Un ángel llamado Willie

Axel y yo nos dimos cuenta que eran demasiado diferentes nuestros estilos de viaje, así que después de una extraña separación que se sintió tan incómoda como romper una relación amorosa (solo que sin amor de por medio), me encuentro pedaleando nuevamente solo, esta vez por uno de los caminos principales de Mozambique.

Quizás el paisaje no es lo más bonito que he visto, pero me siento bien. Extrañaba estar solo. Y dado que hace cinco días que no vomito, se podría decir que estoy sano. Tengo la confianza más alta que nunca, después de demostrarme a mí mismo que soy capaz de pedalear tantos kilómetros con tan poca comida.

130 kilómetros a lo Lance Armstrong en sus tiempos de monstruo dopado me dejan a las cinco y media de la tarde en medio de la nada. El sol ya se escondió. Tengo que encontrar un lugar para acampar. Por donde sea que mire, veo chozas de barro habitadas por amables mozambiqueños. Difícil que logre esconderme de la gente en algún lugar natural. Tengo que hablar con una familia para pedirles acampar en su jardín.

las casas que se ven a orillas del camino

Hago capenanetú-salistestú-en.el.nombre.de.jesús, y paro afuera de una choza a preguntar si puedo acampar con ellos. Me responden que sí, sin hacer preguntas ni pensarlo dos veces.

Siempre dicen que sí. En nueve meses de viaje, sólo me han dicho una vez que no a una petición de acampada, de ya quién sabe cuántas. Y espero que siga así.

¿No te parece increíble la bondad de la gente?

El dueño de casa es un hombre de mayor edad llamado Julio. Está sentado en una silla de madera en medio del jardín viendo la vida pasar, hablando poco y nada. Tiene un celular Nokia del año 2000 con el que a veces juega para distraerse. No se ve tan sorprendido por el hecho de que un mzungu que viaja en bicicleta le pidió acampar en su jardín.

Aparte de Don Julio, están también todas las mujeres de la casa, una manada de niños, un par de gallos, tres patos, y dos perros extremadamente sucios que no dejan de pelear entre ellos a modo de juego. Es difícil diferenciar cual es la señora de Julio, cuales son las hijas, y cuales son las nietas. Toda esta gente, a diferencia de Don Julio, me miran como si yo fuera lo más raro que han visto en sus vidas. Imagínate la cara que pusieron cuando les dije que dormiría en esa carpa diminuta que ando trayendo.

Converso unos minutos con Don Julio y dos de sus hijos, pero al rato me excuso con que estoy agotado después de tantos kilómetros, y me encierro en la carpa a descansar. Elongo, como un poco de arroz con palta que tenía en mi olla desde el día anterior, y me acuesto a las 7 de la tarde. Hay una música a todo volumen proveniente de un parlante que probablemente fue fabricado antes de Cristo, los patos hacen ruido, y los perros siguen peleando entre ellos. Pero aun así me quedo dormido.

1 de la mañana. Despierto con ganas de vomitar. Hay un olor putrefacto, insoportable. Sé que no me he duchado en días, ¡pero no puede ser que huela tan mal!

Además, uno nunca se queja de su propio olor, ¿No es verdad? O al menos eso me digo a mí mismo cuando trato de convencerme que no huelo tan mal.

Reviso por todos lados qué provoca ese olor, pero no encuentro nada. Salgo de mi carpa a toda velocidad vestido sólo con calzoncillos, y vomito todo. Dejo en el suelo un banquete para los patos.

Vuelve la hipocondría. Esa vieja amiga-no-tan-amiga que me acompaña siempre.

«No puede ser. He vomitado dos veces en una semana. Tengo que tener algo malo. Muy malo. Ébola. Cólera. Lombriz solitaria que deposita larvas en el cerebro. Una bacteria nunca antes descubierta que en el futuro llamarán Juanpablotoritis-19. Coronavirus. Un demonio. ¡O todo lo anterior junto! Mierda. Hasta acá llegamos», pienso.

Vuelvo a la carpa invadido por el terror. Soy un enfermo terminal. Y lo peor, es que sigo sintiendo el olor a putrefacción, y sigo sintiendo náuseas.

¿Qué estará provocando ese olor?

Intento volver a dormir, pero esta vez estoy despierto y con los ojos abiertos a más no poder. No pestañeo por la preocupación. Me doy vueltas de un lado a otro. Encuentro una posición cómoda acostado de lado y con mi cara pegada a la pared de la carpa.

Justo ahí, una masa de varios kilos que no reconozco se apoya en la carpa. Por un momento me choca la nariz.

Un perro. Eso es lo que provoca el mal olor.

Un hediondo perro que jamás ha visto un jabón, y que decidió que el mejor lugar para dormir en todo el terreno era pegado a mi carpa, a centímetros de mi nariz.

Es difícil no querer vomitar cuando llevas horas durmiendo con un perro oloroso tan cerca tuyo.

Espanto al perro, y vuelvo a dormir con alivio. ¡No estoy enfermo!

A la mañana siguiente después de ese susto, sigo con mi rumbo. Quedan 870 kilómetros para llegar a Praia do Tofo. Y prometí que no me daría días libres hasta llegar a ese paraíso.

Don Julio es aquel que está sentado en la silla

Paso los siguientes cinco días pedaleando por la carretera principal de Mozambique. La infame N1 es el peor camino pavimentado que he visto. Tiene tantos hoyos, que da la impresión de que aquellos que construyeron el camino los hicieron a propósito. Y cuando menciono a estos hoyos, imagínate hoyos grandes. Enormes. Suficientemente grandes como para que autos, buses y camiones estén obligados a salir del camino con tal de esquivarlos. Si no, problemas mecánicos asegurados. Cada dos kilómetros se ve un camión en pana, víctima de un hoyo que no logró esquivar. Los que aún sobreviven, van avanzando en zigzag sin importarles el hecho de que por varios cientos de metros estén en el carril contrario.

¿Se nota lo grande que son los hoyos? Capaces de destruir un tanque. Todo el camino es así.

Se podría decir que andar en bicicleta por un camino así es estresante. Los conductores no están preocupados de mi seguridad, están enfocados en no comerse otro hoyo. A cada rato tengo que tirarme a los arbustos con la bici para esquivar a un imbécil que se mete a mi pista. Trato de cantar el Ommmm Maniiii Padmeeee Hummmm de los budistas para relajarme, pero no funciona.

Al peligro del camino, súmale muchísimo calor, un paisaje monótono que consiste en arbustos (el famoso bush), y muy poca comida. Creo que estoy ingiriendo la mitad de calorías que necesito para reponer la energía que gasto cada día. Pero no hay mucho que hacer. Los poblados están desabastecidos y separados por decenas de kilómetros. Y como hace ya más de un mes que se me rompió la cocinilla, no puedo cocinar cuando acampo. Cada noche, antes de dormir, me alimento con un poco de galletas y plátanos, y trato de olvidarme que voy a salir de Mozambique tan delgado como cuando tenía 13 años.

acampando en el «bush» para esconderme de la gente

Suficiente resumen de esos cinco días. No hay mucho más que decir al respecto. Mención honrosa a los mozambiqueños, que son gente relajada y alegre, y a las mozambiqueñas, que además de relajadas y alegres, son hermosas. Y no me gritan «¡¡¡Mzungu!!!!» cada vez que paso al frente de ellas.

Despierto al quinto día habiendo agotado mi suerte. Tengo menos de un litro de agua, y tan sólo un limón para comer. Un limón. Creo que he llegado a un nuevo nivel de miseria. Es mejor no tener comida, que sólo tener un limón. En todo caso, me lo como feliz, tal como si fuera una naranja. ¿Quién come un limón así?

Miro el mapa. Al parecer, estoy en un parque nacional o algo por el estilo. El único rasgo de civilización que hay en cientos de kilómetros es un lodge llamado «Buffalo Camp». Es mi única opción para encontrar comida. Si no, tocará pasar hambre. Denuevo.

Pedaleo 40 kilómetros con un mínimo de energía, pensando en comida y nada más que comida. Llego a Buffalo Camp. Dejo la bicicleta en la entrada, y camino por el lujoso restorán del lodge buscando a alguien que me pueda atender.

Sale de la cocina un señor de unos cincuenta años, blanco, bajo, con anteojos, y una barriga que revela que le gustan los buenos placeres de la vida.

«¡Hola! Soy Willie. ¿Qué puedo hacer por tí?» me saluda en inglés.

Yo me presento, y le digo que necesito comida.

«Lo siento. La cocina está cerrada. Pero podrás encontrar comida en 40 kilómetros.», me dice.

«¿CUARENTA KILÓMETROS? Oh…» Intento disimular la angustia, pero es difícil. Otros 40 kilómetros sin comida serán un festival de sufrimiento.

Me despido, y Willie me acompaña hasta el estacionamiento. Me pongo los guantes y el casco.

«Espera, espera, espera… ¿Estás en bicicleta?» me pregunta. «Volvamos a la cocina. Algo encontraremos para tí».

No le digo nada, pero mi cara de ilusión lo dice todo.

Vamos a la cocina, y Willie empieza a descongelar y cortar todo tipo de alimentos. ¿Qué haces, Willie? ¡Con un pedazo de pan es más que suficiente!

Calienta agua, pica cebollas, fríe chorizos, recalienta porotos… Y mientras tanto, yo mirando. Estoy demasiado sorprendido como para ofrecer ayuda. No se me ocurre otra cosa más que empezar a preguntarle de su vida. Quiero saber más de este ángel que me está preparando comida.

Empiezo la conversación buscando intereses en común. Seguro a Willie le gusta viajar. El tema está en que hay que hacer las preguntas correctamente. Un hombre tan humilde como Willie no te cuenta cosas interesantes de su vida si no haces las preguntas correctas.

Por ejemplo, si le preguntas: «Has viajado?», él te responde «Sí, sí. Bastante». Aburrido.

En cambio, si asumes que alguien como él conoce harto de África, vas directo a los detalles y le preguntas algo tipo «Has estado en la República Democrática del Congo?», la mente de Willie vuelve inmediatamente a su pasado, y su cara cambia por completo. Bingo. Hay una historia que escuchar. Como dice Tony Montana en Scarface: «The eyes chico. They never lie».

Entonces, al principio Willie te va contando historias de cuando viajó en moto por el Congo en los años 70. Y a las pocas semanas se le acabó el efectivo. Y en esos años no habían cajeros automáticos, por lo que retirar ahorros del banco era un martirio. Especialmente en el Congo. Así que Willie se dedicó a hacer trabajos espontáneos en donde estafó a uno que otro congolés. Y cuando se le acababa la comida, detenía la moto, se metía en la selva, y cazaba lo primero que veía. Como dice él mismo: «No importa si es una serpiente, un mono, o lo que sea. Si la carne está fresca, puedes comértela». Con el paso de los meses, logró llegar desde Sudáfrica hasta el Sahara pasando por el corazón de Africa.

Me encuentro en estado de éxtasis escuchando estas aventuras. Gradualmente la conversación va pasando de sus historias de viaje por todo el mundo a temas más y más impresionantes, hasta que, finalmente, menciona que trabajó como mercenario.

¡¿Qué dijiste Willie?! ¡¿Mercenario?!

Justo ahí la conversación se interrumpe porque entra a la cocina un joven de 22 años llamado Tian. Es la mano derecha de Willie. Sudafricano, camina a todos lados a pie pelado, es simpatiquísimo, y según Willie, es capaz de arreglarlo todo. La comida está lista, y nos vamos a sentar al comedor.

El desayuno consiste en papas fritas, huevos, chorizos, cebolla caramelizada, pan con mantequilla de maní y mermelada, y suficiente café como para despertar a un muerto. No lo puedo creer. Yo sólo esperaba un poco de pan. ¡Hace dos horas me estaba contentando con un limón!

Sigo haciéndole preguntas generales a Willie, dejando su pasado como mercenario para cuando lo conozca más.

Me cuenta que nació en Zimbabwe, y que a los dieciocho años peleó en la guerra civil de este país.

Me cuenta, también, que después de eso pasó diecisiete años trabajando como «militar», donde seguro ahí hizo su carrera como mercenario. En esas casi dos décadas, pasó tiempo peleando en la República Democrática del Congo, Seychelles, Tanzania, Rwanda (ayudando a detener el famoso genocidio), Syria, Iraq, Afganistán, Mozambique, y otros.

Después menciona sus años de retirado, en donde armó una empresa constructora y llevó a cabo proyectos a lo largo de toda Africa.

Y continúa sus viajes por todo el mundo, generalmente en moto. Una vez anduvo desde Mozambique a Zanzíbar en 48 horas. Una locura.

Y pasa a revelar sus dos años como piloto profesional de Rally.

Y termina con sus últimos 28 años como dueño de 600.000 hectáreas naturales en Mozambique (Buffalo Camp), donde ha llevado a cabo su sueño de proteger a la flora y fauna, peleando cada día para detener la caza ilegal, y la tala ilegal de árboles nativos.

Por cada frase que sale de su boca, tengo veinte preguntas nuevas. Pero la comida se acaba, y en teoría es momento de dar las gracias e irme. Sin embargo, Willie y Tian no están contentos con sólo haberme preparado comida. Ellos son ángeles, y los ángeles te ayudan hasta más no poder. Me guían a una de las piezas privadas con baño, y me doy mi primera ducha en cinco días.

Ya limpio, ahora sí que es momento de irme. Esta gente me ha dado demasiado. Pero Willie se da cuenta que el pasador de cambios de mi bicicleta no funciona (llevo dos mil kilómetros sin pasar cambios), y le dice a Tian que la arregle.

«¿Tian ha hecho esto antes?», le pregunto a Willie.

«No. Pero Tian sabe arreglar todo».

Deposito mi fé en ti, Tian.

A continuación, me dedico a observar cómo una persona que no sabe arreglar una bicicleta aprende a repararla a punta de prueba y error, sin pedir consejos ni buscar información en internet. Quizás no suena como algo tan interesante, pero resulta ser un espectáculo. Curiosidad en todo su esplendor. En menos de una hora, Tian deja mi bicicleta en la mejor condición que ha estado desde que llegué a África.

Entonces, tengo el estómago lleno por tanta comida. Estoy limpio. Mi bicicleta funciona bien. ¡Suficiente! Es momento de irme. Voy a despedirme, pero Willie me interrumpe.

«Quédate en una de las piezas por esta noche. Necesitas descansar. No te cobraré nada».

Ayayay Willie. ¿Dormir en una pieza de lujo después de días durmiendo en los arbustos con la espalda torcida? ¡No puedo decir que no! Es demasiada la tentación. Además, todavía no le pregunto sobre su pasado de mercenario.

Gracias, Willie.

Paso gran parte de la tarde descansando y conectándome a internet. Poco antes de la puesta de sol, subimos un cooler con cervezas y Coca Cola a la camioneta de Willie, y junto a Tian y otros dos trabajadores vamos los cinco a hacer patrulla contra la tala ilegal de árboles, metiéndonos por caminos de tierra que cruzan el parque.

A lo largo del trayecto, Willie me cuenta cómo consiguió un terreno tan grande en Mozambique. Durante la guerra civil que hubo en este país años atrás, mi anfitrión peleó como mercenario en el bando que ganó. Y cuando los generales tomaron cargos importantes en el gobierno, le preguntaron a Willie qué le gustaría recibir a modo de agradecimiento por su servicio.

«Tierra. Mucha, mucha tierra», respondió. ¿El objetivo? Dedicar el resto de su vida a conservarla. Y eso es lo que ha hecho, desde 1994.

Llegamos a una laguna, y Tian va junto a los dos trabajadores a instalar cámaras en distintos lugares estratégicos. Hay luna llena.

Aprovecho que estoy solo junto a Willie para hacer preguntas más complicadas. Acá van algunas de ellas:

Con todo lo que has visto en el mundo. Con todo lo que has vivido. ¿Cuál es el país más peligroso en este planeta?

«República Democrática del Congo, sin lugar a dudas.»

*Comentario personal: si una persona que ha peleado todas esas guerras y ha viajado por todo el mundo te dice que ese es el país más peligroso, es porque efectivamente es el país más peligroso.

¿Cuál era tu especialidad como mercenario?

«Estudiar al ejército enemigo. Cómo son, y cómo se comportan. Una vez que sabes quiénes son los que están al otro lado, puedes diseñar una estrategia vencerlos. A veces me infiltraba dentro de estos ejércitos como espía.»

¿Cuál es la guerra más sangrienta en la que has peleado?

«Zimbabwe.»

¿Zimbabwe?¿Incluso más que cuando ayudaste a detener el genocidio en Rwanda?

