Axel y yo nos dimos cuenta que eran demasiado diferentes nuestros estilos de viaje, así que después de una extraña separación que se sintió tan incómoda como romper una relación amorosa (solo que sin amor de por medio), me encuentro pedaleando nuevamente solo, esta vez por uno de los caminos principales de Mozambique.
Quizás el paisaje no es lo más bonito que he visto, pero me siento bien. Extrañaba estar solo. Y dado que hace cinco días que no vomito, se podría decir que estoy sano. Tengo la confianza más alta que nunca, después de demostrarme a mí mismo que soy capaz de pedalear tantos kilómetros con tan poca comida.
130 kilómetros a lo Lance Armstrong en sus tiempos de monstruo dopado me dejan a las cinco y media de la tarde en medio de la nada. El sol ya se escondió. Tengo que encontrar un lugar para acampar. Por donde sea que mire, veo chozas de barro habitadas por amables mozambiqueños. Difícil que logre esconderme de la gente en algún lugar natural. Tengo que hablar con una familia para pedirles acampar en su jardín.
Hago capenanetú-salistestú-en.el.nombre.de.jesús, y paro afuera de una choza a preguntar si puedo acampar con ellos. Me responden que sí, sin hacer preguntas ni pensarlo dos veces.
Siempre dicen que sí. En nueve meses de viaje, sólo me han dicho una vez que no a una petición de acampada, de ya quién sabe cuántas. Y espero que siga así.
¿No te parece increíble la bondad de la gente?
El dueño de casa es un hombre de mayor edad llamado Julio. Está sentado en una silla de madera en medio del jardín viendo la vida pasar, hablando poco y nada. Tiene un celular Nokia del año 2000 con el que a veces juega para distraerse. No se ve tan sorprendido por el hecho de que un mzungu que viaja en bicicleta le pidió acampar en su jardín.
Aparte de Don Julio, están también todas las mujeres de la casa, una manada de niños, un par de gallos, tres patos, y dos perros extremadamente sucios que no dejan de pelear entre ellos a modo de juego. Es difícil diferenciar cual es la señora de Julio, cuales son las hijas, y cuales son las nietas. Toda esta gente, a diferencia de Don Julio, me miran como si yo fuera lo más raro que han visto en sus vidas. Imagínate la cara que pusieron cuando les dije que dormiría en esa carpa diminuta que ando trayendo.
Converso unos minutos con Don Julio y dos de sus hijos, pero al rato me excuso con que estoy agotado después de tantos kilómetros, y me encierro en la carpa a descansar. Elongo, como un poco de arroz con palta que tenía en mi olla desde el día anterior, y me acuesto a las 7 de la tarde. Hay una música a todo volumen proveniente de un parlante que probablemente fue fabricado antes de Cristo, los patos hacen ruido, y los perros siguen peleando entre ellos. Pero aun así me quedo dormido.
1 de la mañana. Despierto con ganas de vomitar. Hay un olor putrefacto, insoportable. Sé que no me he duchado en días, ¡pero no puede ser que huela tan mal!
Además, uno nunca se queja de su propio olor, ¿No es verdad? O al menos eso me digo a mí mismo cuando trato de convencerme que no huelo tan mal.
Reviso por todos lados qué provoca ese olor, pero no encuentro nada. Salgo de mi carpa a toda velocidad vestido sólo con calzoncillos, y vomito todo. Dejo en el suelo un banquete para los patos.
Vuelve la hipocondría. Esa vieja amiga-no-tan-amiga que me acompaña siempre.
«No puede ser. He vomitado dos veces en una semana. Tengo que tener algo malo. Muy malo. Ébola. Cólera. Lombriz solitaria que deposita larvas en el cerebro. Una bacteria nunca antes descubierta que en el futuro llamarán Juanpablotoritis-19. Coronavirus. Un demonio. ¡O todo lo anterior junto! Mierda. Hasta acá llegamos», pienso.
Vuelvo a la carpa invadido por el terror. Soy un enfermo terminal. Y lo peor, es que sigo sintiendo el olor a putrefacción, y sigo sintiendo náuseas.
