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Un problemilla en la capital de Armenia
Miércoles 3 de Noviembre de 2021. Me encuentro en un hostal de Yereván, la capital de Armenia, esperando hace ya casi una semana que los de la embajada de Irán me aprueben la solicitud de visa.
Acabo de almorzar, y para matar el tiempo decido salir a recorrer el centro de la ciudad trotando.
Primero me dirijo a una mezquita azul que queda al lado del hostal. Se ve bonita, pero está cerrada, así que no me detengo y sigo trotando a un museo de arte moderno.
Una vez llegado al museo, me atiende una señora simpática que me cobra aproximadamente mil pesos chilenos por la entrada, y guardo el ticket en la billetera antes de entrar.
Entro a la galería al mismo tiempo que otro turista de mi edad, que está vestido como hipster y lleva consigo una cámara análoga. Y por cómo se mueve y por cómo me mira, deja claro que sabe más de arte que yo.
Hasta ahí, todo bien.
El museo tiene lo suyo, pero está lleno de esos cuadros que una persona iletrada en arte como yo no los entiende. Trato de hacer como que los disfruto, pero no hay caso. Camino lento sólo para hacerle competencia al hispter. Le quiero demostrar falsamente que yo también soy un hombre culto, y que sólo me faltan los anteojos grandes para ser como él. Aun así, caminando como tortuga, me demoro quince minutos en llegar hasta el final y volver a la entrada.
Para cuando voy saliendo del edificio, el hipster va en el primer cuadro.
Sigo trotando por el centro de la ciudad. Visito una iglesia, un club de tenis, y un parque. Ya estoy un poco cansado, así que decido volver al hostal. Pero antes, tengo que ir a buscar mi bicicleta al taller.
Hasta ahí, sigue estando todo bien.
Me entregan la bicicleta, y me cobran unos diez mil pesos chilenos por todos los arreglos. Me palpo los bolsillos, y es ahí cuando me doy cuenta que no todo está tan bien.
No encuentro mi billetera.
Abro la mochila que tengo, y la reviso al menos unas tres veces por todos los bolsillos. No hay caso; efectivamente se me perdió la billetera.
El problema no es grave; es gravísimo. En la billetera tengo las dos tarjetas de crédito con las que pago y saco plata del cajero, mi carnet de identidad, y plata recién retirada para dos semanas. Ni siquiera tengo para pagarle a los del taller por el servicio que me hicieron en la bicicleta. Y además de todo eso, no tengo ningún número de contacto o email en la billetera para que me contacten en caso de extravío.
Les explico el problema a los del taller, y de buena voluntad dejan que me lleve la bicicleta a donde sea que tenga que ir para encontrar mi billetera.
Descompensado por la noticia, me dirijo tan rápido como puedo al museo. Pero no sé por qué estoy yendo para allá. Recuerdo claramente haber pagado la entrada con efectivo, haber recibido el ticket, y haber guardado la billetera en mi bolsillo.
Y dado que no volví a pagar nada después de eso, todo esto indica que la billetera se cayó de mi bolsillo mientras trotaba. Quién sabe dónde.
En otras palabras, estoy yendo al museo sólo para que la señora de la entrada me mire con cara de pena y me diga que no tiene lo que busco.
Llego al museo, y me encuentro con un escenario completamente distinto al que estaba imaginando. Hay al menos ocho mujeres en la recepción, y cuando abro la puerta, todas ellas me miran al mismo tiempo con cara de sorpresa. Una lanza un grito, y las demás se ponen a celebrar como si hubieran visto al equipo de fútbol de Armenia meter un gol en el Mundial.
«¡Sabemos dónde está tu billetera!», me grita una en inglés. Mientras tanto, otra salta de alegría, y otras dos se abrazan.
¿Cómo puede ser que estén tan felices?
No entiendo lo que está pasando. Estoy 100% seguro que la billetera se me cayó en la calle.
Una de las mujeres se sienta en su escritorio, y saca un papel de su cajón. Hace un llamado hablando en armenio, y después procede a explicarme todo.