«El genocidio en Rwanda no fue una guerra. Fue un grupo de gente que se dedicó a matar a una minoría con machetes. Cuando nosotros llegamos a detener los asesinatos, estos cobardes (el ejército Interahamwe) escaparon sin luchar.

Zimbabwe es completamente otra historia. Era una guerra sangrienta. Ambos bandos armados de pies a cabeza. Y yo tenía dieciocho años.»

Siendo que has sido parte de conflictos en tantos lugares del mundo, ¿Qué visión tienes sobre la guerra?

«Suele pasar que los medios de comunicación intentan explicar guerras entre países a través de diferencias ideológicas. Es mentira. Te aseguro que siempre la principal causa de conflicto entre países es hacerse el poder sobre recursos naturales.»

No podía faltar la pregunta del millón: ¿Cómo es matar a un hombre?

«Uno no piensa mucho al momento de hacerlo. Es parte del trabajo. Si elegiste la misión correcta, deberías estar peleando junto a los buenos, en contra de los malos. Y cada malo que matas es un bien para el mundo.»

¿Alguna vez te equivocaste de bando?

«Sí. Pero en el momento no lo sabes. Lo importante es siempre intentar tomar la decisión correcta con la información que tienes. Y si más adelante te das cuenta que cometiste un error, debes aceptarlo y seguir con tu vida.»

Llega Tian, y manejamos de vuelta al lodge. En el camino, voy intentando internalizar todo lo que me ha dicho Willie en tan pocos minutos. ¿Cómo puede ser que una persona haya hecho tanto en su vida?

De comida, uno de los mejores pollos asados que he probado. Tan así, que me como uno entero. No sabía que era capaz de una hazaña de ese calibre.

Para qué te cuento lo mal que dormí, con toda esa comida en proceso de digestión.

A la mañana siguiente mi ángel Willie me prepara otro desayuno, me despido de abrazo de él y Tian, y sigo con mi rumbo al sur, con destino a Praia do Tofo. Buffalo Camp se queda en mi corazón.

Fin de la historia.

foto con Willie
foto con Tian

¿Qué reflexiones tengo después de haber conocido a Willie?

Me encanta la idea de que un hombre que me ayudó tanto, y que actualmente hace tanto por conservar la naturaleza, en su pasado haya sido mercenario.

Un ángel para mí. Verdugo para otros.

Esto me recuerda algo importantísimo de la esencia humana: somos seres complejos. Y es ahí donde se encuentra nuestra riqueza. Podemos perseguir distintos intereses, cometer errores, cambiar rumbos mil veces, y aun así tener una vida extraordinaria en donde acabamos siendo un aporte a la sociedad. Los seres humanos no somos buenos ni malos; somos una combinación compleja, que se va moldeando con el tiempo.

Lo importante, tal como dice Willie, es intentar tomar las decisiones correctas con la información disponible en el momento. Y si nos equivocamos, saber seguir adelante.

Aparte de eso, Willie y Tian me recordaron que, cuando alguien necesita de tu ayuda, tienes que dejarlo todo para ponerte en servicio de esa persona. Sin pensarlo dos veces ni esperar nada a cambio.

Gracias, Willie y Tian. Tenía hambre y estaba en malas condiciones, y me ayudaron. Nunca olvidaré lo que hicieron por mí. Espero algún día devolverles la mano, o hacer lo mismo por otro.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Armenia relatado en fotos

Crucé a Armenia en una noche oscura como boca de lobo. Acampé en el primer pedazo de tierra que encontré a las afueras del camino
Armenia está lleno de edificios abandonados hechos con este material
Monasterio en las montañas del norte de Armenia
Afuera del monasterio, estos amables señores me invitaron un «vaso de agua» que resultó ser Vodka
Para bajar de la montaña, la aplicación Komoot sugirió que me tirara por este precipicio. Decidí vivir y cambiar la ruta
El cambio de ruta me llevó al paisaje más bonito que vi en todo Armenia. Un valle paradisiaco
Vacas cruzando el río
Dormí en la carpa afuera de un restorán, y a las 3 de la mañana desperté porque no sentía mis pies por el frío
Después de veinte kilómetros, y todavía sin sentir los pies, encontré una bomba de bencina donde tomé café hasta recuperar las ganas de seguir
Tumbas a orillas del camino, con las caras talladas de los fallecidos
Paré en un hostal en Vanadzor, con una especie de trauma por el frío. El dueño del hostal me trajo té y torta
El dueño del hostal Esa gente que se le ve la bondad en la cara
Definitivamente Armenia no destaca por la belleza de sus caminos
Estos pastores me invitaron a tomar café, a tomar vodka, y a tomar café con vodka
Tampoco es un país que destaca por sus esculturas. O quizás tenemos gustos distintos
De vez en cuando se ve una que otra montaña digna de apreciar
Llegada a la capital, Yereván, donde me junté con John y Jan, amigos de Inglaterra y República Checa
Yereván
Yereván
Esculturas en Yereván
Una escultura de Botero en pleno centro de Yereván
Paseo por el día a las afueras de Yereván
Simphony of stones
Tratando de secar la ropa en el hostal junto a Michael Alezandrovich Chestakov, de Siberia
Las noches consistían en Ajedrez con estos genios
Nunca les gané
Y bueno, me dio apendicitis. Dos días en el hospital, y tres semanas de recuperación
Estaba solo y extrañando a mi familia, cuando Mischa me vino a ver y me regaló un libro. Esos gestos que nunca se olvidan
Al no poder hacer deporte tuve que acudir a otros entretenimientos, tales como ir a ver ballet
Mi paso por Armenia terminó estrepitosamente porque tuve que salir a toda velocidad antes de que se me acabara la visa.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Batallas mentales en el Norte de Irán

1 de Diciembre de 2021. Después de un paso averiado por Armenia en donde salí con un órgano menos, me encuentro pedaleando nuevamente. Esta vez en el norte de Irán.

Debería estar feliz. Irán está en mi lista de mis top 10 países por conocer, y al fin lo estoy recorriendo. Además, los locales son muy amables. Ayer en la noche paré a dormir en una ciudad llamada Mianeh, y una comunidad de escaladores me invitó a un restorán a comer un pescado delicioso.
Y para qué decir lo agradecido que debería estar por poder hacer deporte después de tres semanas de reposo por la operación del apéndice.

Sin embargo, no estoy feliz. Pedalear por los paisajes desérticos de Irán se siente como una tortura más que un privilegio. El camino es plano y está lleno de camiones, y no hay nada interesante que ver. Son horas y horas de pasar tiempo solo, sin más entretención que mis propios pensamientos. Canto en voz alta, converso conmigo mismo, y me repito una y otra vez que tarde o temprano empezaré a disfrutar más del desierto. Pero no hay caso de convencerme de algo así.

Días y días de este paisaje

Poco a poco empiezan a nacer las dudas. ¿Por qué estoy haciendo esto?
Estoy andando en bicicleta en Irán.
Solo.
Sin señal.
Recién operado del apéndice.
Empezando el invierno.
En medio de una pandemia.

Tiene que haber aunque sea una razón por la cual esté en esta situación. Estoy seguro de que tenía una, pero ahora mismo no la puedo recordar.

3 pm. Llevo tan solo 60 kilómetros recorridos, pero no doy más. No tengo la fuerza mental para seguir pedaleando por este paisaje horrible. Además, se me acabó el agua. Decido desviarme del camino para rellenar mis botellas en un pueblito que se ve a la distancia.

Justo en ese momento se detiene en el camino un iraní de unos cuarenta años manejando una camioneta. Con un inglés precario me pregunta cómo me llamo, y me invita a alojar en su casa. Así de hospitalarios son los iraníes.
¿Comida gratis? ¿Agua? ¿No pasar frío en la noche? Acepto de inmediato. Me subo a la bicicleta y lo sigo por unos quinientos metros hasta llegar a su propiedad.

Entro a la casa, y me siento incómodo de inmediato. El problema no es mi anfitrión ni sus dos amigos que están tomando té. El problema es que tienen la estufa encendida al máximo. Deben hacer al menos unos treinta grados dentro de la casa, y mantienen las ventanas cerradas, lo cual hace todo mucho más sofocante. Y ni hablar del hecho de que en Irán no es mal visto fumar en lugares cerrados. Me siento en un sillón tan lejos de la estufa como puedo, intentando no marearme por el calor.

Nos ponemos a conversar tomando té. Mis anfitriones se llaman Taher, Meiham y Archbar. Son tres amigos que trabajan juntos cuidando un gallinero enorme que está al lado de la casa. Ninguno de los tres habla un inglés decente como para conversar, pero hacemos lo que podemos usando un traductor del teléfono. Me muestran fotos de sus familias, y yo les muestro fotos de la mía.

Con Archbar (de Negro) y Taher, quien me encontró en el camino

Me preguntan si tengo hambre, y yo les respondo que sí, muchísima. Uno de ellos, Meiham, se levanta de su puesto y va a la cocina. Trae de vuelta consigo una olla enorme y una cantidad ridícula de pan. Nos sentamos en el piso a comer, a menos de un metro de la estufa. Me duele la cabeza.

El contenido dentro de la olla consiste en un caldo de carne que Meiham sirve en un posillo para tomarlo como una sopa. Es tan aceitoso, que uno se siente levemente envenenado cuando el líquido pasa por el esófago. Es realmente difícil de ingerir. Similar a que te hagan comer mantequilla a cucharadas. Además, tampoco ayuda ver que Meiham no para de rascarse la entrepierna mientras sirve la comida.

Una vez terminada la sopa, comemos el resto. Unas papas con garbanzos que estaban al fondo de la olla, y un hueso de vaca que, mire por donde lo mire, no tiene carne pegada a él. Me lo meto a la boca intentando sacar algo de comida con la lengua y los dientes, pero no saco nada.

A pesar de que la comida no es lo mejor, disfruto de pasar tiempo con estos iraníes. Son buena gente, muy bien intencionada. Siento como que podrían aumentar más aún la temperatura de la estufa y darme comida aún más asquerosa, y seguiría prefiriendo estar con ellos que solo en el desierto. Observo a cada uno de ellos con detalle, agradecido. «¡Meiham, por favor deja de rascarte!», pienso.

Pasan tres horas de conversaciones con Google Traductor, y llega la noche. Taher y Archbar se despiden, y se van para sus casas. Me dejan solo con Meiham, que resulta ser el dueño de la casa. Él se va a hacer lo suyo (rascarse y cantar en la cocina), y yo me voy a duchar. Estoy muy cansado, así que preparo mi saco de dormir en la sala principal (no hay piezas en la casa), y me acuesto a leer. Mi plan es quedarme dormido a las diez de la noche, y partir pedaleando temprano al día siguiente.

La casa consistía en esta sala con la estufa y un baño

Diez de la noche. Estoy guardando mi libro y a punto de apagar la luz de la sala, cuando alguien toca la puerta. Es un cuarto tipo, un amigo de Meiham que tampoco habla inglés, y ha venido a conversar y fumar.

Mierda.

Paso las siguientes dos horas esperando a que este tipo se vaya para poder quedarme dormido, desesperado por el olor a cigarro. Estoy de un humor terrible por no poder dormir. ¿Cómo les hago ver lo cansado que estoy? La invitación a pasar la noche se convierte en un desagrado.

Me vuelvo a preguntar, ¿Por qué estoy haciendo esto? No encuentro respuesta. Podría estar en Chile, con mi familia, durmiendo en mi cama y comiendo platos sanos y sabrosos.

El cuarto tipo se va a las doce de la noche, y apagamos las luces. Antes de dormir, sólo siento una cosa: desmotivación.

Despierto a la mañana siguiente cansado y con hambre. Definitivamente no quiero andar en bicicleta, pero tampoco quiero quedarme en esa casa sofocante. Tomo desayuno con Meiham mientras se sigue rascando con obsesión, me despido, y parto pedaleando por el desierto.

Meiham se entretenía cantando por horas

No llevo ni cinco kilómetros, y noto que algo no anda bien. Hay un viento en contra tan fuerte, que tengo una sensación de no estar avanzando.

Respiro profundo. Si hay algo que me hace perder la paciencia cuando ando en bicicleta, es el viento en contra. Es mi peor enemigo.

Insisto en seguir avanzando. Son las doce del mediodía y llevo quince kilómetros. El viento se pone cada vez más fuerte. Me repito una y otra vez que tarde o temprano se va a calmar, y el resto del día será agradable. Pero las horas pasan, y nada cambia.

¿Por qué estoy haciendo esto?

Tengo hambre y estoy cansadísimo por tanta lucha contra el viento, y sigo sin avanzar. ¿Cómo puede ser que no haya un restorán en tantos kilómetros? Paro a descansar a orillas del camino, fundido de cabeza. Tengo una mirada perdida en el pavimento mientras me como el último puñado de almendras que tengo y enfrento mis luchas mentales.

Una de las sonrisas más falsas que he puesto en una foto

Es como si hubieran dos personas distintas en mi cabeza.

Una está completamente loca. No es capaz de decir algo positivo de la situación, e insiste que mande todo a la mierda. Me dice que tengo que ser un idiota para intentar seguir avanzando con ese viento. Es una tortura escuchar lo que dice.

La segunda persona es más práctica. Está a cargo de mi cuerpo, y no dice nada. Lo único que hace es mover las tuercas en mi cerebro para asegurarse de que siga pedaleando, a pesar de que es lo que menos quiero.
La primera persona trata de detener a la segunda, pero no puede.

Me gusta esa segunda persona. No es tan emocional como la primera. En vez de andar quejándose por todo lo que está fuera de su control, hace lo mejor posible por permanecer en movimiento. Sabe aguantar la mierda.

Sigo pedaleando. Doy todo lo que queda de mi estanque, y llego al primer restorán que veo en todo el día. Me como un Kebap. Voy al baño, intentando controlar unas piernas que tiemblan por el cansancio. Llevo cuarenta kilómetros.

Al lado del restorán hay un hotel. Todo indica que debería quedarme ahí a dormir, y eso es lo que en un principio pretendo. A la mañana siguiente  puedo despertarme temprano y pedalear con mejores condiciones.
Pero en el fondo, sé que no es una buena idea. Si paro a dormir ahí, habré fracasado. Me habré rendido ante esa voz que decía que deje de esforzarme.

Me hago una pregunta. ¿Qué quiero ser capaz de decir al final del día?

Hay una sola respuesta. Quiero ser capaz de decir que le gané a esa voz negativa. Quiero ser capaz de pedalear contra el viento, y no sufrir. Quiero demostrar que me puedo dominar a mí mismo.

Salgo del restorán, y me pongo en marcha. Quedan 42 kilómetros con viento en contra para llegar a mi destino, Zanjan.

Algo dentro de mi cabeza hace click. La voz negativa ya no está. Tengo una sonrisa en mi cara. El viento sigue estando igual de fuerte que en la mañana, y a medida que se esconde el sol baja la temperatura. Pero ya no estoy sufriendo. De hecho, ahora estoy disfrutando la situación. En vez de torturarme por cosas fuera de mi control, las acepto. Además, sé que tarde o temprano llegaré a mi destino. ¿A quién le importa si llego a las cinco de la tarde, o a las una de la mañana? Llegar es llegar. Y el paisaje desértico alrededor mío es extrañamente bonito. Sigue siendo el mismo de los últimos días, pero ahora tiene una magia difícil de describir con palabras.

Son las 7 de la tarde. Está oscuro. Quedan menos de diez kilómetros para llegar a Zanjan. Pero no quiero llegar. Quiero seguir enfrentando el viento. Quiero seguir ganándole a mi cabeza.

Entro a Zanjan celebrando como si hubiera completado una maratón. Llego a un hotel en el centro de la ciudad. Una pieza privada cuesta menos de cinco dólares. Me acuesto en mi cama a mirar al techo y contemplar mi día, sin molestarme por el olor a cigarro impregnado en las sábanas.

Siento un relajo inmenso, paz interior. Quién sabe cómo será mañana, pero al menos tengo claro que hoy logré vencer a esa voz débil dentro de mí. Pocas veces me he sentido tan bien.

Paz al final del día

¿Por qué estoy haciendo esto?

Porque me quiero sentir desafiado todos los días. Quiero despertar con un poco de miedo, sabiendo que lo que se me viene es algo que me va a exigir al máximo. Un desafío que no sé si seré capaz de completar.

Porque es en los límites mentales y físicos, fuera de la zona de comfort, cuando realmente nos conocemos como personas.
Es muy fácil estar bien y cómodo cuando todo sale bien. Las personas realmente felices demuestran estar bien a pesar de que las cosas no les salen como quieren.

Porque, al final del día, quiero ser capaz de decir con seguridad que estoy creciendo como persona.
Quiero ser capaz de decir con seguridad que me estoy acercando a una vida extraordinaria.

Ah, y de paso recorrer el mundo.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade