Aventuras en medio de la nada, y un encuentro cercano con la muerte

14 de Diciembre. Esfahan, Irán. Estoy preparando mi bicicleta para partir pedaleando camino a otra ciudad famosa que queda más al sur, Shiraz.

Entre Esfahan y Shiraz hay 480 kilómetros. Es un poco más de la distancia que hay entre Santiago y La Serena. Estimo que serán cinco largos días de pedaleo por paisajes planos y desérticos, con poco que ver en el camino. Trato de motivarme, pero es difícil.

Empiezo a pedalear sin ganas.

El primer día resulta ser tal como me lo imaginaba. Una carretera llena de camiones, suficientemente peligrosa como para preferir pedalear por un camino de tierra al costado.

Uno de los grandes desafíos que he tenido en Irán es tener que entretener la mente durante horas y horas de caminos planos y paisajes que no cambian.
A ratos, paso por momentos de creatividad. Pienso en historias que quiero escribir, canciones, y hasta incluso discusiones dramáticas como las que uno ve en las películas.
Otras veces mi mente está en silencio. Es como si entrara en «modo avión», y el subconsciente se hiciera cargo de que siga avanzando. No me doy ni cuenta, y he avanzado decenas de kilómetros sin pensar.
Y otras veces pedalear por el desierto se siente como una tortura china. La más leve oleada de viento me hace perder la paciencia. Y me empiezo a fijar en todas esas partes de mi cuerpo que me incomodan por llevar horas y horas pedaleando. Especialmente el culo.

Son las cinco de la tarde, y me desvío del camino para llegar a un pueblo diminuto que se ve a lo lejos. Por lo que vi en un cartel, hay un Ecolodge en donde quizás podré pagar una pieza barata y así salvarme de pasar frío en la noche.

Lo bueno es que naturalmente uno baja los estándares de belleza, y empiezas a disfrutar de estos cerros

Me sorprendo al encontrarme en un pueblo maravilloso. Todas las casas están hechas de un material que debe ser una mezcla de barro con quién sabe qué cosa. Tienen unas formas rarísimas, como si todo el pueblo hubiese sido diseñado por un niño jugando a hacer castillos de arena en la playa.

Todo el pueblo era así

Encuentro el ecolodge. Pago seis dólares por una pieza privada con estufa y sin cama. Problema del frío solucionado.

El Ecolodge. No sé qué tenía de Eco

9 de la noche. Alguien toca la puerta. Tres iraníes, entre ellos el dueño del ecolodge, me preguntan si me interesaría ir a un cumpleaños que están celebrando en el comedor principal. Yo respondo que por supuesto, que no hay mejor panorama que ir a celebrar el cumpleaños de un desconocido de un pueblo que ni siquiera conozco el nombre.

El cumpleaños consiste en aproximadamente treinta hombres del pueblo, música iraní en vivo, y muchísimo alcohol. Y yo que ingenuamente pensaba que en Irán no se emborrachaban.

Apenas entro al comedor, toda la atención se dirige a mí. Olvídense del cumpleañero. ¿Un turista? ¿En este pueblo? No puede ser. Todo el mundo me rodea. Me preguntan mi nombre y de a dónde vengo. Les respondo. Exclaman al unísono «Shiliiiii, Áfricaaaa». No tengo energía para explicarles que Chile no está en África.

Me hacen tomar tres shots de vodka, y me llevan a bailar. Pienso que me van a enseñar pasos iraníes con música iraní, pero no. El DJ elige poner Gangman Style. Así que durante los siguientes tres minutos bailamos todos juntos como ese chino pelotudo del video del 2014.

Después de eso, más alcohol, y más baile. Ahora sí me enseñan pasos iraníes, y hago el ridículo. No puedo parar de reírme. Entre todos ellos hay un pelado que hace uno de los mejores espectáculos que he visto. Bailes de breakdance y caminatas con las manos. Y hasta incluso, pillándome desprevisto, mete su cabeza por debajo de mi culo y me levanta entre sus hombros. Paso las siguientes dos canciones bailando sobre él.

Esto de que me traten como famoso me agota, así que después de un par de horas me despido de abrazo, y vuelvo a mi pieza.

Me acuesto a dormir con una sonrisa en la cara.

Segundo día. Imagínate el peladero más aburrido de pedalear del mundo. Un desierto en donde durante sesenta kilómetros no hay ni siquiera una bomba de bencina como para parar a tomar un café. Absolutamente nada.

Ahí estoy yo. Llevo toda la tarde cruzando ese maldito lugar. No hay nada que apreciar en el paisaje. Y hace mucho frío.

Este paisaje, durante 60 kilómetros

De repente, veo a la distancia un punto amarillo a orillas del camino. De inmediato intuyo lo que es, pero me digo a mi mismo que estoy alucinando. No puede ser verdad. ¡Estoy en la mitad de la nada!
Pero sí, es verdad. Es un viajero caminante, cargando una mochila con una funda amarilla para que los autos lo vean.

Me acerco hasta llegar a su lado, y ambos nos partimos de la risa tras encontrarnos en un lugar tan inusual.

El caminante se llama Bora, y es de Estambul. Partió desde su casa, y lleva diez meses caminando por Turquía e Irán, con destino a Nueva Delhi, India.
Ah, y no habla. Se comunica con señas y una aplicación del teléfono. No le pregunto, pero doy por supuesto que es mudo. El problema es que no tiene pinta de ser realmente mudo.

Yo no soy alguien que cree mucho en energías y cosas esotéricas, pero Bora transmite una alegría y una calma imposible de describir. No es necesario que diga nada para saber con toda seguridad de que este hombre es un sabio.

Pasamos unos cuantos minutos «conversando». Yo hablo, y él responde escribiendo frases cortas con el teléfono.
Le pregunto por qué eligió caminar, y no un medio de transporte un poco menos desesperante. Como mi bicicleta. Me responde que le gusta viajar caminando por dos razones:
La primera razón, es porque quiere aprender a ser paciente.
La segunda razón, es que cuando caminas por días y días, aprendes a rendirte ante el lugar donde estás. Aprendes a aceptar lo que sea que te toque. Sin quejarte. Sin juzgar.
Le regalo toda la comida que tengo (una lata de porotos), y me despido.

Bora. Esas personas que alegran al mundo

Paso los siguientes cuarenta kilómetros disfrutando como nunca este hermoso paisaje desértico.
Paciente.
Rendido ante la situación.

En la noche, ya en un hotel, reviso su página web. Descubro que efectivamente Bora sí puede hablar, pero que ha hecho un voto de silencio. No me parece tan raro. Dos años atrás leí una biografía de un tipo llamado John Francis, quien pasó 17 años caminando por el mundo sin hablar.

Me acuesto por segunda vez con una sonrisa en la cara, pensando en la gente extraordinaria que he conocido los últimos meses.

Tercer día. No más caminos planos. Hoy me toca cruzar una montaña. Avanzo a paso tortuga por una subida que parece nunca terminar.

Por lo general, cuando uno cruza una montaña, el camino está lleno de curvas. Y eso es bueno, ya que no se ve la cima hasta cuando ya estás muy cerca de terminar. Esta subida, en cambio, es recta y empinada. Veo el final durante horas. Se hace eterna.
Se pone a llover, y luego a nevar. Extrañamente, me mantengo de buen humor.
En la cima hay un túnel, y me refugio dentro de él para volver a sentir las manos y los pies. Me abrigo con todo lo que tengo, pero me congelo más aún con el viento de la bajada.

17:30. Estoy a las afueras de un pueblo llamado Ab Barik, a 2000 metros de altura. El sol ya se escondió, y todavía no tengo donde dormir. El alojamiento pagado más cercano está a cien kilómetros de distancia, así que tengo que buscar una alternativa para salvarme del frío. Necesito encontrar una casa abandonada donde instalar mi carpa, o conocer a alguien que me ofrezca alojamiento.

Se detiene una camioneta a mi lado. Empiezo a celebrar. ¡Me van a ofrecer ayuda! Se baja un tipo con su señora, me pide una foto, y se va.

Un minuto después se detiene otro auto. Esta vez son tres iraníes. El conductor me pregunta cómo me llamo y de dónde soy, y al escuchar que soy de Shiliii me empieza a hablar en un chino mandarín perfecto. Resulta que es un guía turístico de chinos. Yo le corrijo, y le explico que Chile es distinto a China, y que son dos países que están bastante lejos uno del otro.

El conductor me pregunta si me gusta la comida iraní, el vino de Shiraz, y bailar. Yo le respondo que sí a todo. Me dice que me quieren ayudar, y que pase con ellos la noche en Ab Barik. Yo le respondo que no tengo mejores planes, así que bueno.

Me terminan llevando a un matrimonio iraní.

Se dice que todo el mundo tiene en su vida quince minutos de fama. Estos fueron los míos.
De un momento a otro, me encuentro en medio del matrimonio, rodeado por diez niños e incontables adultos. Me abrazan, me agarran la chaqueta para ganar mi atención, me piden fotos, me piden que los salude en inglés. Cada paso que doy provoca un movimiento de una horda de gente. A cada lugar donde miro, hay alguien mirándome y sonriendo.
Las madres del pueblo se acercan a mí, y me preguntan si estoy casado. Cuando les digo que no, me presentan a sus hijas.
Yo, mientras tanto, me dedico a sonreír y saludar a tantas personas como puedo, tal como político que se candidatea a presidente.

El iraní que me invitó al matrimonio, Ferredun, trata de controlar a la gente para que yo pueda sentarme a comer. Pero no hay caso.

Paso las siguientes cuatro horas disfrutando de mi fama. Un grupo de jóvenes me lleva a un auto a tomar vino de Shiraz. Otros me sirven comida. Otro grupo me lleva a bailar, y no me dejan descansar hasta que quedo agotado. ¿Cómo les hago entender que ese mismo día anduve en bicicleta durante siete horas en la nieve? ¡Por favor, pesquen a la novia! ¿Y dónde está el novio? Trato de bajar un poco la atención hacia mí, pero es imposible.

De repente, llega el auto con el novio dentro. Todas las mujeres del pueblo se ponen a bailar alrededor del auto, sin dejar que el pobre tipo se baje. Recibo un poco menos de atención, pero sigo teniendo en todo momento unas diez personas pidiéndome fotos o haciéndome preguntas.

Las mujeres bailando alrededor del auto del novio

Ya a las doce de la noche, no doy más. Le pido a dos amigos que me ayuden a salir del lugar sin que la gente me vea. Entro a un auto y me escondo, y me llevan a dormir a la casa de Ferredun.

Gente increíble. Ferredun es quien está tomando la selfie

Ya van tres noches desde que salí de Esfahan. Tres noches en las que me acuesto con una sonrisa en la cara.

Cuarto día. Paso una mañana maravillosa bajando de la región montañosa en la que estoy. Hace más calor que el día anterior, y estoy de muy buen humor pensando en todo lo que me ha pasado.

El camino, además, es bonito. ¡Tiene árboles! Eso sí que se ve poco en Irán. Y casi no pasan autos.

Son las tres de la tarde. Estoy solo, pedaleando a buen ritmo y disfrutando del silencio. La vida es buena.

el camino con «árboles»

Noto a la distancia un auto negro que viene contra mí. Estamos a menos de doscientos metros de distancia, cuando el conductor entra a mi pista y se coloca frente a mí.

Mi primera impresión, es que el conductor vio algo que tenía que esquivar en su pista, y después de unos metros volverá a su lugar. Pero la distancia entre nosotros es cada vez menos, y el tipo no vuelve a su pista.

Estamos a menos de cien metros de distancia. El conductor todavía no se mueve. Me empiezo a asustar. ¿Qué está pasando? Veo todo en cámara lenta. Lo único que tengo para decir, es «Concha su madre, ¡¡¡Concha su madre!!!». ¿Cómo puede ser que no vuelva a su pista? ¡Me va a chocar!

Me orillo tanto como puedo. Si muevo la bicicleta diez centímetros más a mi derecha, salgo del camino hacia unas piedras y arbustos. Quizás el conductor no volverá a su pista, pero al menos tengo un pequeño espacio para pasar sin que choquemos.

Estamos a menos de veinte metros de distancia, y el conductor se aleja más aún de su pista para volver a ponerse en frente mío.

En ese instante entiendo que me quiere chocar a propósito.

Grito a todo pulmón «¡¡CONCHASUMADRE!!». Estoy desesperado. ¡¡Voy a morir!!

Estamos a menos de diez metros, y escucho el ruido del motor acelerando. Reacciono. Me tiro tan rápido como puedo afuera del camino. El auto me pasa rozando la pierna izquierda, y sigue acelerando para escapar. Mientras tanto, yo hago movimientos milagrosos con tal de no caerme hacia las plantas. Logro mantenerme en pie.

No entiendo lo que acaba de pasar. Siento cómo tiembla todo mi cuerpo por el miedo, mientras giro y veo cómo el auto negro se pierde entre las curvas del camino.

Yo no soy un tipo extremo, pero durante los últimos años he tenido un par de encuentros cercanos con la muerte. Más de los que me gustarían. Mientras estudiaba en Santiago me atropellaron dos veces andando en bicicleta, y una vez me tuve que operar de urgencia porque se me reventó el intestino delgado.
Aun así, lo que me acaba de pasar es lo más cerca que he estado de morir. Si yo no me lanzaba fuera del camino, el auto me chocaba a toda velocidad.

Trato de respirar y controlar el miedo, pero es difícil. Mi confianza está en el piso. Nunca nadie me había tratado de hacer daño.

Trato de convencerme de que el sujeto quería hacerme una broma, pero es imposible creer algo así. Si me hubiese querido hacer una broma, se habría desviado a último momento para esquivarme. Pero no lo hizo. En cambio, cuando vio que yo lo estaba tratando de esquivar por primera vez, se redirigió para volver a intentar chocarme con éxito.

Menos mal fracasó.

Vuelvo a subirme a la bici. Mientras avanzo, giro cada cinco segundos para comprobar que el auto negro no viene de vuelta. Siento que me van a chocar en cualquier momento.