Efectivamente, mi billetera se cayó en la calle. Y no tenía información de contacto. Pero había esperanza. La billetera tenía un solo pedazo de información que la persona que la encontrara pudo usar para buscarme, en el cual no había pensado.
El ticket del museo.
Un tipo de mi edad que iba con su novia caminando por la calle encontró la billetera, y llamó al museo para dejar su número en caso de que yo apareciera.
Me siento en una silla, con todas las mujeres de la recepción mirándome con una sonrisa. Estoy aliviado, pero a la vez no me siento bien. Todavía no me recupero de los nervios.
Diez minutos después, nos reunimos, y el tipo con su novia me entregan la billetera intacta. Estoy tan sorprendido por todo lo que ha pasado los últimos treinta minutos, que ni siquiera salen las palabras de mi boca para ofrecerle recompensa. Finalmente, respiro lentamente y le pregunto cómo puedo pagarle.
Me dice que por favor no le dé nada.
Antes de irme del museo, las mujeres me dan una clase sobre cómo guardar la billetera correctamente en el bolsillo para que no se me caiga. Me dicen, además, que no puedo ser tan distraído como para que se me pierda la billetera siendo que el short que llevo puesto tiene cierres en los bolsillos.
Vuelvo a la calle, camino al taller a pagar el arreglo de la bicicleta.
Mientras voy pedaleando, sólo pienso en una cosa:
¿Qué tan bueno tiene que ser un tipo como para encontrar una billetera, hacer todo lo posible por encontrar al dueño, hacer él la caminata para devolverla, y entregarla sin pedir nada a cambio?
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Me dio apendicitis…en Armenia
Si hay algo que me daba miedo antes de partir mi viaje en bicicleta, era tener alguna enfermedad que me dejara hospitalizado en un país extranjero.
Y bueno, pasó.
Jueves 4 de Noviembre. Llevo ya una semana en Yereván, la capital de Armenia, esperando que la Embajada de Irán me de mi visa.
Lo bueno es que no tengo apuro. La gente del hostal es muy simpática, y logro hacerme buenos amigos de distintos países. Todos los días hacemos algún tipo de paseo, y en las noches tomamos cerveza y jugamos ajedrez.
Lo único que me tiene preocupado, es un dolor de estómago. No es fuerte, pero constante. Estoy pensando si ir o no a la clínica a revisarme. A ratos creo que si voy sería un poco paranoico.
Me decido por hablar con los del seguro. En pocos minutos, consiguen que una doctora hable conmigo vía Whatsapp. Me hace varias preguntas, y yo le respondo que no tengo otros síntomas además que dolor. A todo esto, no puedo evitar sentir que hacer una consulta médica por Whatsapp es la actividad más negligente en la que he participado.
Al final de la conversación, la doctora me dice que no tengo nada. Pero no le creo.
Al día siguiente voy caminando al hospital más cercano. Durante todo el trayecto me siento como la persona más exagerada del mundo. Nadie va al hospital por un dolor tan suave. Lo bueno, es que una vez que me hagan un examen, podré volver a mi vida tranquilo.
Me atiende un doctor pelado y con cara de villano ruso de las películas, que se niega a mirarme a los ojos. Además, no habla inglés. Me manda a hacer un ultra sonido, y ya con los resultados en mano, y con otro doctor que ayuda a traducir, me explican las malas noticias.
Apendicitis.
Mierda.
¿Puede ser peor? Sí.
Hablo con los del seguro, y me dicen que si bien ellos supuestamente cubren $75.000 dólares de operaciones por enfermedades graves, no protegen contra apendicitis. La operación sale $500.000 pesos chilenos, el equivalente a un mes de viaje.
No tengo tiempo ni para pensar, ni para decidir. Me llevan a hacer todos los exámenes necesarios, y en menos de una hora una pobre enfermera de avanzada edad me está afeitando las bolas y las piernas para poder operarme (totalmente innecesario). Y treinta minutos después de eso, me están operando mientras estoy dormido. Con suerte alcanzo a avisarle a mi familia, que obviamente están de infarto.
Despierto en la sala post operación. Desorientado. Asustado. Tengo un dolor terrible en el abdomen. A ratos pienso que se aprovecharon de mí y me sacaron un riñón. ¿Cómo puede ser que la operación del apéndice duela tanto? Seguramente habían hecho algo más.
Me llevan a mi pieza. Hay dos camas, pero estoy solo. Estoy tan cansado, que me paso todo el resto de la tarde durmiendo. Van 24 horas sin comer nada.
Al día siguiente se pone más emocionante. Primero me dan un yoghurt luego de 37 horas sin comer. Luego, llega a mi pieza un armenio de 43 años, que tiene un problema en la rodilla y lo van a operar. Lo acompaña su señora. Son simpáticos, pero no hablan inglés.
Nuevamente paso la tarde solo, esperando a que vuelva mi compañero de pieza después de la operación. Levantarse de la cama para ir al baño es todo un desafío, y cada vez que camino con esa bata de operados siento que ya no tengo respeto por mí mismo. La enfermera que me trata viene poco y nada a verme, y cada vez que hace algo con jeringas me duele y me hace sangrar. Es tanto lo nervioso que me pone, que empiezo a desarrollar un miedo por las agujas (espero que con el tiempo se me pase).
Vuelve mi compañero, y nos pasamos el resto de la tarde haciéndonos compañía, pero sin hablar. Intentamos comunicarnos precariamente con las manos, y lo poco que logramos entender se aprecia mucho. Su señora se queda sentada en una silla que mira hacia mí, lo cual me pone nervioso, ya que estoy hecho un desastre.
Tipo 9 de la noche, me dan ganas de ir al baño. Hago el mismo movimiento de siempre para ponerme de pie, pero esta vez, no sé por qué, no logro pararme a la primera. En resumen, quedo con las piernas abiertas y al aire por al menos diez segundos, apuntándolas en dirección a la señora del armenio.
¿El problema?
Que no llevo calzoncillos.
La pobre mujer (y probablemente también el armenio) pasaron al menos diez segundos viéndolo todo. Tuvieron suficiente tiempo para analizar en detalle y medir al ojo cuál de mis dos testículos cuelga más bajo.
A duras penas logro pararme y me tapo de inmediato con la bata, pero sé que no hay vuelta atrás.
He perdido mi dignidad.
Entro al baño, y no paro de reírme. Siento un dolor terrible en el abdomen debido a la agitación. Trato de pensar en eventos tristes de mi pasado sólo para parar de reírme, pero no hay caso. Tengo miedo de que mis tripas exploten y me muera ahí, en el baño del hospital de armenia, de la risa.
Una vez calmado, vuelvo a la cama y me quedo dormido. No me atrevo a mirar a los otros dos debido a la vergüenza.
A la mañana siguiente despierto de un salto por un ruido demasiado fuerte. Fue como un escopetazo. Pero resulta no ser un escopetazo; es la flatulencia más potente de todos los tiempos. Miro hacia el lado intentando entender lo que está pasando, pero veo que mis compañeros habían puesto una sábana para taparse.
No hay mucho que adivinar. El armenio, a falta de poder caminar, se vio obligado a cagar en su propia cama.
Pobre tipo. Yo estoy mal, pero al menos puedo ir al baño en privado. Ni me imagino lo difícil que debe ser cagar en tu cama, con un desconocido en tu pieza y con tu señora ayudando a que te limpies el culo.
Y por cierto, ¿Hay otra demostración más grande de amor que limpiarle el culo a tu pareja?
El resto del día pasa volando. Me dan de alta, y preparo mis cosas para irme.
Antes de salir de mi pieza, me despido por última vez del armenio. Nos miramos a los ojos, y sonreímos.
Soy capaz de leerle la mente.
Hay más que amistad entre nosotros.
Existe un lazo extremadamente potente entre dos hombres que perdieron toda su dignidad en menos de un día.
Ya no hay nada que ocultar entre nosotros, literalmente.
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