¿Qué estará provocando ese olor?
Intento volver a dormir, pero esta vez estoy despierto y con los ojos abiertos a más no poder. No pestañeo por la preocupación. Me doy vueltas de un lado a otro. Encuentro una posición cómoda acostado de lado y con mi cara pegada a la pared de la carpa.
Justo ahí, una masa de varios kilos que no reconozco se apoya en la carpa. Por un momento me choca la nariz.
Un perro. Eso es lo que provoca el mal olor.
Un hediondo perro que jamás ha visto un jabón, y que decidió que el mejor lugar para dormir en todo el terreno era pegado a mi carpa, a centímetros de mi nariz.
Es difícil no querer vomitar cuando llevas horas durmiendo con un perro oloroso tan cerca tuyo.
Espanto al perro, y vuelvo a dormir con alivio. ¡No estoy enfermo!
A la mañana siguiente después de ese susto, sigo con mi rumbo. Quedan 870 kilómetros para llegar a Praia do Tofo. Y prometí que no me daría días libres hasta llegar a ese paraíso.
Paso los siguientes cinco días pedaleando por la carretera principal de Mozambique. La infame N1 es el peor camino pavimentado que he visto. Tiene tantos hoyos, que da la impresión de que aquellos que construyeron el camino los hicieron a propósito. Y cuando menciono a estos hoyos, imagínate hoyos grandes. Enormes. Suficientemente grandes como para que autos, buses y camiones estén obligados a salir del camino con tal de esquivarlos. Si no, problemas mecánicos asegurados. Cada dos kilómetros se ve un camión en pana, víctima de un hoyo que no logró esquivar. Los que aún sobreviven, van avanzando en zigzag sin importarles el hecho de que por varios cientos de metros estén en el carril contrario.
Se podría decir que andar en bicicleta por un camino así es estresante. Los conductores no están preocupados de mi seguridad, están enfocados en no comerse otro hoyo. A cada rato tengo que tirarme a los arbustos con la bici para esquivar a un imbécil que se mete a mi pista. Trato de cantar el Ommmm Maniiii Padmeeee Hummmm de los budistas para relajarme, pero no funciona.
Al peligro del camino, súmale muchísimo calor, un paisaje monótono que consiste en arbustos (el famoso bush), y muy poca comida. Creo que estoy ingiriendo la mitad de calorías que necesito para reponer la energía que gasto cada día. Pero no hay mucho que hacer. Los poblados están desabastecidos y separados por decenas de kilómetros. Y como hace ya más de un mes que se me rompió la cocinilla, no puedo cocinar cuando acampo. Cada noche, antes de dormir, me alimento con un poco de galletas y plátanos, y trato de olvidarme que voy a salir de Mozambique tan delgado como cuando tenía 13 años.
Suficiente resumen de esos cinco días. No hay mucho más que decir al respecto. Mención honrosa a los mozambiqueños, que son gente relajada y alegre, y a las mozambiqueñas, que además de relajadas y alegres, son hermosas. Y no me gritan «¡¡¡Mzungu!!!!» cada vez que paso al frente de ellas.
Despierto al quinto día habiendo agotado mi suerte. Tengo menos de un litro de agua, y tan sólo un limón para comer. Un limón. Creo que he llegado a un nuevo nivel de miseria. Es mejor no tener comida, que sólo tener un limón. En todo caso, me lo como feliz, tal como si fuera una naranja. ¿Quién come un limón así?
Miro el mapa. Al parecer, estoy en un parque nacional o algo por el estilo. El único rasgo de civilización que hay en cientos de kilómetros es un lodge llamado «Buffalo Camp». Es mi única opción para encontrar comida. Si no, tocará pasar hambre. Denuevo.
Pedaleo 40 kilómetros con un mínimo de energía, pensando en comida y nada más que comida. Llego a Buffalo Camp. Dejo la bicicleta en la entrada, y camino por el lujoso restorán del lodge buscando a alguien que me pueda atender.
Sale de la cocina un señor de unos cincuenta años, blanco, bajo, con anteojos, y una barriga que revela que le gustan los buenos placeres de la vida.
«¡Hola! Soy Willie. ¿Qué puedo hacer por tí?» me saluda en inglés.
Yo me presento, y le digo que necesito comida.
«Lo siento. La cocina está cerrada. Pero podrás encontrar comida en 40 kilómetros.», me dice.
«¿CUARENTA KILÓMETROS? Oh…» Intento disimular la angustia, pero es difícil. Otros 40 kilómetros sin comida serán un festival de sufrimiento.
Me despido, y Willie me acompaña hasta el estacionamiento. Me pongo los guantes y el casco.
«Espera, espera, espera… ¿Estás en bicicleta?» me pregunta. «Volvamos a la cocina. Algo encontraremos para tí».
No le digo nada, pero mi cara de ilusión lo dice todo.
Vamos a la cocina, y Willie empieza a descongelar y cortar todo tipo de alimentos. ¿Qué haces, Willie? ¡Con un pedazo de pan es más que suficiente!
Calienta agua, pica cebollas, fríe chorizos, recalienta porotos… Y mientras tanto, yo mirando. Estoy demasiado sorprendido como para ofrecer ayuda. No se me ocurre otra cosa más que empezar a preguntarle de su vida. Quiero saber más de este ángel que me está preparando comida.
Empiezo la conversación buscando intereses en común. Seguro a Willie le gusta viajar. El tema está en que hay que hacer las preguntas correctamente. Un hombre tan humilde como Willie no te cuenta cosas interesantes de su vida si no haces las preguntas correctas.
Por ejemplo, si le preguntas: «Has viajado?», él te responde «Sí, sí. Bastante». Aburrido.
En cambio, si asumes que alguien como él conoce harto de África, vas directo a los detalles y le preguntas algo tipo «Has estado en la República Democrática del Congo?», la mente de Willie vuelve inmediatamente a su pasado, y su cara cambia por completo. Bingo. Hay una historia que escuchar. Como dice Tony Montana en Scarface: «The eyes chico. They never lie».
Entonces, al principio Willie te va contando historias de cuando viajó en moto por el Congo en los años 70. Y a las pocas semanas se le acabó el efectivo. Y en esos años no habían cajeros automáticos, por lo que retirar ahorros del banco era un martirio. Especialmente en el Congo. Así que Willie se dedicó a hacer trabajos espontáneos en donde estafó a uno que otro congolés. Y cuando se le acababa la comida, detenía la moto, se metía en la selva, y cazaba lo primero que veía. Como dice él mismo: «No importa si es una serpiente, un mono, o lo que sea. Si la carne está fresca, puedes comértela». Con el paso de los meses, logró llegar desde Sudáfrica hasta el Sahara pasando por el corazón de Africa.
Me encuentro en estado de éxtasis escuchando estas aventuras. Gradualmente la conversación va pasando de sus historias de viaje por todo el mundo a temas más y más impresionantes, hasta que, finalmente, menciona que trabajó como mercenario.
¡¿Qué dijiste Willie?! ¡¿Mercenario?!
Justo ahí la conversación se interrumpe porque entra a la cocina un joven de 22 años llamado Tian. Es la mano derecha de Willie. Sudafricano, camina a todos lados a pie pelado, es simpatiquísimo, y según Willie, es capaz de arreglarlo todo. La comida está lista, y nos vamos a sentar al comedor.
El desayuno consiste en papas fritas, huevos, chorizos, cebolla caramelizada, pan con mantequilla de maní y mermelada, y suficiente café como para despertar a un muerto. No lo puedo creer. Yo sólo esperaba un poco de pan. ¡Hace dos horas me estaba contentando con un limón!
Sigo haciéndole preguntas generales a Willie, dejando su pasado como mercenario para cuando lo conozca más.
Me cuenta que nació en Zimbabwe, y que a los dieciocho años peleó en la guerra civil de este país.