Dos kilómetros después llego a un almacén, y me escondo dentro para intentar dejar de temblar.
El dueño del local y amigos suyos tratan de conversarme, pero yo no los escucho. En este momento tengo poca y nada de fé en la gente de este mundo. Es como si de un segundo a otro toda la gente que me rodeaba tuviese malas intenciones. Se me olvidó por completo la hospitalidad iraní. Sólo pienso en el casi-accidente. Me tomo un café, que definitivamente no ayuda a pasar los nervios.

Poco a poco recupero la calma. Me recuerdo una y otra vez que el 99,99999% de la gente en este mundo es buena, y que de vez en cuando uno se encuentra con un psicópata.

Vuelvo a subirme a la bicicleta, con menos miedo que antes. Encuentro un restorán, y le pregunto al dueño si conoce algún hotel que esté cerca. Me dice que no, pero me invita a pasar la noche en una pieza privada con estufa.

Ahmad, el dueño del restorán donde dormí

Me acuesto a dormir, pero esta vez no con una sonrisa. Ya recuperé la confianza en la gente gracias al dueño del restorán, pero no puedo evitar pensar en la muerte.

Me doy cuenta de lo frágiles que son nuestras vidas. No importa si llevas casco y chaleco reflectante. Hay muchas cosas que están fuera de tu control.

Me pregunto qué habría pasado si no hubiese salido del camino en el último segundo.
Me pregunto qué habría pasado si hubiese muerto ahí, en medio de la nada.

Obviamente sería una noticia terrible para mi familia y amigos, o al menos eso me gusta creer. Si no, soy una persona horrenda.

Voy más profundo, y me pregunto cómo juzgaría mi vida si hubiese terminado a los veinticinco años.

Pienso en las cosas que no habría alcanzado a hacer. Los lugares que me habría gustado visitar. Los desafíos deportivos. Escribir libros, Emprender. Tener una familia.

Pienso, también, en las cosas que me arrepiento haber hecho. Mis mayores equivocaciones del pasado.

Duele mucho.

Pero hay un solo factor que me deja tranquilo: que los últimos meses he hecho todo lo posible por aprovechar mi vida al máximo. Y eso no tiene precio.
No puedo determinar cuánto tiempo viviré, pero lo que sí puedo hacer, es intentar aprovechar mi vida al máximo.

Último día. Antes de partir pedaleando, me fijo una meta: sonríele a cada persona que veas, y disfruta el camino. No hay apuro por llegar a Shiraz. Disfruta tu vida.

Durante los primeros kilómetros pienso que cada auto que va en mi contra va a intentar matarme. Pero al rato esa sensación se va.
Avanzo horas y horas por un camino que, sin importar la dirección que tome, se asegura que todo el tiempo el viento esté en mi contra. No importa. Estoy vivo. Soy afortunado.

Paro a almorzar en las ruinas de Persépolis, y me vuelvo a subir a la bicicleta sin más fuerza en las piernas. Estoy agotado.

Mi experiencia en Persépolis consistió en veinte minutos de caminata y veinte minutos de siesta en un banco

No sé como, pero pedaleo los últimos sesenta kilómetros por una autopista llena de camiones que, finalmente, me lleva a mi destino. Shiraz.

Me siento en la cama de mi hostal, que está vacío. Celebro mi llegada comiendo chocolate. Llamo a mis papás.

480 kilómetros en cinco días. Cumpleaños de desconocidos, viajeros caminantes, nieve y montañas, matrimonios iraníes, y un encuentro cercano con la muerte.

Me vendrá bien un descanso en Shiraz.

¿Te gustaría apoyarme en mi viaje por el mundo? ¡Regálame un café!

Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

¿Te gusta lo que lees? ¡Ayúdame compartiendo este blog a algún cercano/a!

3 comentarios

  1. Hay Juampi, tienes un ángel muy grande que te cuida me dan ganas de reír y llorar, son muy entretenidas tus aventuras pero muy terrible lo que te pudo haber pasado, me moriría sin ti

  2. Qué buen historia JP, abarca muchos temas! Ya la había leído tiempo atrás, pero no la recordaba bien. Qué loco eso de ser como un famoso jaja qué te pareció la experiencia? Todo un rockstar! Cuál es la razón por la que un turista suscita tal interés? Es con todos los turistas igual, o acaso eres un destacado actor/bailarín iraní y no me has contado?

    El personaje Bora, sería interesante conocer un poco más de su historia.

    Por último, qué locura lo del auto que intentó atropellarte … o asustarte! No me queda claro, pero no te tiraste de la bicicleta intentando esquivar el auto? Si te rozó la pierna, realmente pasó muy cerca. Has llegado a alguna conclusión sobre este evento en particular?

    Abrazo JP Bull. Cuídate!

Los comentarios están cerrados.