujer pudiera hacer algo al respecto para ayudarlo. Está claro que ha visto muchas películas americanas.
Justo en ese instante, el piloto se pronuncia por tercera vez, y anuncia el despegue.
Paso todo el resto del vuelo tratando de descubrir cuál es el azafato que fue a Nueva York para hacerse un test. Y probablemente no soy el único pasajero que hace lo mismo.
12 de Agosto. Son las una de la tarde. Ya debería estar en Estambul, pero en cambio, recién estoy llegando a Frankfurt. Voy a la recepción de United Airlines para que me ayuden, y estos ofrecen cambiarme de aerolínea con tal de que pueda llegar hoy a las 11 de la noche a Estambul. Acepto, pero tengo un mal presentimiento.
El último vuelo es con Turkish airlines, y sale bien. Mi plan es bajarme del avión, armar la bicicleta, y pedalear hasta llegar a Arnavutköy, un pueblo con hoteles que queda cerca del aeropuerto (Estambul queda a 52 kilómetros).
Llego al aeropuerto de Estambul, voy casi trotando a recibir mis maletas, y espero al lado de la cinta.
10 minutos. 15 minutos. No aparece ninguna de mis maletas. Ni la caja con la bicicleta, ni mi mochila de trekking.
A este punto, no doy más. He dormido poquísimo entre vuelo y vuelo. Me duele la cabeza. Todo el viaje ha sido nada más que problemas.
Voy a la oficina de Turkish Airlines arrastrando los pies.
Me dan buenas y malas noticas.
¿La buena? Que la caja con la bicicleta estaba ahí, esperándome.
¿Las malas? Que la caja está destrozada. Probablemente se rompió algo dentro. Está llena de hoyos, y muy sucia.
Y mi mochila de trekking no llegó. Está en Frankfurt.
Me dicen que mi mochila llegará al día siguiente, entre las dos y las cinco de la tarde. Yo les trato de explicar que no puedo salir del aeropuerto sin la mochila, y les pido que, al menos, me paguen la estadía en el hotel del aeropuerto. Me responden que no; que tengo que hablar con United Airlines para negociar.
Voy al hotel. Son las 1 de la mañana. Lo único que pienso es en dormir. Estoy dispuesto a pagar lo que sea por una pieza.
El de la recepción me dice que una noche son $160 dólares. Me sale una lágrima, mezcla de frustración e irritación de los ojos.
No sé quién está leyendo esto, pero para mí, pagar $160 dólares por un hotel es un no rotundo.
Mi presupuesto de viaje es de $16 dólares al día. Eso significa que al pagar $160 estoy perdiendo diez días. Sólo por dormir cómodo una noche.
Pero la otra opción es sentarme en un banco a esperar que amanezca, ya que ni siquiera tengo mi saco de dormir para tirarme en alguna esquina poco transitada. Todas mis cosas de camping están en la mochila que se quedó en Frankfurt. No estoy dispuesto a hacer eso.
Pago los $160 dólares, y voy a mi pieza.
Reviso la caja. Por suerte, la bicicleta sigue estando bien. Me ducho, me cambio, y me tiro en la cama.
Mientras doy vueltas y vueltas tratando de calmarme y quedarme dormido, me prometo una cosa:
«Olvidaré todo lo que pasó los últimos dos días. El sobre cargo de la maleta, el atraso en Nueva York, y la pérdida de la mochila. No fue tan terrible. De ahora en adelante empieza mi viaje»
13 de Agosto. Paso toda la mañana caminando de un lado a otro dentro del aeropuerto, buscando gente que me entregue información sobre mi equipaje. Finalmente, a las cinco de la tarde, llega la mochila.
Apenas la recibo, siento que me empieza a subir la adrenalina. No sé qué está pasando. Es como si me estuviera volviendo loco. Ahora que ya tengo todas mis cosas, tengo una sola idea en la cabeza:
«Tengo que llegar a Estambul hoy mismo».
Sé que la idea es una locura. Estambul está a cincuenta kilómetros. En menos de tres horas oscurece, y ni siquiera he armado la bicicleta. Pero este es mi primer viaje en bicicleta. No sé cuánto me demoraré en recorrer 52 kilómetros, y tampoco sé cuánto me demoraré en armar la bici. Tiendo a pensar que llegaré antes del anochecer. «Tarde o temprano llegaré», me repito en la cabeza.
Siete de la tarde. Estoy a punto de terminar el armado. Lo único que falta es inflar las ruedas, y podré partir. Queda una hora para que oscurezca.
Inflo la rueda trasera sin problemas. Pero casi terminando de inflar la delantera, el líquido del sistema tubular empieza a salir por todos lados. Tratando de controlarlo, se me mancha toda la ropa, las canillas, y los brazos. El piso es un desastre. No sé nada de bicicletas, pero estoy seguro que la rueda debe estar mala.
A este punto ya ni me inmuto cuando aparecen nuevos problemas. Ni siquiera me quejo. Instalo una cámara para arreglarla.
10 minutos para las ocho. Después de casi tres horas de armado (maldito novato) estoy listo para partir.
Empiezo a pedalear dentro del aeropuerto, a modo de gesto simbólico que mi viaje acaba de empezar.
Si has llegado hasta aquí, posiblemente estás pensando en lo estúpido que soy. ¿Cómo puede ser que haya partido a pedalear empezando la noche? Estoy de acuerdo contigo.
Pero también tengo que afirmar que, mientras salgo del aeropuerto, no puedo estar más feliz. Después de tres días de problemas y más problemas, al fin soy libre. No importa si es de día o de noche: necesito hacer algo que esté dentro de mi control, y que a la vez me desafíe.
No llevo ni cinco minutos pedaleando, y aparece una jauría de perros. Están furiosos. Me rodean mientras ladran y tratan de morder las ruedas. Trato de hacer como que no están ahí, respirando profundo y concentrado en no parar. Al cabo de unos minutos, me dejan tranquilo.
Me veo obligado a entrar a una autopista. Tengo luces LED y chaleco reflectante para que me vean, pero aun así estoy aterrado. Cuento los segundos hasta poder salir de ese peligro, y entrar a una ciudad.
Al cabo de dos horas, la autopista se acaba, y entro a las calles de Estambul. Me encanta. Todo el mundo está afuera, jugando, conversando, escuchando música. No hay nadie con mascarilla. Es como si el coronavirus no existiera. Tengo una cara de cumpleaños que no me la saca nadie.
Recuerdo que no he comido nada en horas, y paro en un minimarket a comprar uvas. Me siento en la vereda a comer. Las disfruto como nunca. La gente me mira con cara de loco, porque sí, en este momento estoy loco. Pestañeo poco y nada, como Hannibal Lecter.
Subo y bajo una infinidad de lomas. No sé por dónde me está recomendando ir la app Komoot, pero definitivamente no es una ruta inteligente. Me pierdo entre cinco y diez veces, y me veo obligado a empujar la bicicleta por cada callejón empinado. Paso horas cruzando la ciudad.
12.30 de la noche. Llego a mi hostal, ubicado cerca de la famosa Hagia Sofía.
Me recibe el dueño, un tipo muy amable. Guardo la bicicleta, me ducho, y me tiro en la cama.
Es como si me hubiesen inyectado cinco tazas de café directo a la sangre. No puedo cerrar los ojos ni parar de reír. Sé que no hay caso que duerma el resto de la noche. Pero no importa.
Empezó mi viaje. Estoy feliz.
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