Me cuenta, también, que después de eso pasó diecisiete años trabajando como «militar», donde seguro ahí hizo su carrera como mercenario. En esas casi dos décadas, pasó tiempo peleando en la República Democrática del Congo, Seychelles, Tanzania, Rwanda (ayudando a detener el famoso genocidio), Syria, Iraq, Afganistán, Mozambique, y otros.
Después menciona sus años de retirado, en donde armó una empresa constructora y llevó a cabo proyectos a lo largo de toda Africa.
Y continúa sus viajes por todo el mundo, generalmente en moto. Una vez anduvo desde Mozambique a Zanzíbar en 48 horas. Una locura.
Y pasa a revelar sus dos años como piloto profesional de Rally.
Y termina con sus últimos 28 años como dueño de 600.000 hectáreas naturales en Mozambique (Buffalo Camp), donde ha llevado a cabo su sueño de proteger a la flora y fauna, peleando cada día para detener la caza ilegal, y la tala ilegal de árboles nativos.
Por cada frase que sale de su boca, tengo veinte preguntas nuevas. Pero la comida se acaba, y en teoría es momento de dar las gracias e irme. Sin embargo, Willie y Tian no están contentos con sólo haberme preparado comida. Ellos son ángeles, y los ángeles te ayudan hasta más no poder. Me guían a una de las piezas privadas con baño, y me doy mi primera ducha en cinco días.
Ya limpio, ahora sí que es momento de irme. Esta gente me ha dado demasiado. Pero Willie se da cuenta que el pasador de cambios de mi bicicleta no funciona (llevo dos mil kilómetros sin pasar cambios), y le dice a Tian que la arregle.
«¿Tian ha hecho esto antes?», le pregunto a Willie.
«No. Pero Tian sabe arreglar todo».
Deposito mi fé en ti, Tian.
A continuación, me dedico a observar cómo una persona que no sabe arreglar una bicicleta aprende a repararla a punta de prueba y error, sin pedir consejos ni buscar información en internet. Quizás no suena como algo tan interesante, pero resulta ser un espectáculo. Curiosidad en todo su esplendor. En menos de una hora, Tian deja mi bicicleta en la mejor condición que ha estado desde que llegué a África.
Entonces, tengo el estómago lleno por tanta comida. Estoy limpio. Mi bicicleta funciona bien. ¡Suficiente! Es momento de irme. Voy a despedirme, pero Willie me interrumpe.
«Quédate en una de las piezas por esta noche. Necesitas descansar. No te cobraré nada».
Ayayay Willie. ¿Dormir en una pieza de lujo después de días durmiendo en los arbustos con la espalda torcida? ¡No puedo decir que no! Es demasiada la tentación. Además, todavía no le pregunto sobre su pasado de mercenario.
Gracias, Willie.
Paso gran parte de la tarde descansando y conectándome a internet. Poco antes de la puesta de sol, subimos un cooler con cervezas y Coca Cola a la camioneta de Willie, y junto a Tian y otros dos trabajadores vamos los cinco a hacer patrulla contra la tala ilegal de árboles, metiéndonos por caminos de tierra que cruzan el parque.
A lo largo del trayecto, Willie me cuenta cómo consiguió un terreno tan grande en Mozambique. Durante la guerra civil que hubo en este país años atrás, mi anfitrión peleó como mercenario en el bando que ganó. Y cuando los generales tomaron cargos importantes en el gobierno, le preguntaron a Willie qué le gustaría recibir a modo de agradecimiento por su servicio.
«Tierra. Mucha, mucha tierra», respondió. ¿El objetivo? Dedicar el resto de su vida a conservarla. Y eso es lo que ha hecho, desde 1994.
Llegamos a una laguna, y Tian va junto a los dos trabajadores a instalar cámaras en distintos lugares estratégicos. Hay luna llena.
Aprovecho que estoy solo junto a Willie para hacer preguntas más complicadas. Acá van algunas de ellas:
Con todo lo que has visto en el mundo. Con todo lo que has vivido. ¿Cuál es el país más peligroso en este planeta?
«República Democrática del Congo, sin lugar a dudas.»
*Comentario personal: si una persona que ha peleado todas esas guerras y ha viajado por todo el mundo te dice que ese es el país más peligroso, es porque efectivamente es el país más peligroso.
¿Cuál era tu especialidad como mercenario?
«Estudiar al ejército enemigo. Cómo son, y cómo se comportan. Una vez que sabes quiénes son los que están al otro lado, puedes diseñar una estrategia vencerlos. A veces me infiltraba dentro de estos ejércitos como espía.»
¿Cuál es la guerra más sangrienta en la que has peleado?
«Zimbabwe.»
¿Zimbabwe?¿Incluso más que cuando ayudaste a detener el genocidio en Rwanda?
«El genocidio en Rwanda no fue una guerra. Fue un grupo de gente que se dedicó a matar a una minoría con machetes. Cuando nosotros llegamos a detener los asesinatos, estos cobardes (el ejército Interahamwe) escaparon sin luchar.
Zimbabwe es completamente otra historia. Era una guerra sangrienta. Ambos bandos armados de pies a cabeza. Y yo tenía dieciocho años.»
Siendo que has sido parte de conflictos en tantos lugares del mundo, ¿Qué visión tienes sobre la guerra?
«Suele pasar que los medios de comunicación intentan explicar guerras entre países a través de diferencias ideológicas. Es mentira. Te aseguro que siempre la principal causa de conflicto entre países es hacerse el poder sobre recursos naturales.»
No podía faltar la pregunta del millón: ¿Cómo es matar a un hombre?
«Uno no piensa mucho al momento de hacerlo. Es parte del trabajo. Si elegiste la misión correcta, deberías estar peleando junto a los buenos, en contra de los malos. Y cada malo que matas es un bien para el mundo.»
¿Alguna vez te equivocaste de bando?
«Sí. Pero en el momento no lo sabes. Lo importante es siempre intentar tomar la decisión correcta con la información que tienes. Y si más adelante te das cuenta que cometiste un error, debes aceptarlo y seguir con tu vida.»
Llega Tian, y manejamos de vuelta al lodge. En el camino, voy intentando internalizar todo lo que me ha dicho Willie en tan pocos minutos. ¿Cómo puede ser que una persona haya hecho tanto en su vida?
De comida, uno de los mejores pollos asados que he probado. Tan así, que me como uno entero. No sabía que era capaz de una hazaña de ese calibre.
Para qué te cuento lo mal que dormí, con toda esa comida en proceso de digestión.
A la mañana siguiente mi ángel Willie me prepara otro desayuno, me despido de abrazo de él y Tian, y sigo con mi rumbo al sur, con destino a Praia do Tofo. Buffalo Camp se queda en mi corazón.
Fin de la historia.
¿Qué reflexiones tengo después de haber conocido a Willie?
Me encanta la idea de que un hombre que me ayudó tanto, y que actualmente hace tanto por conservar la naturaleza, en su pasado haya sido mercenario.
Un ángel para mí. Verdugo para otros.
Esto me recuerda algo importantísimo de la esencia humana: somos seres complejos. Y es ahí donde se encuentra nuestra riqueza. Podemos perseguir distintos intereses, cometer errores, cambiar rumbos mil veces, y aun así tener una vida extraordinaria en donde acabamos siendo un aporte a la sociedad. Los seres humanos no somos buenos ni malos; somos una combinación compleja, que se va moldeando con el tiempo.
Lo importante, tal como dice Willie, es intentar tomar las decisiones correctas con la información disponible en el momento. Y si nos equivocamos, saber seguir adelante.
Aparte de eso, Willie y Tian me recordaron que, cuando alguien necesita de tu ayuda, tienes que dejarlo todo para ponerte en servicio de esa persona. Sin pensarlo dos veces ni esperar nada a cambio.
Gracias, Willie y Tian. Tenía hambre y estaba en malas condiciones, y me ayudaron. Nunca olvidaré lo que hicieron por mí. Espero algún día devolverles la mano, o hacer lo mismo por otro.
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