Crecimiento espiritual en…¿¿Un viaje en bus??

31 de Marzo de 2021.

Estoy en Uvinza, un pueblo situado al oeste de Tanzania.
¿El plan? Pedalear mil kilómetros en dirección sur para llegar a la frontera con Malawi.

El plan

Decirte que estoy sufriendo es poco. Se nota la angustia en mi cara y en el lenguaje corporal cabizbajo que tengo. Tengo una mirada  que se pierde en el vacío una y otra vez porque estoy pensando demasiado en mis temores.

La raíz del problema no es el lugar donde estoy ni la gente que me rodea, sino más bien el pronóstico de mi futuro cercano. Los mil kilómetros que tengo que pedalear no son cualquier desafío.

Para empezar, estamos en temporada de lluvias. Eso, combinado con el camino de tierra, provoca un barro que se pega en cada engranaje de la bicicleta, y hasta ahí llegaste. Puedes estar en la mitad de la nada, y quedarte en pana ya que no hay caso con desatascar la bicicleta.

Barro atasca bicicletas

Segundo: esta es una de las regiones más inhóspitas de Tanzania. Entre el pueblo donde estoy y el siguiente hay doscientos kilómetros sin gente. Y la comida en cada pueblo es limitada. Difícil, por no decir imposible, encontrar una lata de atún o porotos para tener reservas en caso de que pase algo en un tramo sin gente.

Tercero: animales salvajes. En la mitad de esos mil kilómetros tengo que cruzar el parque nacional Katavi, que tiene leones, hipopótamos, y otras bestias que feliz me usan de postre. Además, está prohibido cruzar el parque en bicicleta. Si me pillan, estoy en problemas.

Por último, tse tse flies. Unas moscas parecidas a los tábanos que tenemos en el sur de Chile, pero mil veces más malignas. Según mucha gente, son los peores bichos del planeta. Y están a lo largo de cientos de kilómetros que tengo que cruzar.

Entonces, tengo acumulados muchos posibles problemas que, combinados, forman un futuro terrible.

Por primera vez en el viaje, tengo adelante un desafío que no quiero llevar a cabo. No sé a qué le tengo más miedo: a morir, o a ser recordado como el pelotudo que se lo comió un león.

A pesar de todo lo que acabo de decir, hay una voz en mi cabeza que insiste en que vaya al peligro. Esta voz es un viejo enemigo. Es mi ego.
Este enorme ego que tengo me recuerda una y otra vez que tengo que hacer todo mi viaje en bicicleta. De otro modo, no le podré decir al resto del mundo lo aventurero que soy.
Es muy distinto completar el 100% de tu viaje en bicicleta, a completar el 90% en bicicleta, pero saltarte el 10% más desafiante.

¿Cómo puede ser que esté a punto de pasar tanto peligro sólo por ego?
Por un momento me acuerdo de las historias de montañistas que insisten en hacer cumbre en circunstancias peligrosísimas sólo porque no quieren fracasar, y terminan muertos.

No quiero que me pase lo mismo.

Me hago la siguiente pregunta: ¿Qué haría si no tuviera un ego que alimentar?

La respuesta es obvia: ¡¡Tómate un bus a un lugar más seguro!!

Así que eso decido hacer. Por primera vez en África, tomaré un bus. El nuevo destino es Dar es Salaam, al Este de Tanzania. De ahí me puedo tomar un ferry a Zanzíbar, y decidir qué hacer tomando jugo de coco en la playa.

El nuevo plan. Esta vez en bus

Son las cuatro de la tarde, y voy camino a comprar un ticket.
Estoy más desanimado que antes. No puedo creer que esté a punto de subirme a un bus. ¡Derrota absoluta! Acabo de pegarle una patada en los cocos a mi ego. Maldita babosa incapaz de completar desafíos difíciles.

Compro el ticket. Es para mañana a las 7.00 am. Sólo para confirmar, le digo a Barak, el vendedor, que estaré esperando el bus a las 6.50.

-No, no, no. El bus sale de aquí a las 1 de la mañana -me responde en inglés.

-¿¿Qué?? ¡Pero si en el ticket está escrito que tenemos que presentarnos a las 6.30 para salir a las 7!

-Lo sé, pero el bus sale a las 1. Tienes que estar aquí antes de las 1.

Algo no me calza. Decido quedar como alguien que no entiende de números, y preguntarle a Barak cuatro veces consecutivas a qué hora sale el bus. Él insiste en que el bus sale a las una.

-Ok. Confío en ti -le digo-. Estaré aquí esperando el bus en menos de 9 horas.

-Sí, nos vemos.

Paso toda la tarde descansando en una pieza, duermo dos horas, y a las 12 de la noche suena mi alarma para empezar a moverme. Llego al paradero de buses a las 12.40. Aparte de dos tipos que están llorando de la risa viendo videos en un teléfono, el pueblo está vacío. Me siento a esperar.

1 am. El bus no ha llegado.

1:30 am. El bus todavía no llega.

2:00 am. ¿Dónde está el bus? Me duele el culo de estar tanto rato sentado en el cemento.

2:30 am. ¡El bus se ha atrasado una hora y media! ¡Quiero dormir!

Me acerco a los dos tipos que están sentados a unos cuantos metros de mí, y les pregunto a través de Google Traductor si me pueden ayudar llamando a Barak.
Uno de ellos hace como que entiende, y me responde en Swahili: «El Señor es Todo Poderoso. Que el Señor te bendiga».

Creo que este señor no me entendió. Vuelvo a escribir el mensaje, imposible más claro. Además, hago gestos con las manos para que no haya dudas que necesito usar su teléfono.

Me responde: «Salve el Señor Jesús!».

¡¡La mierda!!

A las 3 de la mañana llega un tercer sujeto. Este tipo es mi salvación. No sólo habla un poco de inglés, sino que también tiene plata en su teléfono. Logramos despertar a Barak, quien dice que estará aquí en cinco minutos (cinco minutos africanos = entre 30 minutos y tres días).

3.30 de la mañana. Llega Barak, manejando una moto llena de luces fosforescentes pegadas por todos lados.

-¡Barak! ¡Qué le pasó al bus! -le digo.

-Sorry sorry sorry. Viene a las siete de la mañana.

A continuación, armo una de esas escenas de películas de Hollywood donde un latino enojado grita en español una combinación de insultos que claramente son inentiligibles para cualquiera que no habla español. Es algo más o menos así:

-¡¡LA CONCHATUMADRE!! ¡¡ME DIJISTE A LAS 1!! ¡¡A LAS 1!! ¡¡TE PREGUNTÉ CUATRO VECES!! ¡¡POR LA MIERDA!! ¡¡NO PUDE DORMIR!!

Barak se queda callado. No hay nada que tenga que decir. Y yo ya me desahogué. Así que vuelvo a la pieza donde estaba durmiendo, para descansar otras tres horas antes de la verdadera partida del bus.

7:00 am. ¡Sorpresa! Llega el famoso bus. Está suficientemente viejo como para que uno se pregunte si será capaz de aguantar 1400 kilómetros para llegar a Dar es Salaam. El ayudante del conductor mete mi bicicleta en el maletero con una agresividad que me provoca dolor físico sólo por ver cómo la están maltratando.
Si hay algo seguro, es que mi bici no saldrá viva de este bus.

El bus está lleno. Me sientan en la primera fila. Mi compañera de asiento debe tener unos treinta años, y necesita de todo su asiento y un tercio del mío para que parte de su cuerpo no quede en el pasillo. Pequeña no es. Y no se le ve alegría en la cara, ahora que tendrá que compartir asientos con un hombre blanco por horas y horas. Después de una que otra maniobra, ambos logramos acomodarnos con nuestros cuerpos pegados de hombro a talón. Hay una conexión física entre nosotros, literalmente.

A continuación, 21 horas de viaje en bus.

21. HORAS.

¿Eres capaz de imaginarte cómo es viajar 21 horas en bus por África?

Albert Einstein estaba en lo correcto con su tiempo relativo. Estas 21 horas se convierten para mí en lo que parece ser toda la historia de la humanidad.

Lo peor, es que tengo el reloj justo al frente mío. Veo la hora, y son las 7.10. Observo el paisaje, medito, vuelvo a observar el paisaje, vuelvo a meditar, veo el reloj nuevamente, y son las 7.13. Así de lento pasa el tiempo.
Te acabo de relatar 3 minutos, ahora intenta proyectarlo 21 horas.

Al poco rato, mi compañera de asiento decide que quiere dormir. Pero su respaldo está muy incómodo, así que se gira para quedar con sus piernas en el pasillo y apoyando su espalda en mí. ¿Acaso cree que soy un cojín? Su media tonelada de peso me aplasta a tal punto que me cuesta respirar. Pero acá va lo más raro de todo: me siento cómodo en esta posición.

El bus tiene dos conductores. Cuando uno maneja, el otro duerme de forma tal que, si chocamos, sale por la ventana como si fuera una jabalina

Me pongo los audífonos para entretenerme escuchando un poco de música, pero la batería se agota a la hora. No queda otra que reflexionar sobre los últimos días.

¿Cómo puede ser que mi ego sea tan grande como para haber estado a punto de hacer ese camino mortal en el oeste de Tanzania?

La única razón por la cual hubiese hecho ese camino de mierda era poder decirle al resto del mundo que fui capaz de hacer todo mi trayecto de África en bicicleta, sin el apoyo de vehículos motorizados.

En otras palabras, ya no importa si lo paso bien o mal. No importa si es seguro o peligroso lo que esté a punto de hacer.
Lo único que importa es que el ego sea satisfecho.

Demostrarme a mí y al mundo lo fuerte que soy.

¿En qué momento se me olvidó que lo importante de viajar es  conocer lugares por curiosidad pura, y no satisfacer al ego?

¿Qué otras cosas estoy haciendo por aparentar ser alguien interesante, y no porque realmente me interesan?

Paradas a comprar comida

Este bus, este maldito bus, resulta ser la medicina que necesitaba, y llegó justo en el momento preciso. Es un recordatorio de que debo evitar tomar decisiones por ego y orgullo, y empezar a elegir caminos de vida que realmente me interesan. Dejar de esforzarme por impresionar a otros, y aprender a aceptarme a mí mismo, tanto en lo bueno como en lo malo.

Este bus, este maldito bus, se siente…correcto. En menos de un día, todas mis preocupaciones sobre mi futuro cercano (tse tse flies, lluvias, animales salvajes, etc) desaparecen. Mi cara pasa de ser una de angustia a una  de calma absoluta.
Sí, querido lector. Leíste bien. En medio de este bus de 21 horas con esta señora que me aplasta sin piedad, el lugar más incómodo del universo, encuentro paz interior. Es lo mejor que me he sentido en días. Respiro con calma, duermo entre diez y veinte siestas, disfruto de seguir reflexionando acerca de poco y nada, y contemplo el paisaje. Estoy feliz.

Llego a las 4 de la mañana a Dar Es Salaam. El bus me deja a diez kilómetros del centro, donde quiero dormir. Armo mi bicileta, y empiezo a pedalear. Empieza a caer la lluvia más fuerte que he visto. Es una ducha, más que una lluvia. Las calles se convierten en ríos. Las cañerías subterráneas se inundan, y esto provoca que el agua por la cual estoy pasando sea una mezcla de aguas servidas, tierra, y mierda en general.

Llego a un hotel en el centro de la ciudad empapado, con olor a caca, y con los ojos inyectados en sangre por haber dormido tan mal los últimos días.

Nada de eso importa. Hoy vencí a mi ego. Estoy en paz.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

¿Por qué me gusta tanto viajar?

¿Por qué me gusta tanto viajar?

Pensé que sería difícil responder a esta pregunta, pero no.

Te podría dar muchas explicaciones sobre cómo viajar me ha ayudado a mejorar mi confianza,
o cómo me ha ayudado a conocerme más a mí mismo,
o aprender a estar solo sin sufrir,
o a ganar perspectiva del mundo en general y de mi propia vida,
o a aprender a disfrutar más mi vida cotidiana,
o a aprender a vivir bien con poco,
o a descubrir qué es lo que quiero hacer con mi vida,
Etc.

Todas las anteriores son respuestas válidas a esta pegunta. Pero si te soy sincero, estos son más que nada efectos secundarios que resultan de viajar. No son la respuesta a por qué me gusta la vida del viajero.

La verdadera respuesta a por qué me gusta tanto viajar es extraordinariamente simple:
Me encanta viajar porque me gusta la persona que soy cuando lo hago.

Me gusta cómo pienso. Cómo tomo decisiones. Cómo me relaciono con otros. Qué acciones tomo. Cómo es mi salud. Cómo es mi energía y estado de ánimo.

Prefiero mil veces cómo soy viajando, a cómo soy cuando estoy en Chile.

felicidad en Burundi

¿Por qué menciono todo esto?

Los seres humanos tendemos a pensar que nacemos con ciertas características positivas y negativas, y no hay mucho que cambiar.
Que somos personas naturalmente aburridas, o tímidas, o inteligentes, o alegres, o impacientes, o aventureras, o lo que sea.

En realidad, el ambiente en el que estamos puede explicar gran parte de lo que creemos que somos.

Por favor, detente en la última oración. El ambiente que nos rodea influye cómo nos comportamos.
¡Piensa en cómo esto afecta nuestras vidas!

La razón por la cual te sientes infeliz cada día puede ser que te estás juntando con la gente incorrecta. Y la solución a este problema puede ser algo tan simple como empezar a juntarte con otros que te hacen bien.

La razón por la cual «eres una persona tímida e introvertida», tal cual lo has afirmado toda tu vida, puede ser que te estás juntando con personas que te tiran abajo todos los días y te hacen ver lo poco que eres. La solución puede ser algo tan simple como juntarte con gente que resalta tus valores, y no tus defectos.

La razón por la cual eres impaciente y te enojas todo el tiempo puede ser algo tan simple como que elegiste un trabajo que te tiene estresado todo el tiempo. Con el paso de los años, esa tendencia a impacientarte y enojarte se ha convertido en parte de tu esencia. No eres capaz de distinguir qué parte tuya es producto de tu ambiente, y qué parte es realmente tuya.

¿Por qué eligiríamos un trabajo donde hay mucha corrupción? La tentación a ser corruptos es inmensa

En vez de intentar cambiar como personas manteniendo nuestro estilo de vida, lo que podríamos hacer es cambiar nuestro estilo de vida, y como efecto secundario cambiar como personas.
Cambiar nuestro ambiente por uno que nos convenga nos puede ayudar a convertirnos en esa persona que queremos ser.

Es difícil decirte a ti mismo/a «Quiero ser una persona aventurera», y de un momento a otro convertirte en esa persona.
Es mucho más fácil hacer un trekking a las montañas, pasarlo bien, y como efecto secundario desarrollar ese espíritu aventurero que te hace explorar lugares desconocidos, bañarte en agua de glaciares, y caminar bajo una tormenta de nieve buscando al Yeti.

¿Quieres ser una persona más calmada?
Múdate a vivir a la patagonia. Con el paso del tiempo te moverás por la vida como la tortuga de Kung Fu Panda.

¿Quieres ser una persona más paciente?
Júntate con gente paciente. ¿O ándate a meditar con los budistas en la India?

¿Quieres  ser una persona que le gusta el deporte?
Contágiate juntándote con gente que sale a correr todas las mañanas.

Veámoslo desde otro ángulo:

¿Por qué aceptarías ese trabajo en una empresa donde la gente te parece aburridísima? A menos que tengas deudas y no lo puedas evitar, no tiene sentido. ¡Tarde o temprano te convertirás en esa persona aburrida!

¿Por qué eligiríamos un trabajo donde la gente nos parece aburrida?

¿Por qué te juntarías en esa gente que, con solo mirarles las caras, sabes que no te hacen bien?

¿Por qué insistirías en seguir compitiendo en un deporte donde tus rivales son tóxicos?

En mi caso, viajar es el cambio de ambiente que estaba buscando. Este estilo de vida me ayuda a acercarme a esa persona que me encantaría ser. Una persona con mayor perspectiva del mundo, más sociable, más aventurera, y otras características que me importa desarrollar.
Por ejemplo: cuando estoy en Chile tiendo a buscar tener una rutina perfecta, sin sorpresas. Cuando estoy viajando, tiendo a buscar algo nuevo todos los días.
¿Podría buscar algo nuevo todos los días cuando vivo en Chile? Claro que sí, pero es muy difícil. Es mucho más fácil cuando viajo.

Estoy depositando toda mi confianza en que, si paso mucho tiempo viajando, adoptaré esta «personalidad viajera» que tanto me gusta a tiempo completo. Sin importar si estoy en Chile o en Siberia, tendré este espíritu viajero. Quién sabe si seré o no capaz de lograr esto, pero vale la pena intentarlo.

Elijamos esa actividad/ambiente que nos ayude a convertirnos en la persona que queremos ser.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Atrapado en un pantano, y encontrar felicidad en el lugar menos esperado

Mi última historia terminó con un resumen sobre cómo encontré redención en mis últimos días en Rwanda.
Retomemos el relato en el penúltimo día antes de salir de este lindo país lleno de gente maravillosa.

La frontera terrestre entre Rwanda y Burundi está cerrada, así que n vez de cruzar directamente entre estos dos países, lo que tengo que hacer es salir de Rwanda, entrar a Tanzania, y pedalear sesenta kilómetros por montañas para entrar a Burundi.

Vamos que se puede.

Entonces, es Domingo. Día del Señor.
Aquí en África, domingo es lejos el día más entretenido de la semana. Tan así, que lo espero con ansias. ¿Por qué? ¡Porque en el Día del Señor hay misas!

Sé lo que estás pensando. Ir a misa no es lo más entretenido del mundo. Pero aquí en África la situación es distinta. No es como en Chile, donde el ambiente dentro del recinto es uno de piedad, silencio y respeto. Aquí la gente viene a festejar con todo su cuerpo, mente y alma. ¡Say Alleluyah!

Mientras pedaleo, paso por fuera de una iglesia tras otra. Cada una está en su propio mambo, con gente cantando a todo pulmón.
Hace ya tres años que dejé de ir a misa, pero es tanta la buena vibra que hay, que decido parar en una de ellas y entrar a participar.

A continuación, hombres, mujeres, niños y viejos bailando como si no hubiese un mañana. Juntos bajamos hasta el piso, aplaudimos sin parar, cantamos tan fuerte como podemos, y por supuesto, gritamos una y otra vez «Alleluyah!!».
El padre de esta iglesia es el mejor animador que he visto.

Es muy común escuchar gente criticando a estos padres, diciendo que son embusteros que se dedican a predicar y robarle plata a la gente. Por mi parte, feliz le pagaría a una persona para que cada Domingo me deje tan elevado como si Chile hubiese ganado el mundial.

Al rato sigo pedaleando. No he comido nada, pero tengo más energía que nunca. Cruzo unos cuantos cerros y campos de arroz con gente tranquila trabajando.

Son las cinco de la tarde. Oscurece en dos horas. Llego a un pueblo donde tengo que elegir entre dos opciones:
1)Seguir el camino pavimentado por una vuelta enorme que hace que te preguntes en qué habrán estado pensando los ingenieros al momento de planificar la ruta. Es una opción segura, pero larga y aburrida.
2)Entrar a un camino de tierra que sirve como atajo. No sé qué hay en este camino ni cómo serán las condiciones.

Claramente la opción 2 suena mejor.

Apenas entro a este camino, escucho una voz que dice «Juan Pablo, bienvenido al paraíso».
«¿Eres tú, Dios?», le respondo. «¿Es esta mi recompensa por haber ido a misa?».
En verdad no escuché ninguna voz, pero estoy en medio del cielo. Avanzo lentamente por un camino lleno de gente alegre que se detiene a saludarme como si estuvieran ante la presencia de un actor famoso. Jóvenes jugando fútbol, niños jugando con ruedas de bicicleta, mujeres y hombres sentados a orillas del camino haciendo poco y nada, disfrutando la vida. Lo mejor, es que nadie aquí nadie me pide plata. Me pregunto si seré el primer Mzungu (hombre blanco) que ha pasado por este camino.

Me detengo a orillas del camino para comprar plátanos, y el hijo de dos años de la vendedora se pone a llorar de miedo cuando me ve. No es la primera vez que me pasa, de hecho, este es el quinto niño que hago llorar por ser blanco (espero que sea por eso, y no por lo feo). Y cada vez que esto pasa, la gente alrededor se parte de la risa. Yo también me río, y trato fallidamente de mostrarle que no soy un monstruo.

Entre que avanzo como tortuga, que pincho rueda, y que paro a tomar té, se me hace tarde. Tengo que buscar un lugar para dormir. El problema es que en el lugar donde estoy no hay chance de encontrar un hotel, y menos uno barato. Y con tanta gente en el camino es casi imposible acampar. No hay donde esconderse, y si alguien te ve, te aseguro que todo el pueblo vendrá a visitarte en medio de la noche.

se está haciendo tarde

Reviso el mapa. La ruta dice que siga en línea recta cruzando un cerro enorme. La otra opción es bordear este cerro por un camino que va por la orilla de un pantano, y eventualmente lo cruza.

«Vayamos por el pantano, ¿qué puede salir mal?», pienso.

Con el paso de los minutos, encuentro la respuesta.

Primero que nada, noto que aquí no hay gente. Algo huele mal. En África siempre hay gente en el camino.
Segundo: resulta que, al igual que bosques, selvas, montañas, y prácticamente cualquier entorno natural, un pantano se comporta muy distinto durante la noche en comparación a cómo es de día. Mientras más baja la luz, más aumentan los sonidos salvajes.  No veo nada, así que enciendo mi linterna frontal.

Al principio escucho ranas. Muchas ranas. Eso es normal. Varias de ellas cruzan por al frente mío, brillando en la oscuridad debido a la luz de mi linterna.

Al rato se suman a las ranas patos y bandadas de pájaros. Sigue sin haber problemas.

De un momento a otro, todo cambia. Empiezo a escuchar ruidos terroríficos. Si es que son verdad esas teorías conspirativas que afirman que hay alienígenas explorando nuestro planeta, estoy seguro que viven en este pantano. Los ruidos que escucho son exactamente a los que se oyen en «Alien vs Depredador». Me empiezo a asustar. No tengo problema con pedalear un poco en la noche, ¡pero me pudiesen haber advertido que pasaría la noche peleando a puño limpio con monstruos reptilianos!

por si te preguntabas cómo eran los animales de ese pantano

Lo peor, es cuando empiezo a ver ojos brillantes que me observan en la oscuridad. Y no son pocos, son muchos. Es tanto el miedo que siento, que me cuesta respirar. Pero no tengo muchas opciones más que seguir avanzando en dirección a esos ojos.

¿Serán esos los alienígenas?

Menos mal, los dueños de esos ojos resultan ser gatos negros que se escapan de mí escondiéndose en el bosque. ¿Alguien me puede explicar qué mierda estaban haciendo gatos en un pantano en medio de la noche?

Según el mapa en mi teléfono, en poco rato llegaré a un camino que cruza el pantano. Más vale que sea un puente.

Apuro el paso, con la esperanza de que en pocos minutos saldré de esta situación. Mientras más me acerco a este puente, más reviso el celular. ¡Queda poco! Cuatroscientos metros. Trescientos metros. Doscientos. Cien. Cincuenta. Diez. ¡¡Estoy llegando al puente!!

De la nada, aparecen cuatro rwandeses corriendo hacia mí a toda velocidad.
Así como en las películas, veo mi vida pasar frente a mis ojos. Estos tipos me asaltan y me matan, o me matan y después me asaltan. No hay otra opción.
Todo pasa tan rápido, que no tengo tiempo para esquivarlos o escapar. Ni siquiera alcanzo a gritar. Llegan a mí a velocidad luz, y agarran mi bicicleta por todos lados.

-100 franc!- grita el jefe mientras agarra mi manubrio. (100 rwandan franc = 10 centavos de dólar).

-Wh…Wh…What??- le digo, pensando «¿Acaso no me quieren asaltar, descuartizar y esconder mis restos en el pantano?»

-100 franc! For crossing the water!

Recién ahí entiendo la situación.
Resulta que el «puente» para cruzar el pantano no es un puente. Es el mismo camino de tierra de siempre, solo que esta vez está cubierto por agua que te llega hasta las rodillas. Mis asaltantes, en realidad, son buenos tipos que corrieron hacia mí para ofrecer ayudarme a cruzar la enorme poza con mi bicicleta.
*Pido disculpas públicas por pensar que eran asaltantes, pero espero que se entienda dado la situación y la forma que se acercaron hacia mí.

Les digo que no necesito ayuda. Me saco los zapatos, y cruzo el agua pantanosa tratando de no resbalar, o que mi bicicleta no se tranque en medio de la poza. O ambos.

Me encantaría decirte que lo estoy pasando mal, porque supongo que así es como me debería sentir dado lo que estoy haciendo. Pero no. Me siento vivo. Estoy cruzando un pantano en medio de la noche, ¡en Rwanda!

Después del cruce, todo empieza a mejorar. Empiezo a subir un cerro que me aleja del pantano. El problema ahora es que, mientras más avanzo, más gente veo. ¿Cómo lo hacen para caminar y andar en bicicleta en medio de la noche? ¿Acaso esta gente tiene visión de rayos X? ¡Está oscuro como boca de lobo!

Justo cuando voy pasando por fuera de una iglesia se abre una oportunidad de diez segundos en la que no veo gente a mis alrededores. Apago mis luces, y avanzo a escondidas por un camino de barro hasta llegar a una plantación de plátanos que rodea la iglesia.
Quizás, si no hago ruido y no cocino, la gente del pueblo no vendrá a verme en la noche.

Al no poder cocinar, por primera vez en todo el viaje me acuesto a dormir con hambre. Gajes del oficio.

Los siguientes dos días consisten en pedalear hasta salir de Rwanda, y cruzar montañas empinadísimas de Tanzania en dirección a Burundi.
Estoy de mal humor.
En todo momento, tengo un solo pensamiento:
«Estoy yendo a Burundi, que según Google es el país más pobre del mundo. Si en Rwanda, la Dubai de África, me pidieron plata con obsesión compulsiva, ¿Cómo irá a ser Burundi?».

Siento como si estuviera yendo a la guerra por voluntad propia. Nada bueno puede salir de visitar un país un país que le gana en pobreza a Somalia. ¡Somalia es donde viven los piratas!

Pero no puedo seguir por Tanzania y saltarme Burundi. Sé que me arrepentiría si hiciera esto. Tengo que ver con mis propios ojos cómo es Burundi. La curiosidad domina mis decisiones. ¿Irá a pasar que la curiosidad mate a este gato?

Llego a la frontera con Burundi. Se acerca un policía serio que a primera vista parece ser duro como carne de perro. 
Mantengamos el ejemplo del perro. Si este policía fuera un perro, sería un pitbull. Sus brazos son dos veces los míos. A ese hombre no lo botan al piso ni con cinco balas en el pecho.

Cuando estamos a un metro de distancia, me mira a los ojos y cambia por completo su actitud:

-Whats up my man?? -me pregunta con una sonrisa que muestra hasta las muelas, pidiéndome que choquemos nuestros puños.

Yo lo miro con sospecha. Si hay algo que me pone nervioso, es un guardia fronterizo. Y más aun en África. Pero por más que estoy a la defensiva, el tipo insiste en ser simpático como ningún otro. Al rato nos hacemos amigos.

Hago todo el proceso burocrático del visado, y entro a Burundi con el pie derecho.

El camino, como siempre, está lleno de gente. Estoy listo para empezar a escuchar los «GIVE ME MONEY!!» o los «MONEY MONEY» que ya son parte de mi esencia. Estoy listo para la guerra. Pero paso al lado de una persona, y de otra, y de decenas mas, y ninguna de ellas me pide plata. Más aun, cuando me ven se ríen y me saludan, o tratan de gritarme algo en francés para apoyarme. «Allez! Allez!».

Esperaba cualquier cosa de Burundi, excepto lo que estoy viendo. ¿Gente alegre? No puede ser que haya gente así de alegre en el país más pobre del mundo. ¡Me están engañando! Yo los saludo haciéndome el simpático, pero por dentro estoy pensando que todo lo que está pasando a mi alrededor es una actuación.

Entre gente simpática y gente extremadamente simpática, llego ya de noche a un pueblo donde encuentro un hotel barato donde echar los huesos. ¿El dueño? Simpático. ¿Los trabajadores? Simpáticos. Son tan alegres, que sentirse de mal humor al lado de ellos es  misión imposible.

Me voy a acostar con muchas preguntas, y pocas respuestas.

Al día siguiente camino por el pueblo buscando un lugar donde tomar desayuno. Se me acerca un hombre de unos treinta años, y en vez de pedirme plata, me ofrece ayuda sin esperar nada a cambio. Tiene una sonrisa de oreja a oreja. Juntos caminamos por entre medio de unas casas a punto de caer con el más mínimo temblor, y llegamos donde unas señoras que nos sirven arroz, porotos y té. Es tan poco común que no me pidan algo a cambio por ayudarme, que esta vez me dan ganas de invitar a este tipo a comer. Por el total de ambas comidas pago $600 pesos chilenos. Lo sé, soy un ángel filantrópico.

Más que un viajero ciclista, por el resto del día me convierto como un psicólogo que está en medio de una investigación sobre felicidad. Analizo con detalle a cada persona que veo. Hombres, mujeres, niños y adultos.

En cada pueblo que paso, el mundo se detiene. La gente deja lo que está haciendo, y dedica unos segundos a sonreírle al Mzungu y desearle lo mejor. Pocas veces me he sentido tan bien.

típica parada en un pueblo

Los burundeses son la gente más alegre que he visto. No hay comparación.

Me niego a pensar que esto sea verdad. He escuchado cientos de veces antes que la plata no te hace más feliz. Pero nunca pensé que sería tan extremo el caso. ¡Esta gente no tiene nada!
Lo normal, es que la ropa que usen esté rota. Y muchos de ellos no tienen zapatos.
Los niños usan de juguete ruedas de bicicleta en mal estado, botellas de plástico a las cuales ponen tapas que actúan como ruedas e imaginan que es un auto, o «pelotas» de fútbol hechas con basura y cordeles.
Comen porotos, arroz, ugali y matoke todos los días por el resto de sus vidas. Nada de pizza o chocolate.
Tienen un infierno de trabajo: cruzar montañas cargando cosas pesadas en la bicicleta, o cualquier sustituto igual de duro.
Cuentan con poco y nada de educación.
Y ni esperar que uno de ellos se enferme de diarrea. Sentencia a muerte.

No puede ser que gente con un estilo de vida así de duro sea la más feliz que he visto.
No calza.

niños felices que me acompañaban en todo momento

Como dije antes, tengo más preguntas que respuestas.

¿Será que la alegría que estoy viendo es una forma de esconder la verdadera miseria?
Quizás algo tan simple como una sonrisa es el mejor mecanismo de defensa para olvidar que tu vida es terrible.
Por un momento pienso en todas las veces que he sonreído a alguien diciendo que «estoy bien», cuando realmente lo estoy pasando pésimo.
La diferencia, es que a mí se me nota en mis ojos que lo estoy pasando mal. A esta gente se les ve auténticamente felices.

¿Será que menos cosas materiales llevan a mayor felicidad? ¿A tal punto de ni siquiera tener zapatos? Cuesta creerlo, pero quién sabe.
He leído estudios de felicidad que dicen que, una vez que tienes lo mínimo para cubrir tus necesidades básicas (alimentación, seguro de vida, etc), más plata o cosas no te hacen más feliz. Me hace sentido.
Sin embargo, esta gente no tiene lo básico, y aun así se ve feliz.
Quizás ese estudio que leí está equivocado.

¿Será que la gente de Burundi tiene una capacidad genética superior para ser feliz?
En este caso, qué injusticia. Envidio a los burundeses.

¿Será que la gente de Burundi hace algo para ser feliz que los occidentales no hacemos? ¿Menos vicios, comidas procesadas, estrés laboral? ¿Más movimiento y contacto con la naturaleza?
Con tanta actividad física, esta gente tiene un estado físico impresionante. Por ejemplo, lo normal es que un grupo de diez niños troten conmigo por kilómetros yendo cerro arriba. A pie descalzo. ¡Y yo en bicicleta! Parece como si no se cansaran. Es difícil ver a alguien con sobrepeso.
Quizás las cosas que hacen y los pensamientos que tienen los llevan inevitablemente a ser gente inmensamente feliz, mientras que nuestro estilo de vida occidental nos inclina a convertirnos en babosas estresadas con dolor de espalda, problemas para dormir, malas relaciones personales, vicios, y cansancio al subir al segundo piso de nuestras casas hipotecadas.

¿Será que estoy loco, y todas las sonrisas que veo son proyecciones en mi cabeza?
Esta opción es muy posible. África, por fin lograste soltarme un tornillo.

Lamentablemente, esta historia no tiene un final digno de contar, así que tengo que terminar el relato abruptamente. El resto de los días en Burundi me dediqué a recorrer la capital y rodear el lago Tanganyika.

Lo interesante de todo lo que acabo de escribir, es que encontré alegría en el país más pobre del mundo.

Me encantaría decirte que encontré respuestas a las preguntas que formulé dos párrafos atrás, pero no es el caso. De hecho, mi mayor motivación de escribir acerca de Burundi es empezar una conversación con mis lectores. Quiero saber sus opiniones. Quizás alguno de ustedes tiene la respuestas que ando buscando.

¿Qué crees que explica la felicidad que vi en Burundi?

Por más que busqué miseria en el país más pobre del mundo, no la encontré. Debido a lo corta que es la Visa de turismo, sólo pude pasar ocho días en este paraíso. Quizás, si hubiese pasado más tiempo, habría encontrado la realidad detrás de esas sonrisas. Jamás lo sabré.

Cruzo a Tanzania con un buen recuerdo de Burundi.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Los mejores viajeros que sigo en Internet

A continuación, un ranking con los mejores viajeros que sigo gracias a esta maravilla llamada Internet.
El número 1 vendría siendo el más inspirador de todos.

#14) Ryan Wilson

Si bien no he leído historias extraordinarias escritas por Ryan, este personaje está en mi ránking debido a las fotos que saca a lo largo de sus viajes. Son tan buenas, que dan ganas de agarrar una bicicleta e ir a explorar las montañas de los Andes.
Acá está su Instagram.
Y aquí está su página web.
Este es su paso por Chile.

#13) KamranOnBike

Al igual que Ryan Wilson, Kamran entra a mi ránking gracias a sus fotos. Ha recorrido gran parte del mundo en bicicleta, incluído todo América.
Este es su Instagram.

#12) Heike Pirngruber (Pushbike girl)

Heike es una mujer increíble. Ha viajado en bicicleta por todo el mundo, rompiendo con la creencia de que el mundo es muy peligroso como para que una mujer viaje sola. Y de paso, saca fotos increíbles. Ahora se encuentra caminando por América con su perro.
De lo que más me gusta de ella es su humildad. Antes de empezar mi viaje le envié un mensaje por Instagram, y se dio el tiempo de contestarme y ayudarme.
Este es su Instagram
Y este es su blog: lleno de historias de viaje, entrevistas a otros viajeros y recomendaciones de equipo.

#11) Cyclofamily

Para los que tienen hijos y les gustaría viajar: les presento a la cyclofamily.
Conocí a esta linda familia en mi paso por Irán. Quedé boquiabierto al ver que Rémi y Chiara eran capaces de viajar con sus tres niños menores a diez años, y a la vez pasarlo increíble.
De ellos aprendí que, cuando se trata de viajar, no hay excusas para no hacerlo.
Este es su Instagram.

#10)Tomislav Perko

Tomislav es un croata que recorrió el mundo entero viajando a dedo, sin ahorros. De hecho, al principio tenía una deuda de 35.000 dólares.
Tiene una charla TED que veo cada vez que necesito motivación.
Y tiene dos libros muy entretenidos donde cuenta historias de viaje. Acá está uno de ellos.

#9) Lorenz Barone

Lorenz es un italiano loquísimo que se hizo famoso por andar en bicicleta por la región más fría del mundo (Yakutia, Rusia). El tipo es muy humilde y tiene una alegría que contagia.
Este es su Instagram.

#8) Niels Jansen

Niels es un holandés que acaba de terminar de viajar desde el norte de Noruega hasta lo más al sur en Sudáfrica.
Niels fue una gran inspiración para mí antes de empezar mi viaje, ya que si me preguntaran qué ruta es la que más me gustaría hacer en el mundo, yo respondo que es exactamente la que hizo Niels: andar en bicicleta por los países nórdicos, los balcanes, un poco del medio oriente, y África.
Este es su Instagram. Debajo de sus fotos escribe historias muy entretenidas!
Y este es su canal de Youtube. Graba unas tomas increíbles con su dron.

#7) Jonas Deichmann

Jonas es un atleta extremo que se dedica a hacer desafíos físicos viajando por todo el mundo.
No te voy a nombrar todos los récords que tiene porque el listado es enorme, pero acá van tres de los logros que más me llamaron la atención:
1)Pedaleó 23.000 kilómetros de Alaska a Ushuaia en 100 días
2)Pedaleó 18.000 kilómetros Cape to Cape en 72 días
3)Hizo una triatlón alrededor del mundo (el equivalente a 120 IronMans): nadó todo el mar adriático, pedaleó por Rusia en pleno invierno, y trotó 5.000 kilómetros por México con un gorro de Forrest Gump. Te dejo este link a modo de ejemplo
Este es su Instagram

#6)Lars Bengtsson (Lost Cyclist)

Lars es un sueco que ha dedicado su vida a viajar por todo el mundo andando en bicicleta, subiendo montañas y perdiéndose en medio de la nada.
Aventura en todo su esplendor.
Este es su Instagram.

#5) Iohan Gueorguiev

Who was Iohan Gueorguiev? Cyclist Iohan Gueorguiev Died By Suicide At 33

Lamentablemente, este viajero falleció el 2021 debido a problemas de salud provocados por apnea del sueño. Pero sus documentales en Youtube recorriendo lugares inhóspitos de América siguen estando disponibles para el mundo.

#4) Charlie Walker

Charlie es un explorador británico que hace unos años hizo un viaje de cuatro años por el mundo en bicicleta. Recorrió cerca de 70.000 kilómetros en bici, viajó con un caballo en mongolia, cruzó el desierto de Gobi caminando, entró ilegalmente al Tíbet, y recorrió parte la República Democrática del Congo en una canoa. Hace poco recorrió Papúa Nueva Guinea a pie, y lo arrestaron en Rusia.
Tiene dos libros en donde relata sus cuatro años de viaje. «Through sand and snow» y «On roads that echo».

#3) Peter Gostelow

Pete es un Inglés que ha recorrido gran parte del mundo en bicicleta. Es una de las pocas personas que ha pedaleado por todos los países de África.
En su Instagram tiene fotos e historias increíbles. Es la única persona a la que he disfrutado de revisar cada una de las fotos que ha publicado, hasta llegar al final de su perfil.
En su blog relata su paso por África. Es como para sentarse un domingo en la tarde a leerlo entero!

#2) Nicolás Marino

Prepárense para el aventurero de los aventureros.
Nicolás Marino es un Argentino que ha dedicado su vida a viajar por el mundo entero. Es la definición de viajero valiente.
No sólo saca fotos increíbles, si no que escribe como ningún otro. Tiene el mejor blog con historias de viaje que conozco. Te pone la piel de gallina!
Este es su Instagram
Esta es su página
Esta es una de las historias que escribió en su paso por el Congo

#1) Heinz Stücke

La leyenda de las leyendas. Heinz es un alemán que viajó por el mundo en bicicleta durante cincuenta años. Lo leíste bien. CINCUENTA AÑOS.
Este señor es ya un anciano. Dejó de viajar porque sus piernas no aguantan más esfuerzo físico.
No tiene Instagram ni Youtube, pero tiene una fan page en Facebook.

recorrido de Heinz a lo largo de 50 años

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Viaja en bicicleta para disminuir el estrés en tu vida

¿Te sientes ansioso?

¿Te sientes estresado? ¿Cansado de tanta intensidad?

¿Sientes que estás corriendo a todos lados? ¿Que no tienes tiempo libre? ¿Que tienes que pasar cada hora de tu vida haciendo algo productivo?

¿Sientes que tu vida está pasando a mil kilómetros por hora?

Te entiendo. Con la intensidad de la vida en la ciudad, es difícil no pasar todo el día ocupado, corriendo de un lugar a otro.

Tenemos más reuniones que las que podemos asistir, más proyectos que los que podemos completar, y una bandeja de entrada llena de emails que nos tomará una eternidad contestar.
Y ni hablar de la guerra a la que entramos cada vez que tenemos que manejar por una ciudad grande como lo es Santiago de Chile.

No solo eso: ¡También estamos corriendo fuera del trabajo! Es tanto lo ocupados que estamos, que tenemos que agendar reuniones con amigos con días de anticipación.

¿Cómo puede ser que como sociedad nos hayamos inclinado a una vida tan estresante?

Tú y yo sabemos que un estilo de vida así de estresante no puede ser bueno a largo plazo.

Fight Club - Edward Norton Обои (147695) - Fanpop

Si seguimos así, tendremos setenta años y estaremos gordos, con problemas en la espalda, con diabetes, y tomando pastillas para bajar la presión arterial. En cualquier momento nos dará un infarto.
Más aun, tendremos una crisis existencial. Nos estaremos preguntando qué pasó con ese viaje por China que siempre quisimos hacer y no hicimos, o ese libro que siempre quisimos escribir y no escribimos, esa maratón que quisimos correr y no corrimos.
Nos estaremos preguntando en qué momento empezamos a descuidar los pequeños detalles. Disfrutar de pasar tiempo en la naturaleza, jugar con un perro, pasar tiempo con seres queridos, meditar, reflexionar, contemplar la vida.

Quizás es momento de desacelerarnos.
Buscar una vida más calmada, con menos estrés.

Tomorrow is Good: will we ever get rid of the traffic jam? - Innovation  Origins

Hay muchas alternativas para tener una vida con menos estrés, pero considera lo siguiente como punto de partida: sal a viajar en bicicleta.

Viajar en bicicleta es una de las mejores herramientas que tenemos para aprender a vivir sin estrés y desacelerar nuestras vidas.
No más moverse de un lugar a otro a toda velocidad. No más vida estresante.
Es hora de moverse lento, con calma. Limitados a nuestro propio esfuerzo físico.

Como dicen en la Patagonia: «El que se apura pierde su tiempo».

Cuando viajas en bicicleta estás obligado a ser paciente. No hay otra opción.
¿Quieres llegar a ese pueblo bonito que queda a ochenta kilómetros en medio de las montañas?
Prepárate, porque te tomará todo un día de moverte a paso de tortuga.
Lo quieras o no, tendrás que avanzar a un promedio de diecisiete kilómetros por hora. Ocho, si es que estás en una subida.

Al principio, tu mentalidad de ciudadano estresado se quejará con todas tus fuerzas.
«¡Esto es una pérdida de tiempo! ¡Si tomaras un bus estarías en ese pueblo en un par de horas!», intentará decirte.

Pero no te preocupes; la bicicleta se encargará de brindarle puñetazos en el estómago a esa voz ciudadana hasta asegurarse de que esté inconsciente en el piso.

Imagínate tener la calma de este señor. Manejar tu moto hasta llegar al campo, sacar una silla plegable, y sentarse

Poco a poco, te darás cuenta que la vida se disfruta más cuando no necesitas ir de un lugar a otro a toda velocidad. Sin tener que estar ocupado en todo momento.
Descubrirás que hay pocos placeres tan grandes como parar a orillas del camino a comer una manzana, disfrutando de un paisaje que te gustó.

Contemplar la naturaleza.
Disfrutar del silencio.
Apreciar el vuelo de una bandada de aves.
Sentir el viento en tu cara.
Relajarte bajo la sombra de un árbol.

The Edge of the Precipice: Frodo: A Guest Post by Heidi
Relajarse bajo un árbol

Descubrirás que, en realidad, no tiene sentido vivir apurados.
¿A dónde tenemos que llegar?

¿No era que tenemos una sola vida, y es nuestra misión disfrutarla?

Para cuando vuelvas a tu vida en la ciudad, querrás hacer lo que sea que esté a tu alcance con tal de cambiar esa vida estresante que llevabas antes de tu viaje en bicicleta.
Porque ahora sabes que una vida en la que te mueves con calma y paciencia es mucho mejor.

Viaja en bicicleta para aprender a ser paciente.

Viaja en bicicleta para desacelerarte y disminuir el estrés en tu vida.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

¿Qué música escuchar cuando se pedalea? Ninguna

Uno de los desafíos más grandes de viajar en bicicleta es mantener la mente ocupada mientras pedaleas.

Son horas y horas cada día en las que estás sentado/a en ese sillín rompeculos, sufriendo el cruce de una montaña o tratando de apreciar un desierto inapreciable.
Tantas horas de ejercicio e incomodidad pueden llegar a transformarse en una tortura china.

Por eso mismo, es común escuchar a leyendas del cicloturismo que recomiendan escuchar música, o un podcast, o un audiolibro mientras pedaleas.

Suena como una buena alternativa. No sólo distraes la mente, ¡puedes incluso aprender algo nuevo!
Imagínate la cantidad de libros que puedes escuchar a lo largo de quinientas horas de pedaleo. Para cuando terminas tu viaje, eres un sabio.

No pretendo llevarle la contra a gente que le ha dado la vuelta al mundo en bicicleta. Ellos saben más que yo. Pero considera esta alternativa:

No escuches música cuando pedalees.

Exacto. Elige el camino del sufrimiento.

Gracias a tu viaje en bicicleta, por primera vez en tu vida te estás dando una oportunidad para entrenar tu mente por varias horas al día.

¿El objetivo? No necesitar tener la cabeza ocupada en algo para estar bien.

Encontrar la calma dentro de nosotros.

Imagínate lo fuerte de cabeza que serías si fueras capaz de controlar esa voz negativa que aparece cada vez que no tienes distracciones.

Imagínate la paz que sentirías si fueras capaz de pasar horas cada día disfrutando de tu entorno, sin necesitar ponerte los audífonos y distraerte con música o un podcast.

Aprender a disfrutar de la realidad, sin distracciones.
Ser amigos de nuestra propia mente.

Con tantas series de Netflix, y redes sociales, y videos de youtube, y música en Spotify, nos hemos convertido en una sociedad adicta a la distracción.
Hemos perdido esa capacidad de sentarnos a no hacer nada, y estar bien.
«El extinto arte de sentarse bajo un árbol y no hacer nada».

Tan sólo piensa en tu día a día.

¿Cuándo fue la última vez que te sentaste solo/a y en silencio, sin distracciones?

¿Cuándo fue la última vez que saliste a caminar por un parque sin escuchar música ni revisar tu teléfono, disfrutando de la naturaleza?

Si eres como el resto de nosotros, no lo haces nunca. No eres capaz de pasar un solo minuto sin la cabeza ocupada. No eres ni siquiera capaz de ir al baño sin tu teléfono, o de almorzar sin revisar Instagram.
Apenas nos dejan solos y sin entretenciones, empezamos a sentir ansiedad. Nos sentimos aburridos, solos. ¡Es desesperante!
Somos adictos a la entretención. Adictos a consumir contenido.

¿Cómo puede ser que no seamos capaces de pasar tiempo apreciando nuestro entorno sin distracciones?

Niall Horan Wants Fans To Put Their Phones Away At His Concerts - Capital
ni siquiera podemos ir a un concierto sin distraernos con el celular

Durante la pandemia, me volví un obsesionado con aprovechar mi tiempo libre para aprender.
Cada vez que hacía ejercicio, o manejaba, o almorzaba solo, tenía que estar con los audífonos puestos escuchando algún libro o un podcast de desarrollo personal.
«La vida es una sola, ¡hay que aprovechar cada segundo para aprender!», pensaba.
No voy a negar que aprendí mucho. ¿Pero a qué costo? Al cabo de unos meses me empecé a sentir…vacío.

Tenía la sensación de que estaba destinando mucho tiempo a aprender de la vida a través de consejos que dan otras personas, y poco tiempo realmente viviendo.

¿Cuántos libros de salud y deporte tenemos que leer para salir de la casa de una vez por todas y empezar a movernos?
¿Cuántos libros de meditación tenemos que leer para sentarnos en silencio a respirar por la nariz?
¿Cuántos libros de viaje tenemos que leer para salir a darle la vuelta al mundo en bicicleta?

Me di cuenta que no quería ver pasar mis veinte con los audífonos puestos escuchando un podcast que te revela «las siete claves para ser feliz».
Quería descubrir esas claves para ser feliz yo mismo. A prueba y error. Sin importar cuánto tiempo eso pudiese tomar.

En otras palabras: en vez de pasar la mayoría de mi tiempo consumiendo contenido, dedicarme a hacer, hacer, y hacer.
Estar 100% en el momento presente.

Antes de empezar mi viaje en bicicleta, me hice una promesa:
«Sin importar qué tan aburrido sea el paisaje, o qué tan duras sean las condiciones, o qué tan cansado esté, no puedo escuchar música o audiolibros mientras pedaleo».

Llegó la hora de enfrentar la mente. Pasar de ser alguien que se distrae todo el día, a ser una persona que está  obligada a aprender a disfrutar de su entorno, ya que no tiene opciones para distraerse.

Al principio no fue fácil.
Resulta que, cuando no hay distracciones, la mente desentrenada es un chimpancé que salta de una rama hacia otra tirando mierda con sus manos a los niños del zoológico.
Es un desastre.

Una mente que lleva distrayéndose 25 años es tan débil como una babosa. Frente a la primera señal de incomodidad, se queja y busca rendirse. Descubrí que tengo una voz negativa dentro de mi cerebro que dedica su vida a tratar de destruirme. La llamé Calamardo, y escribí un artículo sobre ella.

Con el paso del tiempo, todo empezó a mejorar.
Dejé de sentir síntomas de abstinencia que me suplicaban escuchar un poco de música.
Poco a poco fui aprendiendo cómo controlar a Calamardo, lo cual permitió abrirle espacio a la voz positiva en mi cabeza.

Al no estar sufriendo todo el tiempo, tenía la oportunidad para apreciar mi entorno. Al mismo tiempo, mis sentidos se fueron agudizando. Me empecé a fijar en detalles del paisaje que jamás habría notado con mi mente distraída, y empecé a escuchar sonidos placenteros que no habría podido escuchar con los audífonos puestos.
Nada más bonito que el canto de un pájaro o el sonido del viento.

El gran salto ocurrió a los tres meses de pedalear sin música. Hubo una noche en la que estaba en mi carpa elongando. La regla de no escuchar música es solo para cuando pedaleo, así que al final del día suelo ponerme los audífonos por unos minutos antes de dormir. Sin embargo, esta vez no me los puse. Me di cuenta que prefería seguir escuchando mis pensamientos por sobre cualquier otra canción, incluído al grupo «Ráfaga».
Por un momento, sentí paz absoluta.
«Aaaaah, así que así de bien se siente cuando tienes una mente que no es adicta a pasar todo el tiempo distraída», pensé.

Sentarse a orillas del camino, tomar agua y disfrutar del paisaje

Por favor, no creas que soy un maestro Buddha que tiene paz interior y pensamientos positivos las veinticuatro horas del día. Me faltan décadas de meditación y entrenamiento mental para eso.
Pero al menos puedo afirmar que, gracias a ya siete meses de pedalear sin música, he logrado entrenar mi cabeza para pasar largas horas sin sentir la necesidad de hablar con otras personas ni distraerme con música. Y créeme cuando te digo que no depender de distracciones externas para estar bien se siente increíble.

La música es buena. ¡Es uno de los grandes placeres de la vida!

Pero que no nos pase que tengamos que escuchar música sólo para escapar de nuestras mentes.
Evitemos esa adicción a la distracción.

Aprovechemos nuestros viajes en bicicleta para aprender a estar bien sin distracciones.

Dediquemos tiempo a entrenar nuestras mentes para estar en paz.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Juan Pablo Toro, rey de víctimas

Esta historia tiene dos personajes principales. Uno soy yo, Juan Pablo Toro (el burro va por delante), y el otro es George.
Cada uno tiene su propia parte, pero eventualmente sus historias se entrelazan.

Juan Pablo Toro

Sábado 5 de Marzo de 2022. Después de considerables trámites burocráticos, revisión de cada uno de los bolsillos de mis bolsos, una interrogación, y un test PCR que demoró tres horas en dar un resultado negativo, los oficiales me permiten salir de Uganda para entrar al noveno país de este viaje en bicicleta: Rwanda.

Haber podido cruzar la frontera me tiene en estado de éxtasis. Teniendo en cuenta que la frontera entre estos dos países está oficialmente cerrada para turistas hace más de tres años, y que para haber llegado a ella tuve que pedalear por 400 kilómetros de interminables colinas en Uganda, mi entrada a Rwanda es uno de las metas más difíciles que he logrado. Está cerca de ser comparada con haber terminado un retiro de silencio de diez días en la India.

Como siempre, sé poco y nada del país que estoy visitando.
¿Cómo será el paisaje natural de Rwanda? ¿Su comida? ¿Sus pueblos? ¿Su música? ¿Su gente?
¿Será Rwanda un país especial, o será similar a lo que viví en Kenya y Uganda?

Sé que a Rwanda le dicen «la tierra de las mil colinas», lo cual de antemano provoca que mis piernas sientan cansancio. Cruzarlo exigirá toda mi energía y atención.

Sé también que hay gente que le dice «la Dubai de África», por el boom económico que ha tenido los últimos años. ¿Será que iré a ver rascacielos y autos lujosos entre medio de todas esas colinas?

Por último, sé que hubo una especie de matanza años atrás. Parece que las dos tribus que habían en ese entonces no se llevaban tan bien.

No sé nada más. Empiezo a pedalear.

Post cruce fronterizo, no avanzo ni un kilómetro y empiezo a ver gente caminando a orillas del camino. Mucha gente. Demasiada gente. ¿Por qué hay tanta gente caminando? ¿A dónde van? ¿No deberían estar manejando autos lujosos, siendo que Rwanda es la Dubai de África?

Saludo a la primera persona que adelanto. Un niño.

«Hello!». Tengo una sonrisa de cumpleaños por estar teniendo la oportunidad de conocer a los rwandeses.

«Mzungu! Mzungu! GIVE ME MONEY!», me responde. Más que pedir plata, parece como si fuera una orden que tengo que cumplir.

No le respondo, y sigo pedaleando.

Saludo a la segunda persona con el mismo entusiasmo. Esta vez es un adulto.

«Hello!».

«GIVE ME MONEY!»

«No, sorry».

Sigo saludando a cada persona que veo. Hombres, mujeres, adultos mayores, niños. Todo lo que escucho de vuelta es «GIVE ME MONEY Mzungu!».

A veces cambian la frase por «GIVE ME DOLLARS!» o «MONEY! MONEY! MONEY!» o tan sólo «GIVE ME», pero siempre mantienen esa misma actitud de como si fueran tus jefes dándote una orden.

Niños corren al lado mío por kilómetros. «Money! Money! Money!»

Jóvenes en bicicleta se adaptan a mi velocidad para seguirme hasta la muerte. «Money!  Money! Give me Money! Give Me!»

Paro a mear apenas encuentro un mínimo de espacio personal entre medio de unos arbustos, y mientras hago pipí escucho más niños a pocos metros de distancia. «Give me!!!!!»

«¿Qué está pasando?», me empiezo a preguntar.

No soy una persona que se caracteriza por tener paciencia, pero este día es una excepción. Continúo saludando a cada persona que veo como si fuera una especie de famoso que tuviera que cumplir con sus fans, sabiendo que ninguna de ellas me devolverá el saludo.  Tanta gente pidiendo plata me desgasta, pero logro mantener buena cara.

Al parecer, para los rwandeses un hombre blanco es una billetera andante, y si ha venido a Rwanda, es porque quiere repartir su infinita riqueza con los más vulnerables.

Eventualmente llego a un pueblo llamado Musanze, notoriamente más desarrollado que lo que venía viendo en Kenya y Uganda. Hay edificios de varios pisos y restoranes de buena calidad.
¿Qué es lo que me dice la gente de Musanze cuando me ve pasar? Aaah, sí. «GIVE ME MONEY!»

Encuentro una pensión barata, y me encierro en mi pieza tratando de olvidar a toda esa gente que me pidió plata. Creo que si vuelvo a escuchar «GIVE ME MONEY!» una vez más, me dará una úlcera. Pero no puedo aislarme del mundo para siempre. Al rato me da hambre, y tengo que salir de la pensión.
En la entrada de la pensión hay gente esperándome para pedirme plata. Post comida, vuelvo a mi pieza tan rápido como puedo, cubriendo mi cabeza con el gorro de la chaqueta para intentar que los rwandeses no vean que soy un Mzungu. Pero igual me notan. Es como si tuvieran un radar de blancos.

Me acuesto con una pregunta dando vueltas por mi cabeza: «¿En qué mierda de país me metí?

Segundo día.

Pedaleo 73 kilómetros por las colinas de la tierra de las mil colinas en dirección a la orilla del Lake Kivu, en la frontera con la República Democrática del Congo.

Land of a thousand hills.

El camino es lindísimo. Uno de los beneficios de cruzar tantos cerros es que tienes unas vistas panorámicas fenomenales. Pero es difícil disfrutar del entorno cuando en todo momento hay alguien a tu lado diciéndote «GIVE ME MONEY!».

Lo peor es cuando tienes que hacer una subida. Ahí, mientras jadeas y sufres por tanta inclinación, los niños tienen mayor facilidad para seguirte el paso trotando. No hay forma de perderlos de vista. «Money Money Money!!!!!!!».

Tanta subida me está destrozando, pero no quiero parar. Parar significa darles una invitación a los rwandeses a que me pidan plata sin dejarme respirar. Pero nuevamente tengo hambre, así que me detengo en un puesto de frutas a comprar plátanos.

Extrañamente, la señora de las frutas me cobra el valor de los plátanos, sin pedirme nada más. Por dentro pienso «¿No se te está olvidando algo? ¿No deberías decirme «GIVE ME MONEY»?

Le doy las gracias por no tratarme como una cajero automático.

Puesto de plátanos que me dio esperanza

Llego a orillas del maravilloso Lake Kivu. Lamentablemente el aire no está tan limpio, así que no puedo ver la República Democrática del Congo al otro lado del lago. Encuentro un restorán con una hermosa vista a la orilla del lago, y convenzo al dueño para que me deje acampar ahí.

Una vez armada mi carpa, me siento en un banco a contemplar el atardecer. Decir que estoy deprimido es poco. Tengo un rencor profundo hacia los rwandeses. Es la primera vez en mi vida que me siento como un ser humano de segunda categoría.

¿Cómo no van a ser capaces de responder un saludo sin pedirme plata?

Cuando le preguntas a un viajero ¿Qué fue lo mejor de (insertar país)?, es muy típico que te responda «la gente».
En mi caso, casi siempre respondo eso. Rwanda, en cambio, es el primer país que conozco en el cual la gente no es lo mejor. Todo lo contrario. Los rwandeses son los que arruinan este paisaje tan maravilloso.

Duermo diez horas sin interrupción, intentando restaurar mi capacidad emocional necesaria para interactuar con otros seres humanos.

Tercer día.

Paso toda la mañana empujando la bicicleta por un camino rural empinadísimo, intentando llegar a la cima de las montañas que bordean el Lake Kivu. Hace un calor infernal que me está deshidratando como nunca. Cada diez metros tengo que parar a descansar, ya que mis brazos no dan más por el esfuerzo de tanto empujar. Reviso con obsesión la ruta que tengo en mi celular, tratando de calcular cuánto me falta por empujar para llegar a la cima.

Mientras tanto, hay niños acompañándome todo el tiempo. «Give me money, give me money, money, money, GIVE ME MONEY!».

Noto cómo mi cabeza se va cayendo más y más cada vez que escucho esta frase, a tal punto de que no levanto la vista del suelo y no saludo a nadie, porque sé que me pedirán plata.
La paciencia se agotó hace rato. No me enojo ni les pido que se vayan, pero lo único que quiero es crear un campo de fuerza de cien metros de diámetro alrededor mío, con tal de que ningún humano se me acerque. Nunca he tenido un ataque nervioso, pero estoy seguro que estoy cerca de tener el primero. ¿Cómo irá a ser? ¿Me tiraré al suelo a llorar de desesperación?

Quedan tan sólo doscientos metros para la cima, pero con lo desgastado que estoy, me parecen imposibles de lograr. Permanezco varios segundos de pie, observando con terror los últimos metros que me faltan por empujar. Me tiemblan las piernas por la deshidratación.

De repente, siento que mi bicicleta se hace liviana. Me doy la vuelta para entender qué está pasando. Hay seis niños empujando la bici con todas sus fuerzas. Casi me pongo a llorar por la sorpresa. No sólo no me están diciendo «GIVE ME MONEY», ¡Me están ayudando! Con ese empujón, me invade una ola de energía que me hace terminar esos últimos doscientos metros corriendo junto a mi caballería.

¿De a dónde salieron esos ángeles? ¿Quién los envió? No importa. Lo único que importa, es que estos niños me demostraron que no todos los rwandeses son un desagrado. Quizás el 90%, pero no todos.

niños angelicales

Me encantaría decirte que desde ese momento en adelante todo fue mejor, pero te estaría mintiendo. Pasé los siguientes dos días pedaleando rumbo a la capital de Rwanda, Kigali, sufriendo como nunca. Horas y horas subiendo montañas que exigieron todo de mí.

Para que tengas un punto de comparación, subir desde mi casa en Santiago hasta la curva 40 de farellones son 1700 metros de desnivel. Subí eso mismo cada uno de los días que pedaleé hasta llegar a Kigali, pero con una bicicleta que, junto a los bolsos, pesa cincuenta kilos. Agrega a ese trabajo descomunal el constante «GIVE ME MONEY», y obtienes a un chileno destruido.

De repente aparecía una que otra persona gentil como esos niños caídos del cielo que me ayudaron, pero lamentablemente esa bondad no era suficiente como para contrarrestar lo mal que me hacía interactuar con el rwandés promedio.

Y por último, agregar a toda esa miseria unos ciclistas que se pegan a mí a lo largo de toda la ruta. No me dicen nada ni me piden nada, pero si yo paro, ellos paran. Y si yo avanzo, ellos avanzan. ¿Qué quieren de mí? ¿Me querrán asaltar? ¿Por qué no hablan?

Estos tipos son lo último que me faltaba para perder la cordura. Estoy desesperado. Les pido una y otra vez que me dejen tranquilo, pero no hacen caso. Finalmente, apoyo mi bicicleta en un árbol, los encaro y les digo en inglés: «¿Qué mierda les pasa? ¡¡VAYANSE!!».

creo que se nota el desgaste emocional

Ellos no hablan inglés, pero entienden que los quiero matar, y se alejan.

Cómo te explico el estado físico y mental en el que llegué a Kigali. Mis piernas y brazos no funcionan. Mis ojos están hundidos en el cráneo, y cuando pedaleo tengo la mirada perdida en el horizonte. Es como si el resto del mundo no existiera. Aislarme del resto es mi único mecanismo de defensa para lograr que el «GIVE ME MONEY» no me quiebre por completo. Soy un zombie.

creo que se nota el agotamiento físico y mental

Me encierro en un hostal tal como si fuera un ermitaño. Si hay algo de lo que estoy seguro, es lo siguiente:
1)Rwanda es uno de los países más bonitos que he visto, pero su gente es lo peor.
2)Nunca he estado tan cansado emocionalmente. Necesitaré varios días de reposo en el hostal sólo para dignarme a continuar el viaje.

Con todo lo que leíste,

¿Logré darte pena?

¿Logré que pienses «pobre Juan Pablito, lo trataron tan mal en Rwanda»?

¿Logré convencerte de que fui víctima del mal trato de los rwandeses?

Si no logré esos objetivos, me falta mejorar mi habilidad para contar historias. Pero es importante que tengas claro que, hasta ese momento, si hay una víctima en toda esta historia, sin lugar a dudas soy yo. No los rwandeses.

Juan Pablo Toro, el pobre jovencito al que los rwandeses deshumanizaron pidiéndole plata sin control.

Juan Pablo Toro, el rey de las víctimas.

Ah, pero casi se me olvida contarte sobre George.

George

George es un rwandés de teinta y cinco años. George sabe que su país tiene hartas colinas, pero si le dices que su país es la Dubai de África debido a su riqueza, se ríe en tu cara.

Verás, George no tiene una vida fácil. Junto a su mujer y sus cinco niños viven en una choza de barro situada a orillas del Lake Kivu, con unas pocas horas de electricidad al día, y sin agua.

la casa de george

George no tiene plata ni para mantenerse a sí mismo, pero al igual que los demás africanos, con su mujer han concebido tantos hijos como fuera posible. No importa cómo los alimentarían. Ese era un problema del futuro que lamentablemente ya llegó. ¿Preservativos? ¿Planificar una familia según la capacidad financiera? ¿De qué están hablando? ¡No hay nada más bonito en la vida que tener una familia enorme!

Entonces, George se encuentra en medio de un lío. De alguna forma, él y su mujer tienen que alimentar a estos cinco niños. Más aún, los tienen que educar con tal de que quizás, algún día, su familia logre salir de la pobreza.

Lo primero es lo primero: conseguir agua. George decide que la encargada de conseguir agua será su mujer. Así que parte ella caminando kilómetros todas las mañanas con tal de llegar a un pozo y conseguir suficientes litros de agua para satisfacer la sed de toda la familia, cocinar y lavar la ropa. Esos son varios litros de agua, que ni te imaginas cómo pueden llegar a pesar cuando caminas cargándolos.

Para cuando su mujer vuelve a casa con el bidón, está agotada. Quiere tomar un vaso con agua, pero no es tan fácil. Primero tiene que hervir el agua para matar las bacterias. De otro modo, ella y sus hijos pueden morir de diarrea o alguna enfermedad al estómago.

Entonces, necesita prender fuego. Para eso necesita que uno de sus niños vayan a conseguir ramas al bosque, o que George compre carbón. ¿Pero cómo van a comprar carbón si no tienen plata?

Mientras tanto, George está encargado de ganar un sueldo para conseguir comida y carbón, y pagar la educación de sus hijos. Pero dado que George no se educó, así como muchos otros rwandeses, tiene opciones limitadas:

1)Puede trabajar de moto-taxi. Es un trabajo típico en cada pueblo por el que pasas en África. El problema es que son muchos los que trabajan en eso, y pocos los civiles que necesitan que los lleven a algún lado. Así que lo normal es ver a estos moto-taxi sentados sobre sus motos todo el día, sin hacer nada más que conversar entre ellos. Ah, y para eso necesita comprar una moto, que obviamente está lejos de su alcance.

2)Puede trabajar transportando cargas pesadas en su bicicleta. Considerando que las bicicletas que usan son precarias y las cargas ridículamente pesadas, este debe ser el trabajo más difícil del mundo. Súmale además las colinas de la tierra de las mil colinas.

3)Puede trabajar en el campo. Es duro, pero no es tan demandante físicamente como el trabajo de la bicicleta, El problema es que de sueldo se gana entre poco y nada. No es suficiente para alimentar a cinco niños.

Hay otros trabajos, tales como servir cervezas en el bar que hay en cada pueblo, tener una tienda, etc. Pero son menos comunes y más difíciles de conseguir.

George elige la opción n°2: cargar cosas pesadas en su bicicleta varias horas al día todos los días de su vida. Con eso consigue una que otra moneda para comprar maíz, arroz, porotos y carbón. Gracias al esfuerzo descomunal que hacen él y su mujer, podrán hervir agua, cocinar y alimentar a los niños. Olvídate de comprar cosas para la casa, o ropa para los niños, o pagar el colegio.

George en un día normal de trabajo

Espero que estés pensando «¡George tiene una vida dura!». Si no es así, ¡mírate al espejo maldito bastardo insensible! Esta gente lo pasa mal.

Casi se me olvida la peor parte.

En 1994, cuando George tenía tan sólo siete años, Rwanda pasó por un tiempo «complicado».

En ese entonces existía en el país dos grandes tribus: los Hutus (84% de la población), y los Tutsis (15%). Estas dos tribus se odiaban una a la otra con todo su ser. Antes de este inolvidable año habían tenido guerras civiles, revoluciones y matanzas de cientos de miles de Tutsis. Suficientes malos antecedentes como para que el gobierno Hutu, determinado a terminar con el problema de una vez por todas, organizara un genocidio sistemático. Objetivo: eliminar a los Tutsis de una vez por todas.

A inicios de Abril de 1994, un misil destruyó el avión en el cual iba viajando el presidente de Rwanda. Esa misma noche, miles de Interahamwe (un ejército hutu sádico entrenado para matar 1.000 Tutsis cada veinte minutos), salieron a las calles a lo largo de toda Rwanda con machetes buscando torturar, violar y matar a cada Tutsi que encontraran.

El genocidio ha empezado.

Periodistán - Parte II on Twitter: "19) Los tutsis dominan la mitad del  país pero no avanzan más. Los hutus resisten en la otra mitad, y nadie se  mueve de eso. Se
Interahamwe

Durante cien días, soldados y civiles hutus desataron el apocalipsis contra los Tutsis. No importaba qué tan cercano era tu vecino, mejor amigo o familiar. Si eras Tutsi, eras torturado y asesinado con un machete por tu gente cercana. ¡Un machete!

No había dónde esconderse ni cómo escapar del país.

100 días. Un millón de muertos.

Lamentablemente, George era Tutsi. Él tuvo suerte. Logró esconderse durante los cien días en una iglesia, pero el resto de su familia y seres queridos no tuvieron tanta suerte. Todos fueron torturados y asesinados.

Para cuando el ejército Tutsi derrotó a los asesinos dando fin al genocidio y George pudo salir de su escondite, no vio nada más que cadáveres y casas destruidas. Él no lo sabía, pero se había convertido en uno de las decenas de miles de huérfanos del genocidio. Acababa de sobrevivir uno de los episodios más sangrientos de la historia de la humanidad, pero ya no había nada por lo que valiera la pena vivir. Todos sus seres queridos estaban muertos.

On anniversary, Ban honours victims and survivors of Rwanda genocide | | UN  News
George después del genocidio

Con los años saldría adelante como para llegar a los 35 con una familia que mantener, pero jamás olvidaría lo que pasó en 1994.

Supongo que te quedó claro que George ha tenido una vida dura.

Entonces, estamos en Marzo del 2022. George está en un día normal andando en su bicicleta camino a buscar la carga infernal que tiene que transportar.

De repente, sorpresa. Pasa al lado suyo un hombre blanco viajando en bicicleta. Comparada con la bici de chatarra que usa George, la Trek de montaña que usa el Mzungu parece nada más y nada menos que un Ferrari.

«¿Un Mzungu? ¿Aquí? ¿Y en bicicleta? ¿Acaso ha venido a ayudarme?», piensa George. Este Mzungu es la salvación que estaba buscando. George quiere decir algo para que el Mzungu le dirija su atención. El problema es que George no sabe hablar inglés. George sólo sabe una frase, y no piensa dos veces en decirla.

«Mzungu! Mzungu! GIVE ME MONEY!!!!».

El Mzungu le dirige una cara de desprecio, y a continuación hace como que no existe.

«GIVE ME MONEY!!!!», insiste George. Pero no recibe respuesta. No sabe qué hace ese mzungu aquí, pero definitivamente no ha venido a ayudar a George. Al rato lo pierde de vista.

George sigue con su vida. Una vida de sufrimiento y trauma desde sus primeros años de vida.

La vida más dura que se puede concebir en este planeta.

George es un personaje ficticio que representa la vida normal de un rwandés. Si una persona nació en Rwanda antes del año 1994, muy probablemente ha tenido una vida como la de George. El genocidio afectó a cada una de las personas de este país, sin importar si eran Hutus o Tutsis. Y en el campo, que es la gran mayoría de Rwanda, el trabajo infernalmente duro y las familias grandes que mantener son la norma.

Yo me enteré del pasado de George cuando visité el memorial del genocidio en Kigali. Es el primer museo en el cual me detengo a leer cada detalle que había disponible. Sólo en ese momento, después de seis días en Rwanda, se me abrieron los ojos.

¿Me están diciendo que yo, un chileno que nació con todas las facilidades del mundo, me di el privilegio de visitar Rwanda en bicicleta e ignorar a su gente que me pedía ayuda? ¿Esa misma gente que vivió el genocidio más sangriento de la humanidad?

Y no sólo eso, ¿Me están diciendo que me di el gusto de contar mi experiencia en Rwanda de forma tal en la que yo era la víctima sólo porque me pedían plata? ¿Una víctima entre medio de verdaderas víctimas?

Después del memorial del genocidio, volví al hostal con el corazón en las manos. Pocas veces me he sentido tan mal con mi propio actuar.

¿Cómo pude perder la paciencia con esta gente? ¿Cómo pude victimizarme? ¿Qué derecho tengo a hacer algo así?

Juan Pablo Toro, rey de víctimas.

Haciendo las paces con los rwandeses.

Mi paso por Rwanda no termina tan mal. Lo bueno, es que Kigali está en el centro de Rwanda. Para ir a Burundi estoy obligado a salir de mi escondite y volver a enfrentar los Give Me Money. Pero esta vez será distinto.

Antes de salir del hostal, me prometo una sola cosa:
No importa cuánta plata te pidan, o cómo te traten, o cuánta gente te siga. Tú no tienes derecho a perder la paciencia con los rwandeses. Jamás serás capaz de entender todo el sufrimiento por el cual ha pasado esta gente, así que si viniste a Rwanda por tu propia voluntad, más te vale que aguantes.

Y eso es exactamente lo que hago. Apenas salgo de Kigali, paso por al lado de un niño.
«GIVE ME MONEY!!!»
En vez de seguir, me detengo. Por un momento, él y yo nos miramos a los ojos y sonreímos. El niño no dice nada, ni siquiera repite GIVE ME MONEY. En ese momento entiendo que él y mucho de los otros niños que decían esta maldita frase lo hacían de una manera automática y compulsiva, sin necesariamente buscar que yo les diera plata. Lo único que querían era mi atención, y para eso gritaban con todas sus fuerzas la única frase en inglés que sabían.

Los siguientes dos días pasan a ser uno de los mejores del viaje. Disfruto de estar con cada rwandés/a que me dirige su atención, sin importar si me pide plata o no. Recuerda: no tengo derecho a perder la paciencia. Con algunos nos reímos. Con otros bailamos. Con otros simplemente nos saludamos. Salgo del camino principal, y exploro un área rural llena de campos de arroz y pantanos bellísimos, justo un día Domingo donde la gente se reúne en las iglesias Gospel para cantar y bailar como nunca.

Quizás no puedo volver al pasado y tratar mejor a la gente que vi antes de Kigali, pero al menos encontré redención camino a Burundi.

Rwanda es bonito.

La gente de Rwanda es buena.

La vida es buena.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Misión: conocer a Eliud Kipchogue

Nairobi, Kenya. 7 de Febrero de 2022.

Me doy vueltas de un lado a otro preparando las alforjas para salir de la ciudad pedaleando.
No sé si apurarme, o hacer como que se me perdió algo importantísimo para poder pedirle a mi amigo de Couchsurfing que me aloje una noche más en su departamento cinco estrellas. Es difícil dejar atrás tanta comodidad.

Los nervios me están comiendo vivo. «¡Álvaro, no encuentro mi pasaporte!», le quiero decir a mi anfitrión, como buen mentiroso. Quizás así tendría una oportunidad de postergar el comienzo de mi viaje en bicicleta por África.

¿Cómo irá a tratarme este nuevo continente?
¿Cómo será la gente? ¿Más o menos simpática que la que conocí en Medio Oriente?
¿Cómo será la comida? ¿Encontraré comida?
¿Qué pasa si me encuentro con un animal salvaje?

Lamentablemente, no se me ha perdido nada. Tengo todo listo para partir.

Pero, ¿A dónde?

Kenya es gigante.
Una amiga me recomendó un listado de parques nacionales «que no me puedo perder». Lugares lindísimos en los que podré ver leones, leopardos, jirafas, búfalos, dragones, monito del monte, chupacabras, y todo lo que se te ocurra. ¡Kenya es el país del rey León!

Otro amigo me recomendó ir hacia el este, y pasar unos días relajándome en las playas paradisíacas cerca de Mombasa.

Para cuando he terminado de escuchar todas las recomendaciones, tengo un mapa de Kenya repleto de lugares por visitar.

Pero ninguno de esos me interesa.

Lo que esta gente no sabe, es que yo he venido a Kenya con un objetivo: conocer a Eliud Kipchogue.

Eliud Kipchogue es uno de los mejores maratonistas de la historia. Quizás el mejor. Es el primer corredor en bajar la marca de las dos horas en 42 kilómetros.

El año pasado, junto a mi papá, vimos toda la maratón de los juegos olímpicos. Eliud estuvo todo el tiempo en el primer lugar. Un ritmo perfecto. Y una mirada de concentración y calma que nunca antes había visto.

Después de ver esa maratón, obsesionado con Kipchogue, empecé a buscar noticias y videos de él en internet. Parecía ser un tipo sabio, profundo. Suficientemente interesante como para tomar un avión a Kenya y viajar cientos de kilómetros en bicicleta sólo para darle la mano y ver cómo entrena.

Eliud Kipchoge

Empiezo a pedalear para salir de Nairobi en dirección Noroeste, camino a Kaptagat, la región donde vive Kipchoge y la tribu Kalenjin, famosa por correr.

Entre que no revisé la ruta antes de empezar, y tengo ganas de aventuras, a los pocos kilómetros salgo del camino pavimentado y pedaleo por unos caminos de tierra roja que cruzan un cerro lleno de subidas y bajadas.
No sé si voy a más de cinco kilómetros por hora.
El rebote de la bici sobre las piedras me hace sentir tan incómodo como esa vez que se me ocurrió andar en camello.
Tengo miedo de que se me rompa la bici.
¿Y por qué hay tanta gente en el camino? ¿Para dónde van?

Me da hambre. Paro en un puestito de verduras. No puedo creer lo que estoy viendo. ¡¿Paltas?! ¿¡tienen paltas?! No veía uno de esos tesoros desde que me fui de Chile seis meses atrás. Me compro dos, unos cuantos tomates, lechuga, y de almuerzo trato de imitar la ensalada que tanto me gusta en Chile.

Poco después, mientras pelo un mango para comer algo de postre, se me acerca una señora con un vozarrón que me dice: «HELLO MZUNGU. BUY ME A MANGO».

Estoy impactado. Primera vez que me llaman «Mzungu» (hombre blanco), y primera vez que me piden comida o plata en estos seis meses de viaje. Algo me dice que no será la última.

Sigo pedaleando a un ritmo insoportablemente lento. Saludo a tanta gente, que poco a poco empiezo a desarrollar ese giro de muñeca que hacen las princesas cuando saludan a su pueblo sobre un carro real. Absorbo información como una esponja. Analizo a la gente y contemplo la naturaleza. Todo es demasiado distinto a lo que venía viendo en Medio Oriente.

Eventualmente, llego a la entrada de un camino que es más que nada una posa eterna de barro, y en sus mejores partes es un barro un poco más seco. Yo feliz de ensuciarme un poco, así que empiezo a avanzar. Sin embargo, justo en ese momento aparece un campesino que me dice «Don’t go there!». Decido no escucharlo.

A los pocos metros me doy cuenta que cometí un error. El barro es una especie de greda que se queda atascada en cada engranaje de mi bicicleta. Intento empujarla para avanzar, pero la rueda no se mueve, y mis zapatos se resbalan con cada paso que intento dar. Tengo que parar cada diez metros para sacar el barro con mis manos.

Ya casi al final, volviendo al inicio del camino, una señora de sonrisa angelical sale de su plantación y me ayuda con unas ramitas a sacar todo el barro. Con ese último empujón, logro salir de la trampa de barro y buscar un camino un poco menos problemático.

Son las seis de la tarde y llevo tan sólo 30 kilómetros. Llego a un pueblo llamado Limuru, feo con F de foca. Con sólo mirar las tiendas sucias siento un poco de ansiedad. ¿Y por qué el cielo está tan oscuro? Aaah sí, porque se va a poner a llover.

Entro a un restorán a tomar té. La mesera me mira como si fuera un coyac. Un mzungu listo para ser devorado. Me pide sacarme una foto con ella, y me invita a alojar en su casa. Yo me lo pienso, ya que es gratis, pero termino diciéndole que no, ya que no es gratis. El precio a pagar es mi carne.

Encuentro un hotel-motel-bar-restaurant-coffee shop de mala muerte, y pago una pieza privada por cuatro dólares.
Duermo como un angelito.

Día 2.

Veo en el mapa que cerca mío hay un camino que cruza un bosque y un par de acantilados. Obvio que tengo que pedalear por ahí. ¡Suena increíble!

Al poco rato descubro el problema. Los camiones. Dios mío, los camiones.
A lo largo de mi viaje, me han pasado rozando cientos de camiones. Es peligroso, sí, pero siempre sientes que el camionero sabía lo que estaba haciendo.
Los camioneros kenyatas, en cambio, están completamente fuera de control. Uno de ellos, con tal de esquivarme sin reducir su velocidad, entra a la pista contraria y le rompe el espejo lateral al camión que venía en sentido contrario.

Veo, también, camiones que intentan adelantar al camión que está adelantando. Para eso utilizan la pista de emergencia. ¡Mi pista!

Me doy cuenta que tengo entre un 80 y un 120% de probabilidades de morir en los próximos diez kilómetros. Decido tomar una medida de emergencia, una medida que no había tenido que tomar en todo el viaje: pedalear en medio de la calle.

Lo bueno de hacer esto, es que los camioneros te respetan. No pueden adelantarte. Lo malo, es que esos mismos camioneros te detestan, porque no pueden adelantarte. Para evitar provocarles tantas molestias, me tiro cerro abajo a toda velocidad.

Llego al siguiente pueblo enterito.

En la tarde, diluvio. De esas lluvias tan fuertes, que te hacen reir, porque no puede ser que seas tan estúpido como para estar pedaleando bajo una tormenta de ese calibre.
El agua se siente tan fuerte como una ducha, el camino se convierte rápidamente en un río, y a lo lejos se ve un arca de madera donde, desde la cubierta, un  tipo de barba canosa y túnica te grita en hebreo «¡¡Súbete weon!!».

Estaba suave la lluvia

Eventualmente la lluvia para. Llego al lago Naivasha empapado, y encuentro un colegio de primaria donde pido alojamiento. El guardia me ofrece una sala de clases para mí solo donde puedo poner mi carpa, y sugiere que me levante temprano para salir del colegio antes de que lleguen los niños. «¿A las 6 am está bien?», le pregunto. «No hay problema», me responde.

Primera vez durmiendo en un colegio

Día 3.

5.30 am. Llegan los primeros niños. Me miran con incredulidad. No entienden qué hace un mzungu durmiendo en carpa en una de sus salas.

Imaginate tienes diez años, despiertas muerto de sueño para otro día normal de colegio, y cuando llegas a tu sala, se encuentra durmiendo en carpa un chino tibetano que con suerte es capaz de decir «Hola». Así de extraño me imagino que debe ser para ellos.

6.00 am. El colegio está lleno! Y todos quieren estar conmigo. El guardia tiene que hacer malabares para que los niños no entren a la sala. Preparo mis cosas tan rápido como puedo, y salgo del colegio con un ejército de niños a mi alrededor.

¿Lo bueno de despertar cuando está oscuro? Que llegas a la entrada de Hell’s Gate National Park justo cuando está amaneciendo. El guardaparques te dice que eres afortunado. Al amanecer es cuando más ves animales. Unas zebras pasan a tu lado, como si estuvieran yendo a su trabajo en el parque. Pagas la entrada, tan ansioso como si estuvieras a punto de entrar a un parque de diversiones.

Hell´s Gate National Park

A continuación, uno de los momentos más bonitos de mi vida. ¿Recuerdas la primera escena del Rey León? ¿Cuando se muestra a todos los animales de la sabana mientras un tipo canta «Aaaaaaaa zigueñaaaaa…»? Es exactamente esa escena, pero en la vida real. Veo jirafas, gacelas, jabalíes, zebras y búfalos, todos conviviendo como si fueran amigos. Por allí y por allá, una que otra hiena esperando su momento para cazar. Sólo falta Simba.

Zebras

Me acerco a una manada de búfalos a sacarles fotos. Otro grave error. No se ven enojados; se ven furiosos. Les trato de explicar que yo también soy una especie de toro, Juan Pablo Toro, pero no hay caso. Los tres más grandes se preparan para atacar, y todos los demás se esconden detrás. Y yo ahí, todavía sacando fotos. ¿Dónde está el instinto de supervivencia?

Malditos búfalos. Una cara de enojo…

Uno de ellos embiste hacia mí a toda velocidad. Por mi parte, me pongo furioso. No sabía que tenía esa faceta en mi personalidad. Me dan ganas de matar al búfalo, de pelear por mi vida. Le grito con todas mis fuerzas dándomelas de soldado espartano, y el búfalo se da vuelta. Diez segundos después ya estoy tranquilo, pero decido irme a otro lado del parque. No me cayeron bien los búfalos.

¿Has pensado en lo curiosas que son las jirafas? El ser humano, tratando de ser creativo, ha inventado dragones y caballos con cuernos en la frente. Nuestra madre pachamama, en cambio, llega a otro nivel. Ha creado a un ser de cuello ridículamente largo con piel camuflada. La única razón por la cual no decimos «¿qué mierda?» cuando las vemos, es que desde chicos las hemos visto en la televisión. Pero son las criaturas más raras del mundo.

Al par de horas salgo del parque, y paso todo el resto del día dándole la vuelta al lago Naivasha por un camino desastrozo, pero que está lleno de monos, jirafas, zebras y jabalíes. No molesta ir tan lento por un camino así de bonito.
El que se apura pierde el tiempo.

Duermo en un hotel barato. Cada vez queda menos para ver a Eliud, el legendario Eliud.

Día 4.

Paso todo el día pedaleando por un camino aburrido comparado con lo que venía viendo. Al almuerzo llego a Nakuru. Tenía las esperanzas de que encontraría una ciudad bonita como Nairobi, pero no. Nakuru es un desastre. Almuerzo un pescado tan rápido como puedo, y me voy pedaleando cuesta arriba para llegar a una zona rural donde está el Menengai Crater.

A diferencia de Nakuru, ciudad de mierda, en Menengai Crater no hay autos. Niños maratonistas corren al lado mío todo el camino. Aparte de las aves cantando, silencio. Me saluda un tipo simpatiquísimo que me lleva a un lugar para acampar a pocos metros de la orilla del cráter. Me muestra la vida de su familia, simple y a la vez perfecta. Tienen un jardín donde han plantado todos los tipos de frutas y verduras que puedas llegar a imaginar. Nunca había visto paltas tan grandes.
Él y su familia son de esa gente que no tiene nada, pero a la vez lo tiene todo. Ver lo felices que están me hace sentir pena por aquellos que viven en la ciudad.

Día 5.

Empieza el verdadero desafío. Eliud Kipchogue entrena en Kaptagat, a 2600 metros de altura. Eso significa que, para llegar a él, hay que subir, subir y subir. Y eso es lo que hago, con una que otra parada a tomar té y comer chapati por $200 pesos chilenos.

A las 5 de la tarde el calor está a punto de terminar conmigo. Decido parar en un pueblo llamado Eldama Ravine, y tomar té hasta volver a sentir el cuerpo. Encuentro otro hotel barato donde aparece otra amable señorita de la recepción que me ofrece amor, mucho amor. Yo le doy las gracias, pero también le digo que no.

Día 6.

Último día, supuestamente.

¿Cuál era el desafío? Ah, sí, conocer a Eliud Kipchogue.
Por un momento se me ha olvidado la misión mientras mi atención se pierde en el paisaje por el cual estoy pedaleando. Ha pesar de las subidas interminables, este lugar es posiblemente lo más bonito que he visto en todo el viaje. Campos verdes rodeados por bosques naturales, puestos de fruta donde atienden señoritas encantadoras, vacas, niños sonrientes, y un cielo azul con nubes esponjosas muy similar a película de Hayao Miyasaki. Si me hicieran imaginar el paraíso, sería parecido a este camino. Es tan bonito, que hasta se me olvida lo cansado que estoy.

Son las 6 de la tarde. Estoy a 3 km de Kaptagat. Queda poco para que oscurezca. Llego a un pueblito enano de esos que tienen tierra roja. Todos me miran. Justo en ese momento pincho mi rueda trasera, y un minuto después empieza el diluvio. Estoy estancado bajo el agua. La tierra se convierte rápidamente en un barro que se adhiere a la bicicleta. La empujo hasta instalarme debajo de un techo de aluminio, y empiezo con el arreglo mientras se reúne lo que parece ser todo el pueblo alrededor mío. Grito insultos hacia la bicicleta. Estoy embarrado.

No sé qué tiene esta rueda, pero es imposible de arreglar. Entre tres personas tratamos de sacar la cámara, pero es imposible. Después de media hora, los locales me llevan a una tienda donde a la vez se arreglan motos y se corta el pelo. El dueño logra arreglar el pinchazo. Le doy las gracias a todos, y me voy por un camino oscuro como boca de lobo para terminar los últimos tres kilómetros.

Llego a la entrada de un recinto donde hay un cartel que dice Rosa’s Camp. «Este debe ser el campamento de Eliud», pienso. ¡Lo logré! Entro caminando con unos zapatos que suenan por toda el agua que tienen. En mi mente tengo la imagen de Eliud recibiéndome con los brazos abiertos e invitándome a comer.

En cambio, lo primero que veo es a otro mzungu. Un español más blanco que yo, llamado Marcos. Me saluda y me dice que es el fisioterapeuta de los corredores, y me explica que me he equivocado. Eliud vive en otro campamento que está aproximadamente a cien metros de donde había pinchado rueda tres kilómetros atrás. Me ve la cara de decepción, y me invita a comer y alojar en el recinto.

Me acuesto feliz. Quizás todavía no conozco a Eliud, ¡pero qué día!

Día 7.

Pedaleo los tres kilómetros de vuelta, y llego a Global Camp, el campamento de Eliud Kipchogue. Antes de pasar por la entrada puedes ver una pista de atletismo de tierra donde los corredores entrenan varias veces a la semana. Entro al recinto sin ver el cartel que dice «prohibido la entrada de visitantes».

Lo primero que veo es a un grupo de cinco corredores acostados en el pasto. Me miran con cara de desconfianza, y yo les sonrío.
Con solo presentarme y decirles que he venido desde Nairobi en bicicleta logro ganar su confianza. Ahora se están riendo, tratando de entender cómo puede ser que alguien haya pedaleado tanto sólo para venir a este lugar. Yo estoy incrédulo. ¿Acaso yo, entre medio de este grupo de fenómenos que corren a la velocidad de la luz, soy el especimen? ¿Cómo les explico que lo que yo hago no es nada comparado con sus propios logros?

Nos hacemos amigos de inmediato. Se presentan.
Uno de ellos está a un segundo de batir el récord mundial en 800 metros planos. Se demora 1 minuto y 41 segundos. A modo de comparación: cuando yo estaba en el colegio me exprimía al máximo para correr en 3 minutos 14 segundos y así tratar de sacarme un 7.
Otro de ellos es cinco veces campeón mundial en 21 kilómetros.
Otra, la única mujer, es una de las mejores corredoras del mundo, y no sabe andar en bicicleta.
Y todos los demás corren maratones en menos de dos horas y diez minutos.

Es difícil llevarse mal con gente tan simpática y humilde. Uno de los grandes beneficios de viajar en bicicleta que he descubierto en este viaje es que la gente, a primera vista, cree que eres interesante, sin que necesariamente sea el caso. Eso te permite conversar con mayor facilidad. Los llevo a que puedan probar mi bicicleta, y con eso logro que me inviten a alojar. Me dicen que tengo suerte. Si no hubiera llegado un domingo, día de descanso para el equipo, jamás habría sido aceptado dentro del lugar. Eliud no lo habría permitido. Dejan que arme mi carpa en una pieza vacía.

Paso gran parte de la tarde conversando con ellos, haciéndoles miles de preguntas. Podría destinar todo un artículo a describir cómo viven y cómo entrenan, ya que todo lo que hacen es impresionante y a la vez sencillo. Pero por respetar la privacidad de ellos no puedo darme tal lujo.

Todo lo que veo y escucho es tan impactante, que al par de horas decido salir del campo de entrenamiento para tomarme un té en el pueblo.
El joven de 16 años que sirve el té me cuenta que corre 42 kilómetros en 2 horas 15 minutos. Y ni siquiera tiene zapatillas de trote.

Un simple mesero que sería el mejor corredor de Chile si le diéramos nacionalidad

Vuelvo al campo de entrenamiento. Junto a los corredores y el fisioterapeuta cocinamos Ugali con verduras, y me voy a acostar a las 10.
¡Mañana conoceré a Eliud!

Día 8.

El gran día.
Despierto a las 5:50 am, me visto rápidamente, y a las 6:00 estoy con mi bicicleta afuera de Global Camp junto a un grupo de diez corredores. Empiezan a trotar, siendo que está tan oscuro que no soy capaz de ver el piso. Paso las siguientes dos horas pedaleando dentro de un bosque tratando de seguirles el paso, admirado por la facilidad que tienen para correr.

¿Que por dónde corren en las mañanas estos fenómenos?

De vuelta en Global Camp tomamos desayuno: pan de molde sin nada, y té con leche.
Me explican que tengo que dejar todo listo para irme apenas llegue Eliud. Él no sabe que yo estuve ahí. Nunca antes alguien que no es parte del equipo había entrado al recinto de corredores. Sólo me dejaron dormir ahí porque entré sin permiso y les caí bien.

Dos horas después veo llegar una camioneta enorme al estacionamiento.

Es él. Eliud Kipchogue.

Lo espero afuera de su camioneta. Me tiemblan las manos. Sale de su auto, se acerca a mí, y nos estrechamos la mano. No sé que decir.

«Did you come with this bicycle?», me pregunta.

«Yes, I did», le respondo.

La conversación se resume en dos brevísimos minutos, en los cuales Eliud me hace preguntas sobre mis viajes en bicicleta, y yo le respondo tan bien como puedo, pero sin el valor necesario como para hacerle preguntas de vuelta. ¿Cómo se conversa con alguien así de famoso?

Para terminar, Eliud saca su teléfono. Nos tomamos una selfie juntos.

«Do you have your phone?», me pregunta.

«For what?», olvidando que un mortal como yo, cuando conoce a una leyenda como Eliud, tiene que sacarse una foto. De otro modo nadie te cree.

foto con Eliud

«Okay. It was nice to meet you», me dice.

«Nice to meet you too», le respondo. Y lo veo entrar a Global Camp.
Por dentro estoy pensando «¡Espera! ¡Dame un minuto para calmar los nervios! ¿Cómo puede ser que la conversación sea tan corta? ¡Tomemos té al menos! ¿Cómo te hago saber que para venir a verte tuve que pedalear bajo la lluvia, acampar en colegios, enfrentar búfalos, y subir montañas enormes? ¡Merezco algo más!».

Empiezo a pedalear a mi próximo destino, tratando de entender lo que acaba de pasar. Todo fue demasiado rápido.
Tengo un gusto amargo por no haber podido entablar lazos profundos con Eliud.
Tengo un gusto más amargo aún por no haberme podido despedir de los corredores que conocí el día anterior.

Poco a poco, la sensación de amargura se reemplaza por una de satisfacción. Pienso en todo lo que me pasó los últimos siete días. Todas las experiencias que jamás se me olvidarán. Se me dibuja una sonrisa en la cara.

Con todo lo que me pasó, lograr conocer a Eliud Kipchogue en la «Misión: conocer a Eliud Kipchogue» fue lo menos memorable de la semana!

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Un pésimo objetivo cuando se viaja

Acá va un pecado mortal en el que hemos caído todos a los que nos gusta viajar:

Fijarse como objetivo de viaje conocer un número de países.

Es un clásico.

Están los que no han viajado tanto, y te dicen «¡Quiero conocer cien países antes de los treinta!».

Y también están los que ya llevan años de experiencia, y se jactan porque conocen 150 países.

Número de países es un pésimo indicador para evaluar qué tan bueno es tu viaje. Te incentiva a apurarte, a recorrer poco de cada país con tal de pasar rápidamente al siguiente y al siguiente, y así aumentar tu número.

Tomas un avión a Paris, te sacas la foto con la torre Eiffel, visitas el Louvre, y listo, vas al siguiente país. ¡Ya puedes decir que estuviste en Francia!
Haces caso omiso de que te perdiste visitar todo el resto de Francia. Todas las otras ciudades y pueblitos. Los campos, los Alpes, los lagos, ríos y playas maravillosas. Cada región en detalle.
Obviamente nunca podrás conocer un Francia completa, pero te aseguro que se merece más que sólo tres días turisteando por París.

He escuchado gente que dice que ha estado en un país porque hizo escala en uno de sus aeropuertos. ¡Y ni siquiera salieron del Duty Free!

La gente que ya lleva años de viaje, sabe que la mejor forma de viajar es lento. Sin apuro.
Es la única forma de entrar realmente a una cultura y hacer buenas amistades.
Para lograr algo así, no puedes dejar que nada te apresure a cambiarte de país.
Sólo te vas de un país cuando sientes que has tenido suficiente, o se te está acabando la visa.

Viajar en bicicleta es una excelente opción para moverse lento

Si insistes en que tu objetivo sea conocer cierto número de países, permíteme ofrecerte dos alternativas que lo mejoran un poco:

Alternativa 1: sólo cuenta en tu listado de países aquellos en los que has pasado más de un mes.
Un mes sigue siendo poco para países como India, Rusia, Estados Unidos, China, etc, pero al menos es un punto de partida para no estar tan apurado todo el tiempo.

Alternativa 2: sólo cuenta en tu listado aquellos países en los que has adoptado parte de su cultura.
Hay veces en las que pasas tanto tiempo en un país, que tanto tu comportamiento como tus gustos empiezan a cambiar. Empiezas a actuar como los locales y a preferir sus platos de comida y entretenciones. Eso puede ser un buen indicador de que has tenido una experiencia completa.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Cómo tener dos días extraordinarios en Isla Hormuz

Para tener dos días extraordinarios en Isla Hormuz se tienen que cumplir varios pasos.

Lo primero es lo primero. Te tienes que tomar un bus nocturno a Bandar Abbas, ya que estás corto de tiempo. En cinco días tienes que tomar un ferry a Dubai, y quieres aprovechar de recorrer la Isla Hormuz con tiempo.

El bus es de esos que se mueven tanto, que te cuestionas a cada rato si las maletas de los otros pasajeros estan destruyendo tu bicicleta allá abajo en el maletero. Problema del futuro.

A las 12 de la noche, el bus tiene que parar en un restorán para que todos se bajen a comer. Eso te corta el sueño profundo en el que estabas.
Para tratar de alegrarte, te compras un chocolate que, medio segundo después de que entra a tu boca, tu estómago dice que cometiste un error.

Tu compañero de asiento tiene que ser un imbécil monumental. Cada vez que se queda dormido, levanta su brazo y lo apoya sobre su cabeza. Pero a los cinco minutos lo deja caer y te pega un codazo en la frente.

El resto del viaje en bus consiste en tí tratando de quedarte dormido, mientras que el pelotudo de al lado te despierta con un segundo codazo. Y un tercero. Y un cuarto.

Al quinto codazo, tú lo encaras. Le agarras el brazo y le dices en español que se lo meta por la raja, como si él entendiera. Justo ahí, el bus llega a Bandar Abbas, y te tienes que bajar.

Mientras armas tu bicicleta, te das cuenta de dos cosas:
1) Se te quedó la botella Nalgene en el bus, lo cual duele a un nivel ridículo.
2)Tu rueda delantera está desinflada.

Entonces, son las cinco de la mañana, está oscuro, y tú estás sentado en una vereda, arreglando tu rueda y bostezando. Se te acerca un iraní de unos cincuenta años y te empieza a grabar con el teléfono por varios minutos haciendo te preguntas, lo cual te pone incómodo. Pero el viejo es simpático, asi que sigues con lo tuyo.

Son las seis de la mañana, y sigue oscuro. Esperando a que abran las oficinas del ferry, aprovechas de ir a tomar té a un kiosko. No has dado un solo sorbo, y se te acercan tres mujeres iraníes a conversar. Cada una más guapa que la otra.
Te cuentan que se despiertan todos los días a las 5 am a andar en bici, lo cual te deja boquiabierto ya que que tú no eres capaz de abrir un ojo antes de las 7, y te piden una foto. No te das cuenta que tenías una mancha enorme de aceite en el mentón.

Entras al puerto, y pagas 3 dólares por el ferry a Hormuz. Te sientas a esperar. Tienes sueño. Poco a poco, empiezan a aumentar los retorcijones en la guata. Maldito chocolate.

Como todo evento extraordinario, tiene que haber una mujer. Una mujer que te mueva el piso, que desate el desastre.
En este caso, esta damicela es iraní. Se para al frente tuyo mirándote a los ojos, te sonríe, y te dice «hola».
Es linda. Demasiado linda. Suficientemente linda como para que asumas que no te está hablando a ti. Mujeres así de lindas jamás te han dado bola. Giras la cabeza a un lado y a otro, y compruebas que te está saludando a tí. Se sienta al lado tuyo, y empieza una conversación.

La iraní te cuenta de su vida. Te dice que le encanta la fotografía, viajar, y muchas otras cosas. Pero tu no la escuchas. Estás desconcentrado pensando por qué te saludó. «¿Acaso le gusto? ¿O le pareció interesante que estoy viajando con una bicicleta llena de bolsos?», piensas. Si es el segundo caso, la bicicleta te está dando en pocos meses lo que pasear por la universidad con una mochila llena de raquetas de tenis no te dio en cinco años.

Te subes al ferry, y te sientas con la iraní. El ferry no ha salido del puerto, y tú ya estás mareado, tal como tu madre que siempre se marea en los botes. La iraní te ofrece su audífono derecho, el cual aceptas, y ella usa el izquierdo. Te muestra música iraní del sur, extremadamente relajante. La situación es romántica, pero te quedas dormido.

Al llegar a Hormuz, van directo a la casa de un amigo de la iraní, que los puede alojar gratis a ambos. Abres la puerta, y aparece un hippie con rasta que se presenta como Farid. Te cae bien, pero su casa está llena de gente, y es diminuta. ¿Dónde te va a dejar dormir?

Pasas toda la mañana con la iraní. Van a tomar un café a su lugar favorito, y van a conocer un fuerte portugués de color rojo. En todo momento, tú estás tanteando la situación. Analizando a esta fantástica mujer. Todavía no sabes si le gustas o no.

El fuerte «rojo»

Al par de horas, encuentras la respuesta. Esta iraní es la mujer más sociable del mundo. Habla varios minutos con el barista del café, le mete conversa a un noruego que entró a la cafetería por un expresso, y hasta se ríe con el guardia del fuerte.
En otras palabras, te metió conversa porque es así con todo el mundo. No le gustas.

Lo bueno, es que no te decepcionas. Ya te has dejado llevar por pistas falsas anteriormente, así que sabes que lo mejor es seguir con lo tuyo. Además, te sientes liberado al saber que no necesitas tratar de conquistarla.
El único problema, es que en cualquier momento tu estómago puede desatar el apocalipsis. Suena y suena tratando de asustarte, y tú aprietas los glúteos, sólo por si acaso.

Almuerzas en la casa de Farid, conociendo a todos los demás. Hay otras dos hippies de Tehrán, un hippie de Shiraz, y un motociclista ucraniano que no se viste como hippie, pero que hace ejercicios de respiración esotéricos.

Tipo cuatro, decides que es momento de ir a conocer la isla con tu querida bicicleta. Obviamente dejas todos tus bolsos donde Farid, para ir más liviano. Sólo llevas contigo un par de plátanos, un litro de agua, y un rollo de comfort.

En vez de darle la vuelta a la isla, pedaleas hacia el centro de esta por un camino de tierra que se ve bonito.
Por suerte no hay nadie, ya que es ahí cuando te llega la primera cagadera. Te escondes detrás de una roca. ¡Menos mal trajiste comfort!

Sigues pedaleando. El paisaje es lindísimo. Hormuz parece de otro planeta. Vas por encima de un «Río de azufre», que más que río, es una especie de suelo filoso.

Tres kilómetros adentro de este camino, escuchas un fuerte Tsssssss. Era obvio. El suelo filoso rajó tu rueda delantera. Y claro, no trajiste nada para arreglarla.
Empiezas a caminar devuelta al camino principal, empujando una bicicleta completamente desinflada.

Te demoras una hora en llegar devuelta al camino principal.
Estás débil por la cagadera, cansado por caminar, desanimado por la iraní, y de mal humor por tu pinchazo.
Empiezas a hacer dedo.

Después de media hora en la que varias camionetas vacías pasan sin llevarte, se detiene una con cuatro hombres iraníes. «¡Súbete!», te dicen.

Se presentan. Los cuatro forman una banda de música pop iraní. ¡Van en camino a volverse famosos! Es imposible que estés de mal humor con gente tan simpática. Decides pasar el resto de la tarde con ellos. Van juntos a conocer un valle paradisiaco de la isla, los escuchas cantar, y te llevan a un taller a arreglar tu pinchazo por menos de un dólar.

Uno de tus salvadores
Río de azufre. Muchos colores

Vuelves a casa de Farid muy feliz, a pesar de que la cagadera no se te ha pasado. En un minuto, todo tu día había sido un desastre. Cinco minutos después, te rescatan unos cantantes iraníes. Le dices buenas noches a todos, tratando a la iraní como si no fuera para nada especial, y te vas a acostar en un rincón de la pieza compartida.

Segundo día:
Durante la noche fuiste al baño entre cinco y dieciocho veces. Suficiente como para haber dormido poco. Pero no importa, no estás tan cansado. Eso sí, más te vale que no comas, porque lo que sea que entre a tu boca saldrá de tu cuerpo por otra vía en pocos minutos.

Llegan amigos de Farid a visitarlo, y todos juntos pasan la mañana conversando sobre la vida. Hippies profundos.
Resulta que los amigos de Farid son fanáticos de la salsa, y asumen que tú, por ser sudamericano, eres bailarín de salsa profesional. ¿Cómo les explicas que eres lo más parecido a un robot oxidado cuando bailas? Te piden que les enseñes, y aceptas. De música de fondo pones «Una cerveza» del grupo Ráfaga porque crees erróneamente que es un grupo chileno, y te dedicas a hacer el ridículo.

Lo bueno, es que al verte bailar todos se ríen, y de reojo ves que la iraní te está escaneando de pies a cabeza. Pero sigues sin darle mucha atención.

En la tarde estás débil. No tienes fuerza como para andar en bicicleta por la isla. Le pides a Val, el motociclista ucraniano, que te lleve a dar una vuelta en moto or toda la isla justo al atardecer. En la mitad del paseo, mientras gritas por lo rápido que va la moto, te das cuenta de que estás en la cita más romántica que has tenido con otro hombre.

Vuelves a casa de Farid después de haber comido algo por primera vez en todo el día. Ya te sientes mejor. Son las once de la noche, y estás a punto de acostarte porque te estás quedando dormido.

De repente, suena un toc toc en tu puerta.

Abres. Es la iraní.

«Hola», te dice con seriedad.

«Hola», le respondes con más seriedad.

«¿Me podrías acompañar a caminar a la playa? Me da miedo ir sola, y quiero ver las estrellas».

«Obvio. ¡Vamos!», le dices, pero por dentro estás celebrando ya que te acabas de enterar que le gustas.
¿Paseo en la playa a ver las estrellas? Supera el romanticismo del paseo en moto de la tarde.

Van lentamente caminando por la playa. Haces como que disfrutas de ver la luna y las estrellas, pero estás nervioso. No te atreves a darle la mano. ¿Hay algo más difícil que darle la mano a una mujer? Ah, sí, darle un beso. ¿Querrá un beso? Es iraní. Las iraníes vienen de una cultura muy conservadora. Quizás un beso es mucho para ella. ¡Mierda!

Llegan al final de la playa, y se quedan de pie. Sin hablar. Quién sabe lo que está pensando ella, pero tú estás evaluando trescientas formas distintas de acercarte a darle un beso.

Al rato piensas «el mundo es de los valientes», y te paras frente a ella. No te mira a los ojos. Está nerviosa.

Te acercas más aún. La rodeas con tus brazos, y ella te mira. Le das un beso.

Uno de los mejores besos de tu vida. La iraní transmite una sensación de que lo que están haciendo está prohibidísimo. Si la vieran, se metería en problemas. Eso hace que sea mejor aún.

A los dos minutos, ella detiene el beso. Te sonríe. Te dice que hay que volver donde Farid, y te explica todo un plan para que, al volver, nadie en la casa descubra lo que acaba de pasar. Tú tienes que entrar primero, haciendo como que fuiste a comprar algo a la tienda. Ella entra unos minutos después, haciendo como que envía una nota de voz por Whatsapp.

A pesar de que el beso fue corto, y que no te gustó eso de tener que hacer como que no pasó nada, te acuestas con una sonrisa, pensando en los dos días extraordinarios que tuviste.
Duermes como rey.

A la mañana siguiente despiertas, y ella ya se ha ido.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade