Atrapado en un pantano, y encontrar felicidad en el lugar menos esperado

Mi última historia terminó con un resumen sobre cómo encontré redención en mis últimos días en Rwanda.
Retomemos el relato en el penúltimo día antes de salir de este lindo país lleno de gente maravillosa.

La frontera terrestre entre Rwanda y Burundi está cerrada, así que n vez de cruzar directamente entre estos dos países, lo que tengo que hacer es salir de Rwanda, entrar a Tanzania, y pedalear sesenta kilómetros por montañas para entrar a Burundi.

Vamos que se puede.

Entonces, es Domingo. Día del Señor.
Aquí en África, domingo es lejos el día más entretenido de la semana. Tan así, que lo espero con ansias. ¿Por qué? ¡Porque en el Día del Señor hay misas!

Sé lo que estás pensando. Ir a misa no es lo más entretenido del mundo. Pero aquí en África la situación es distinta. No es como en Chile, donde el ambiente dentro del recinto es uno de piedad, silencio y respeto. Aquí la gente viene a festejar con todo su cuerpo, mente y alma. ¡Say Alleluyah!

Mientras pedaleo, paso por fuera de una iglesia tras otra. Cada una está en su propio mambo, con gente cantando a todo pulmón.
Hace ya tres años que dejé de ir a misa, pero es tanta la buena vibra que hay, que decido parar en una de ellas y entrar a participar.

A continuación, hombres, mujeres, niños y viejos bailando como si no hubiese un mañana. Juntos bajamos hasta el piso, aplaudimos sin parar, cantamos tan fuerte como podemos, y por supuesto, gritamos una y otra vez «Alleluyah!!».
El padre de esta iglesia es el mejor animador que he visto.

Es muy común escuchar gente criticando a estos padres, diciendo que son embusteros que se dedican a predicar y robarle plata a la gente. Por mi parte, feliz le pagaría a una persona para que cada Domingo me deje tan elevado como si Chile hubiese ganado el mundial.

Al rato sigo pedaleando. No he comido nada, pero tengo más energía que nunca. Cruzo unos cuantos cerros y campos de arroz con gente tranquila trabajando.

Son las cinco de la tarde. Oscurece en dos horas. Llego a un pueblo donde tengo que elegir entre dos opciones:
1)Seguir el camino pavimentado por una vuelta enorme que hace que te preguntes en qué habrán estado pensando los ingenieros al momento de planificar la ruta. Es una opción segura, pero larga y aburrida.
2)Entrar a un camino de tierra que sirve como atajo. No sé qué hay en este camino ni cómo serán las condiciones.

Claramente la opción 2 suena mejor.

Apenas entro a este camino, escucho una voz que dice «Juan Pablo, bienvenido al paraíso».
«¿Eres tú, Dios?», le respondo. «¿Es esta mi recompensa por haber ido a misa?».
En verdad no escuché ninguna voz, pero estoy en medio del cielo. Avanzo lentamente por un camino lleno de gente alegre que se detiene a saludarme como si estuvieran ante la presencia de un actor famoso. Jóvenes jugando fútbol, niños jugando con ruedas de bicicleta, mujeres y hombres sentados a orillas del camino haciendo poco y nada, disfrutando la vida. Lo mejor, es que nadie aquí nadie me pide plata. Me pregunto si seré el primer Mzungu (hombre blanco) que ha pasado por este camino.

Me detengo a orillas del camino para comprar plátanos, y el hijo de dos años de la vendedora se pone a llorar de miedo cuando me ve. No es la primera vez que me pasa, de hecho, este es el quinto niño que hago llorar por ser blanco (espero que sea por eso, y no por lo feo). Y cada vez que esto pasa, la gente alrededor se parte de la risa. Yo también me río, y trato fallidamente de mostrarle que no soy un monstruo.

Entre que avanzo como tortuga, que pincho rueda, y que paro a tomar té, se me hace tarde. Tengo que buscar un lugar para dormir. El problema es que en el lugar donde estoy no hay chance de encontrar un hotel, y menos uno barato. Y con tanta gente en el camino es casi imposible acampar. No hay donde esconderse, y si alguien te ve, te aseguro que todo el pueblo vendrá a visitarte en medio de la noche.

se está haciendo tarde

Reviso el mapa. La ruta dice que siga en línea recta cruzando un cerro enorme. La otra opción es bordear este cerro por un camino que va por la orilla de un pantano, y eventualmente lo cruza.

«Vayamos por el pantano, ¿qué puede salir mal?», pienso.

Con el paso de los minutos, encuentro la respuesta.

Primero que nada, noto que aquí no hay gente. Algo huele mal. En África siempre hay gente en el camino.
Segundo: resulta que, al igual que bosques, selvas, montañas, y prácticamente cualquier entorno natural, un pantano se comporta muy distinto durante la noche en comparación a cómo es de día. Mientras más baja la luz, más aumentan los sonidos salvajes.  No veo nada, así que enciendo mi linterna frontal.

Al principio escucho ranas. Muchas ranas. Eso es normal. Varias de ellas cruzan por al frente mío, brillando en la oscuridad debido a la luz de mi linterna.

Al rato se suman a las ranas patos y bandadas de pájaros. Sigue sin haber problemas.

De un momento a otro, todo cambia. Empiezo a escuchar ruidos terroríficos. Si es que son verdad esas teorías conspirativas que afirman que hay alienígenas explorando nuestro planeta, estoy seguro que viven en este pantano. Los ruidos que escucho son exactamente a los que se oyen en «Alien vs Depredador». Me empiezo a asustar. No tengo problema con pedalear un poco en la noche, ¡pero me pudiesen haber advertido que pasaría la noche peleando a puño limpio con monstruos reptilianos!

por si te preguntabas cómo eran los animales de ese pantano

Lo peor, es cuando empiezo a ver ojos brillantes que me observan en la oscuridad. Y no son pocos, son muchos. Es tanto el miedo que siento, que me cuesta respirar. Pero no tengo muchas opciones más que seguir avanzando en dirección a esos ojos.

¿Serán esos los alienígenas?

Menos mal, los dueños de esos ojos resultan ser gatos negros que se escapan de mí escondiéndose en el bosque. ¿Alguien me puede explicar qué mierda estaban haciendo gatos en un pantano en medio de la noche?

Según el mapa en mi teléfono, en poco rato llegaré a un camino que cruza el pantano. Más vale que sea un puente.

Apuro el paso, con la esperanza de que en pocos minutos saldré de esta situación. Mientras más me acerco a este puente, más reviso el celular. ¡Queda poco! Cuatroscientos metros. Trescientos metros. Doscientos. Cien. Cincuenta. Diez. ¡¡Estoy llegando al puente!!

De la nada, aparecen cuatro rwandeses corriendo hacia mí a toda velocidad.
Así como en las películas, veo mi vida pasar frente a mis ojos. Estos tipos me asaltan y me matan, o me matan y después me asaltan. No hay otra opción.
Todo pasa tan rápido, que no tengo tiempo para esquivarlos o escapar. Ni siquiera alcanzo a gritar. Llegan a mí a velocidad luz, y agarran mi bicicleta por todos lados.

-100 franc!- grita el jefe mientras agarra mi manubrio. (100 rwandan franc = 10 centavos de dólar).

-Wh…Wh…What??- le digo, pensando «¿Acaso no me quieren asaltar, descuartizar y esconder mis restos en el pantano?»

-100 franc! For crossing the water!

Recién ahí entiendo la situación.
Resulta que el «puente» para cruzar el pantano no es un puente. Es el mismo camino de tierra de siempre, solo que esta vez está cubierto por agua que te llega hasta las rodillas. Mis asaltantes, en realidad, son buenos tipos que corrieron hacia mí para ofrecer ayudarme a cruzar la enorme poza con mi bicicleta.
*Pido disculpas públicas por pensar que eran asaltantes, pero espero que se entienda dado la situación y la forma que se acercaron hacia mí.

Les digo que no necesito ayuda. Me saco los zapatos, y cruzo el agua pantanosa tratando de no resbalar, o que mi bicicleta no se tranque en medio de la poza. O ambos.

Me encantaría decirte que lo estoy pasando mal, porque supongo que así es como me debería sentir dado lo que estoy haciendo. Pero no. Me siento vivo. Estoy cruzando un pantano en medio de la noche, ¡en Rwanda!

Después del cruce, todo empieza a mejorar. Empiezo a subir un cerro que me aleja del pantano. El problema ahora es que, mientras más avanzo, más gente veo. ¿Cómo lo hacen para caminar y andar en bicicleta en medio de la noche? ¿Acaso esta gente tiene visión de rayos X? ¡Está oscuro como boca de lobo!

Justo cuando voy pasando por fuera de una iglesia se abre una oportunidad de diez segundos en la que no veo gente a mis alrededores. Apago mis luces, y avanzo a escondidas por un camino de barro hasta llegar a una plantación de plátanos que rodea la iglesia.
Quizás, si no hago ruido y no cocino, la gente del pueblo no vendrá a verme en la noche.

Al no poder cocinar, por primera vez en todo el viaje me acuesto a dormir con hambre. Gajes del oficio.

Los siguientes dos días consisten en pedalear hasta salir de Rwanda, y cruzar montañas empinadísimas de Tanzania en dirección a Burundi.
Estoy de mal humor.
En todo momento, tengo un solo pensamiento:
«Estoy yendo a Burundi, que según Google es el país más pobre del mundo. Si en Rwanda, la Dubai de África, me pidieron plata con obsesión compulsiva, ¿Cómo irá a ser Burundi?».

Siento como si estuviera yendo a la guerra por voluntad propia. Nada bueno puede salir de visitar un país un país que le gana en pobreza a Somalia. ¡Somalia es donde viven los piratas!

Pero no puedo seguir por Tanzania y saltarme Burundi. Sé que me arrepentiría si hiciera esto. Tengo que ver con mis propios ojos cómo es Burundi. La curiosidad domina mis decisiones. ¿Irá a pasar que la curiosidad mate a este gato?

Llego a la frontera con Burundi. Se acerca un policía serio que a primera vista parece ser duro como carne de perro. 
Mantengamos el ejemplo del perro. Si este policía fuera un perro, sería un pitbull. Sus brazos son dos veces los míos. A ese hombre no lo botan al piso ni con cinco balas en el pecho.

Cuando estamos a un metro de distancia, me mira a los ojos y cambia por completo su actitud:

-Whats up my man?? -me pregunta con una sonrisa que muestra hasta las muelas, pidiéndome que choquemos nuestros puños.

Yo lo miro con sospecha. Si hay algo que me pone nervioso, es un guardia fronterizo. Y más aun en África. Pero por más que estoy a la defensiva, el tipo insiste en ser simpático como ningún otro. Al rato nos hacemos amigos.

Hago todo el proceso burocrático del visado, y entro a Burundi con el pie derecho.

El camino, como siempre, está lleno de gente. Estoy listo para empezar a escuchar los «GIVE ME MONEY!!» o los «MONEY MONEY» que ya son parte de mi esencia. Estoy listo para la guerra. Pero paso al lado de una persona, y de otra, y de decenas mas, y ninguna de ellas me pide plata. Más aun, cuando me ven se ríen y me saludan, o tratan de gritarme algo en francés para apoyarme. «Allez! Allez!».

Esperaba cualquier cosa de Burundi, excepto lo que estoy viendo. ¿Gente alegre? No puede ser que haya gente así de alegre en el país más pobre del mundo. ¡Me están engañando! Yo los saludo haciéndome el simpático, pero por dentro estoy pensando que todo lo que está pasando a mi alrededor es una actuación.

Entre gente simpática y gente extremadamente simpática, llego ya de noche a un pueblo donde encuentro un hotel barato donde echar los huesos. ¿El dueño? Simpático. ¿Los trabajadores? Simpáticos. Son tan alegres, que sentirse de mal humor al lado de ellos es  misión imposible.

Me voy a acostar con muchas preguntas, y pocas respuestas.

Al día siguiente camino por el pueblo buscando un lugar donde tomar desayuno. Se me acerca un hombre de unos treinta años, y en vez de pedirme plata, me ofrece ayuda sin esperar nada a cambio. Tiene una sonrisa de oreja a oreja. Juntos caminamos por entre medio de unas casas a punto de caer con el más mínimo temblor, y llegamos donde unas señoras que nos sirven arroz, porotos y té. Es tan poco común que no me pidan algo a cambio por ayudarme, que esta vez me dan ganas de invitar a este tipo a comer. Por el total de ambas comidas pago $600 pesos chilenos. Lo sé, soy un ángel filantrópico.

Más que un viajero ciclista, por el resto del día me convierto como un psicólogo que está en medio de una investigación sobre felicidad. Analizo con detalle a cada persona que veo. Hombres, mujeres, niños y adultos.

En cada pueblo que paso, el mundo se detiene. La gente deja lo que está haciendo, y dedica unos segundos a sonreírle al Mzungu y desearle lo mejor. Pocas veces me he sentido tan bien.

típica parada en un pueblo

Los burundeses son la gente más alegre que he visto. No hay comparación.

Me niego a pensar que esto sea verdad. He escuchado cientos de veces antes que la plata no te hace más feliz. Pero nunca pensé que sería tan extremo el caso. ¡Esta gente no tiene nada!
Lo normal, es que la ropa que usen esté rota. Y muchos de ellos no tienen zapatos.
Los niños usan de juguete ruedas de bicicleta en mal estado, botellas de plástico a las cuales ponen tapas que actúan como ruedas e imaginan que es un auto, o «pelotas» de fútbol hechas con basura y cordeles.
Comen porotos, arroz, ugali y matoke todos los días por el resto de sus vidas. Nada de pizza o chocolate.
Tienen un infierno de trabajo: cruzar montañas cargando cosas pesadas en la bicicleta, o cualquier sustituto igual de duro.
Cuentan con poco y nada de educación.
Y ni esperar que uno de ellos se enferme de diarrea. Sentencia a muerte.

No puede ser que gente con un estilo de vida así de duro sea la más feliz que he visto.
No calza.

niños felices que me acompañaban en todo momento

Como dije antes, tengo más preguntas que respuestas.

¿Será que la alegría que estoy viendo es una forma de esconder la verdadera miseria?
Quizás algo tan simple como una sonrisa es el mejor mecanismo de defensa para olvidar que tu vida es terrible.
Por un momento pienso en todas las veces que he sonreído a alguien diciendo que «estoy bien», cuando realmente lo estoy pasando pésimo.
La diferencia, es que a mí se me nota en mis ojos que lo estoy pasando mal. A esta gente se les ve auténticamente felices.

¿Será que menos cosas materiales llevan a mayor felicidad? ¿A tal punto de ni siquiera tener zapatos? Cuesta creerlo, pero quién sabe.
He leído estudios de felicidad que dicen que, una vez que tienes lo mínimo para cubrir tus necesidades básicas (alimentación, seguro de vida, etc), más plata o cosas no te hacen más feliz. Me hace sentido.
Sin embargo, esta gente no tiene lo básico, y aun así se ve feliz.
Quizás ese estudio que leí está equivocado.

¿Será que la gente de Burundi tiene una capacidad genética superior para ser feliz?
En este caso, qué injusticia. Envidio a los burundeses.

¿Será que la gente de Burundi hace algo para ser feliz que los occidentales no hacemos? ¿Menos vicios, comidas procesadas, estrés laboral? ¿Más movimiento y contacto con la naturaleza?
Con tanta actividad física, esta gente tiene un estado físico impresionante. Por ejemplo, lo normal es que un grupo de diez niños troten conmigo por kilómetros yendo cerro arriba. A pie descalzo. ¡Y yo en bicicleta! Parece como si no se cansaran. Es difícil ver a alguien con sobrepeso.
Quizás las cosas que hacen y los pensamientos que tienen los llevan inevitablemente a ser gente inmensamente feliz, mientras que nuestro estilo de vida occidental nos inclina a convertirnos en babosas estresadas con dolor de espalda, problemas para dormir, malas relaciones personales, vicios, y cansancio al subir al segundo piso de nuestras casas hipotecadas.

¿Será que estoy loco, y todas las sonrisas que veo son proyecciones en mi cabeza?
Esta opción es muy posible. África, por fin lograste soltarme un tornillo.

Lamentablemente, esta historia no tiene un final digno de contar, así que tengo que terminar el relato abruptamente. El resto de los días en Burundi me dediqué a recorrer la capital y rodear el lago Tanganyika.

Lo interesante de todo lo que acabo de escribir, es que encontré alegría en el país más pobre del mundo.

Me encantaría decirte que encontré respuestas a las preguntas que formulé dos párrafos atrás, pero no es el caso. De hecho, mi mayor motivación de escribir acerca de Burundi es empezar una conversación con mis lectores. Quiero saber sus opiniones. Quizás alguno de ustedes tiene la respuestas que ando buscando.

¿Qué crees que explica la felicidad que vi en Burundi?

Por más que busqué miseria en el país más pobre del mundo, no la encontré. Debido a lo corta que es la Visa de turismo, sólo pude pasar ocho días en este paraíso. Quizás, si hubiese pasado más tiempo, habría encontrado la realidad detrás de esas sonrisas. Jamás lo sabré.

Cruzo a Tanzania con un buen recuerdo de Burundi.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Juan Pablo Toro, rey de víctimas

Esta historia tiene dos personajes principales. Uno soy yo, Juan Pablo Toro (el burro va por delante), y el otro es George.
Cada uno tiene su propia parte, pero eventualmente sus historias se entrelazan.

Juan Pablo Toro

Sábado 5 de Marzo de 2022. Después de considerables trámites burocráticos, revisión de cada uno de los bolsillos de mis bolsos, una interrogación, y un test PCR que demoró tres horas en dar un resultado negativo, los oficiales me permiten salir de Uganda para entrar al noveno país de este viaje en bicicleta: Rwanda.

Haber podido cruzar la frontera me tiene en estado de éxtasis. Teniendo en cuenta que la frontera entre estos dos países está oficialmente cerrada para turistas hace más de tres años, y que para haber llegado a ella tuve que pedalear por 400 kilómetros de interminables colinas en Uganda, mi entrada a Rwanda es uno de las metas más difíciles que he logrado. Está cerca de ser comparada con haber terminado un retiro de silencio de diez días en la India.

Como siempre, sé poco y nada del país que estoy visitando.
¿Cómo será el paisaje natural de Rwanda? ¿Su comida? ¿Sus pueblos? ¿Su música? ¿Su gente?
¿Será Rwanda un país especial, o será similar a lo que viví en Kenya y Uganda?

Sé que a Rwanda le dicen «la tierra de las mil colinas», lo cual de antemano provoca que mis piernas sientan cansancio. Cruzarlo exigirá toda mi energía y atención.

Sé también que hay gente que le dice «la Dubai de África», por el boom económico que ha tenido los últimos años. ¿Será que iré a ver rascacielos y autos lujosos entre medio de todas esas colinas?

Por último, sé que hubo una especie de matanza años atrás. Parece que las dos tribus que habían en ese entonces no se llevaban tan bien.

No sé nada más. Empiezo a pedalear.

Post cruce fronterizo, no avanzo ni un kilómetro y empiezo a ver gente caminando a orillas del camino. Mucha gente. Demasiada gente. ¿Por qué hay tanta gente caminando? ¿A dónde van? ¿No deberían estar manejando autos lujosos, siendo que Rwanda es la Dubai de África?

Saludo a la primera persona que adelanto. Un niño.

«Hello!». Tengo una sonrisa de cumpleaños por estar teniendo la oportunidad de conocer a los rwandeses.

«Mzungu! Mzungu! GIVE ME MONEY!», me responde. Más que pedir plata, parece como si fuera una orden que tengo que cumplir.

No le respondo, y sigo pedaleando.

Saludo a la segunda persona con el mismo entusiasmo. Esta vez es un adulto.

«Hello!».

«GIVE ME MONEY!»

«No, sorry».

Sigo saludando a cada persona que veo. Hombres, mujeres, adultos mayores, niños. Todo lo que escucho de vuelta es «GIVE ME MONEY Mzungu!».

A veces cambian la frase por «GIVE ME DOLLARS!» o «MONEY! MONEY! MONEY!» o tan sólo «GIVE ME», pero siempre mantienen esa misma actitud de como si fueran tus jefes dándote una orden.

Niños corren al lado mío por kilómetros. «Money! Money! Money!»

Jóvenes en bicicleta se adaptan a mi velocidad para seguirme hasta la muerte. «Money!  Money! Give me Money! Give Me!»

Paro a mear apenas encuentro un mínimo de espacio personal entre medio de unos arbustos, y mientras hago pipí escucho más niños a pocos metros de distancia. «Give me!!!!!»

«¿Qué está pasando?», me empiezo a preguntar.

No soy una persona que se caracteriza por tener paciencia, pero este día es una excepción. Continúo saludando a cada persona que veo como si fuera una especie de famoso que tuviera que cumplir con sus fans, sabiendo que ninguna de ellas me devolverá el saludo.  Tanta gente pidiendo plata me desgasta, pero logro mantener buena cara.

Al parecer, para los rwandeses un hombre blanco es una billetera andante, y si ha venido a Rwanda, es porque quiere repartir su infinita riqueza con los más vulnerables.

Eventualmente llego a un pueblo llamado Musanze, notoriamente más desarrollado que lo que venía viendo en Kenya y Uganda. Hay edificios de varios pisos y restoranes de buena calidad.
¿Qué es lo que me dice la gente de Musanze cuando me ve pasar? Aaah, sí. «GIVE ME MONEY!»

Encuentro una pensión barata, y me encierro en mi pieza tratando de olvidar a toda esa gente que me pidió plata. Creo que si vuelvo a escuchar «GIVE ME MONEY!» una vez más, me dará una úlcera. Pero no puedo aislarme del mundo para siempre. Al rato me da hambre, y tengo que salir de la pensión.
En la entrada de la pensión hay gente esperándome para pedirme plata. Post comida, vuelvo a mi pieza tan rápido como puedo, cubriendo mi cabeza con el gorro de la chaqueta para intentar que los rwandeses no vean que soy un Mzungu. Pero igual me notan. Es como si tuvieran un radar de blancos.

Me acuesto con una pregunta dando vueltas por mi cabeza: «¿En qué mierda de país me metí?

Segundo día.

Pedaleo 73 kilómetros por las colinas de la tierra de las mil colinas en dirección a la orilla del Lake Kivu, en la frontera con la República Democrática del Congo.

Land of a thousand hills.

El camino es lindísimo. Uno de los beneficios de cruzar tantos cerros es que tienes unas vistas panorámicas fenomenales. Pero es difícil disfrutar del entorno cuando en todo momento hay alguien a tu lado diciéndote «GIVE ME MONEY!».

Lo peor es cuando tienes que hacer una subida. Ahí, mientras jadeas y sufres por tanta inclinación, los niños tienen mayor facilidad para seguirte el paso trotando. No hay forma de perderlos de vista. «Money Money Money!!!!!!!».

Tanta subida me está destrozando, pero no quiero parar. Parar significa darles una invitación a los rwandeses a que me pidan plata sin dejarme respirar. Pero nuevamente tengo hambre, así que me detengo en un puesto de frutas a comprar plátanos.

Extrañamente, la señora de las frutas me cobra el valor de los plátanos, sin pedirme nada más. Por dentro pienso «¿No se te está olvidando algo? ¿No deberías decirme «GIVE ME MONEY»?

Le doy las gracias por no tratarme como una cajero automático.

Puesto de plátanos que me dio esperanza

Llego a orillas del maravilloso Lake Kivu. Lamentablemente el aire no está tan limpio, así que no puedo ver la República Democrática del Congo al otro lado del lago. Encuentro un restorán con una hermosa vista a la orilla del lago, y convenzo al dueño para que me deje acampar ahí.

Una vez armada mi carpa, me siento en un banco a contemplar el atardecer. Decir que estoy deprimido es poco. Tengo un rencor profundo hacia los rwandeses. Es la primera vez en mi vida que me siento como un ser humano de segunda categoría.

¿Cómo no van a ser capaces de responder un saludo sin pedirme plata?

Cuando le preguntas a un viajero ¿Qué fue lo mejor de (insertar país)?, es muy típico que te responda «la gente».
En mi caso, casi siempre respondo eso. Rwanda, en cambio, es el primer país que conozco en el cual la gente no es lo mejor. Todo lo contrario. Los rwandeses son los que arruinan este paisaje tan maravilloso.

Duermo diez horas sin interrupción, intentando restaurar mi capacidad emocional necesaria para interactuar con otros seres humanos.

Tercer día.

Paso toda la mañana empujando la bicicleta por un camino rural empinadísimo, intentando llegar a la cima de las montañas que bordean el Lake Kivu. Hace un calor infernal que me está deshidratando como nunca. Cada diez metros tengo que parar a descansar, ya que mis brazos no dan más por el esfuerzo de tanto empujar. Reviso con obsesión la ruta que tengo en mi celular, tratando de calcular cuánto me falta por empujar para llegar a la cima.

Mientras tanto, hay niños acompañándome todo el tiempo. «Give me money, give me money, money, money, GIVE ME MONEY!».

Noto cómo mi cabeza se va cayendo más y más cada vez que escucho esta frase, a tal punto de que no levanto la vista del suelo y no saludo a nadie, porque sé que me pedirán plata.
La paciencia se agotó hace rato. No me enojo ni les pido que se vayan, pero lo único que quiero es crear un campo de fuerza de cien metros de diámetro alrededor mío, con tal de que ningún humano se me acerque. Nunca he tenido un ataque nervioso, pero estoy seguro que estoy cerca de tener el primero. ¿Cómo irá a ser? ¿Me tiraré al suelo a llorar de desesperación?

Quedan tan sólo doscientos metros para la cima, pero con lo desgastado que estoy, me parecen imposibles de lograr. Permanezco varios segundos de pie, observando con terror los últimos metros que me faltan por empujar. Me tiemblan las piernas por la deshidratación.

De repente, siento que mi bicicleta se hace liviana. Me doy la vuelta para entender qué está pasando. Hay seis niños empujando la bici con todas sus fuerzas. Casi me pongo a llorar por la sorpresa. No sólo no me están diciendo «GIVE ME MONEY», ¡Me están ayudando! Con ese empujón, me invade una ola de energía que me hace terminar esos últimos doscientos metros corriendo junto a mi caballería.

¿De a dónde salieron esos ángeles? ¿Quién los envió? No importa. Lo único que importa, es que estos niños me demostraron que no todos los rwandeses son un desagrado. Quizás el 90%, pero no todos.

niños angelicales

Me encantaría decirte que desde ese momento en adelante todo fue mejor, pero te estaría mintiendo. Pasé los siguientes dos días pedaleando rumbo a la capital de Rwanda, Kigali, sufriendo como nunca. Horas y horas subiendo montañas que exigieron todo de mí.

Para que tengas un punto de comparación, subir desde mi casa en Santiago hasta la curva 40 de farellones son 1700 metros de desnivel. Subí eso mismo cada uno de los días que pedaleé hasta llegar a Kigali, pero con una bicicleta que, junto a los bolsos, pesa cincuenta kilos. Agrega a ese trabajo descomunal el constante «GIVE ME MONEY», y obtienes a un chileno destruido.

De repente aparecía una que otra persona gentil como esos niños caídos del cielo que me ayudaron, pero lamentablemente esa bondad no era suficiente como para contrarrestar lo mal que me hacía interactuar con el rwandés promedio.

Y por último, agregar a toda esa miseria unos ciclistas que se pegan a mí a lo largo de toda la ruta. No me dicen nada ni me piden nada, pero si yo paro, ellos paran. Y si yo avanzo, ellos avanzan. ¿Qué quieren de mí? ¿Me querrán asaltar? ¿Por qué no hablan?

Estos tipos son lo último que me faltaba para perder la cordura. Estoy desesperado. Les pido una y otra vez que me dejen tranquilo, pero no hacen caso. Finalmente, apoyo mi bicicleta en un árbol, los encaro y les digo en inglés: «¿Qué mierda les pasa? ¡¡VAYANSE!!».

creo que se nota el desgaste emocional

Ellos no hablan inglés, pero entienden que los quiero matar, y se alejan.

Cómo te explico el estado físico y mental en el que llegué a Kigali. Mis piernas y brazos no funcionan. Mis ojos están hundidos en el cráneo, y cuando pedaleo tengo la mirada perdida en el horizonte. Es como si el resto del mundo no existiera. Aislarme del resto es mi único mecanismo de defensa para lograr que el «GIVE ME MONEY» no me quiebre por completo. Soy un zombie.

creo que se nota el agotamiento físico y mental

Me encierro en un hostal tal como si fuera un ermitaño. Si hay algo de lo que estoy seguro, es lo siguiente:
1)Rwanda es uno de los países más bonitos que he visto, pero su gente es lo peor.
2)Nunca he estado tan cansado emocionalmente. Necesitaré varios días de reposo en el hostal sólo para dignarme a continuar el viaje.

Con todo lo que leíste,

¿Logré darte pena?

¿Logré que pienses «pobre Juan Pablito, lo trataron tan mal en Rwanda»?

¿Logré convencerte de que fui víctima del mal trato de los rwandeses?

Si no logré esos objetivos, me falta mejorar mi habilidad para contar historias. Pero es importante que tengas claro que, hasta ese momento, si hay una víctima en toda esta historia, sin lugar a dudas soy yo. No los rwandeses.

Juan Pablo Toro, el pobre jovencito al que los rwandeses deshumanizaron pidiéndole plata sin control.

Juan Pablo Toro, el rey de las víctimas.

Ah, pero casi se me olvida contarte sobre George.

George

George es un rwandés de teinta y cinco años. George sabe que su país tiene hartas colinas, pero si le dices que su país es la Dubai de África debido a su riqueza, se ríe en tu cara.

Verás, George no tiene una vida fácil. Junto a su mujer y sus cinco niños viven en una choza de barro situada a orillas del Lake Kivu, con unas pocas horas de electricidad al día, y sin agua.

la casa de george

George no tiene plata ni para mantenerse a sí mismo, pero al igual que los demás africanos, con su mujer han concebido tantos hijos como fuera posible. No importa cómo los alimentarían. Ese era un problema del futuro que lamentablemente ya llegó. ¿Preservativos? ¿Planificar una familia según la capacidad financiera? ¿De qué están hablando? ¡No hay nada más bonito en la vida que tener una familia enorme!

Entonces, George se encuentra en medio de un lío. De alguna forma, él y su mujer tienen que alimentar a estos cinco niños. Más aún, los tienen que educar con tal de que quizás, algún día, su familia logre salir de la pobreza.

Lo primero es lo primero: conseguir agua. George decide que la encargada de conseguir agua será su mujer. Así que parte ella caminando kilómetros todas las mañanas con tal de llegar a un pozo y conseguir suficientes litros de agua para satisfacer la sed de toda la familia, cocinar y lavar la ropa. Esos son varios litros de agua, que ni te imaginas cómo pueden llegar a pesar cuando caminas cargándolos.

Para cuando su mujer vuelve a casa con el bidón, está agotada. Quiere tomar un vaso con agua, pero no es tan fácil. Primero tiene que hervir el agua para matar las bacterias. De otro modo, ella y sus hijos pueden morir de diarrea o alguna enfermedad al estómago.

Entonces, necesita prender fuego. Para eso necesita que uno de sus niños vayan a conseguir ramas al bosque, o que George compre carbón. ¿Pero cómo van a comprar carbón si no tienen plata?

Mientras tanto, George está encargado de ganar un sueldo para conseguir comida y carbón, y pagar la educación de sus hijos. Pero dado que George no se educó, así como muchos otros rwandeses, tiene opciones limitadas:

1)Puede trabajar de moto-taxi. Es un trabajo típico en cada pueblo por el que pasas en África. El problema es que son muchos los que trabajan en eso, y pocos los civiles que necesitan que los lleven a algún lado. Así que lo normal es ver a estos moto-taxi sentados sobre sus motos todo el día, sin hacer nada más que conversar entre ellos. Ah, y para eso necesita comprar una moto, que obviamente está lejos de su alcance.

2)Puede trabajar transportando cargas pesadas en su bicicleta. Considerando que las bicicletas que usan son precarias y las cargas ridículamente pesadas, este debe ser el trabajo más difícil del mundo. Súmale además las colinas de la tierra de las mil colinas.

3)Puede trabajar en el campo. Es duro, pero no es tan demandante físicamente como el trabajo de la bicicleta, El problema es que de sueldo se gana entre poco y nada. No es suficiente para alimentar a cinco niños.

Hay otros trabajos, tales como servir cervezas en el bar que hay en cada pueblo, tener una tienda, etc. Pero son menos comunes y más difíciles de conseguir.

George elige la opción n°2: cargar cosas pesadas en su bicicleta varias horas al día todos los días de su vida. Con eso consigue una que otra moneda para comprar maíz, arroz, porotos y carbón. Gracias al esfuerzo descomunal que hacen él y su mujer, podrán hervir agua, cocinar y alimentar a los niños. Olvídate de comprar cosas para la casa, o ropa para los niños, o pagar el colegio.

George en un día normal de trabajo

Espero que estés pensando «¡George tiene una vida dura!». Si no es así, ¡mírate al espejo maldito bastardo insensible! Esta gente lo pasa mal.

Casi se me olvida la peor parte.

En 1994, cuando George tenía tan sólo siete años, Rwanda pasó por un tiempo «complicado».

En ese entonces existía en el país dos grandes tribus: los Hutus (84% de la población), y los Tutsis (15%). Estas dos tribus se odiaban una a la otra con todo su ser. Antes de este inolvidable año habían tenido guerras civiles, revoluciones y matanzas de cientos de miles de Tutsis. Suficientes malos antecedentes como para que el gobierno Hutu, determinado a terminar con el problema de una vez por todas, organizara un genocidio sistemático. Objetivo: eliminar a los Tutsis de una vez por todas.

A inicios de Abril de 1994, un misil destruyó el avión en el cual iba viajando el presidente de Rwanda. Esa misma noche, miles de Interahamwe (un ejército hutu sádico entrenado para matar 1.000 Tutsis cada veinte minutos), salieron a las calles a lo largo de toda Rwanda con machetes buscando torturar, violar y matar a cada Tutsi que encontraran.

El genocidio ha empezado.

Periodistán - Parte II on Twitter: "19) Los tutsis dominan la mitad del  país pero no avanzan más. Los hutus resisten en la otra mitad, y nadie se  mueve de eso. Se
Interahamwe

Durante cien días, soldados y civiles hutus desataron el apocalipsis contra los Tutsis. No importaba qué tan cercano era tu vecino, mejor amigo o familiar. Si eras Tutsi, eras torturado y asesinado con un machete por tu gente cercana. ¡Un machete!

No había dónde esconderse ni cómo escapar del país.

100 días. Un millón de muertos.

Lamentablemente, George era Tutsi. Él tuvo suerte. Logró esconderse durante los cien días en una iglesia, pero el resto de su familia y seres queridos no tuvieron tanta suerte. Todos fueron torturados y asesinados.

Para cuando el ejército Tutsi derrotó a los asesinos dando fin al genocidio y George pudo salir de su escondite, no vio nada más que cadáveres y casas destruidas. Él no lo sabía, pero se había convertido en uno de las decenas de miles de huérfanos del genocidio. Acababa de sobrevivir uno de los episodios más sangrientos de la historia de la humanidad, pero ya no había nada por lo que valiera la pena vivir. Todos sus seres queridos estaban muertos.

On anniversary, Ban honours victims and survivors of Rwanda genocide | | UN  News
George después del genocidio

Con los años saldría adelante como para llegar a los 35 con una familia que mantener, pero jamás olvidaría lo que pasó en 1994.

Supongo que te quedó claro que George ha tenido una vida dura.

Entonces, estamos en Marzo del 2022. George está en un día normal andando en su bicicleta camino a buscar la carga infernal que tiene que transportar.

De repente, sorpresa. Pasa al lado suyo un hombre blanco viajando en bicicleta. Comparada con la bici de chatarra que usa George, la Trek de montaña que usa el Mzungu parece nada más y nada menos que un Ferrari.

«¿Un Mzungu? ¿Aquí? ¿Y en bicicleta? ¿Acaso ha venido a ayudarme?», piensa George. Este Mzungu es la salvación que estaba buscando. George quiere decir algo para que el Mzungu le dirija su atención. El problema es que George no sabe hablar inglés. George sólo sabe una frase, y no piensa dos veces en decirla.

«Mzungu! Mzungu! GIVE ME MONEY!!!!».

El Mzungu le dirige una cara de desprecio, y a continuación hace como que no existe.

«GIVE ME MONEY!!!!», insiste George. Pero no recibe respuesta. No sabe qué hace ese mzungu aquí, pero definitivamente no ha venido a ayudar a George. Al rato lo pierde de vista.

George sigue con su vida. Una vida de sufrimiento y trauma desde sus primeros años de vida.

La vida más dura que se puede concebir en este planeta.

George es un personaje ficticio que representa la vida normal de un rwandés. Si una persona nació en Rwanda antes del año 1994, muy probablemente ha tenido una vida como la de George. El genocidio afectó a cada una de las personas de este país, sin importar si eran Hutus o Tutsis. Y en el campo, que es la gran mayoría de Rwanda, el trabajo infernalmente duro y las familias grandes que mantener son la norma.

Yo me enteré del pasado de George cuando visité el memorial del genocidio en Kigali. Es el primer museo en el cual me detengo a leer cada detalle que había disponible. Sólo en ese momento, después de seis días en Rwanda, se me abrieron los ojos.

¿Me están diciendo que yo, un chileno que nació con todas las facilidades del mundo, me di el privilegio de visitar Rwanda en bicicleta e ignorar a su gente que me pedía ayuda? ¿Esa misma gente que vivió el genocidio más sangriento de la humanidad?

Y no sólo eso, ¿Me están diciendo que me di el gusto de contar mi experiencia en Rwanda de forma tal en la que yo era la víctima sólo porque me pedían plata? ¿Una víctima entre medio de verdaderas víctimas?

Después del memorial del genocidio, volví al hostal con el corazón en las manos. Pocas veces me he sentido tan mal con mi propio actuar.

¿Cómo pude perder la paciencia con esta gente? ¿Cómo pude victimizarme? ¿Qué derecho tengo a hacer algo así?

Juan Pablo Toro, rey de víctimas.

Haciendo las paces con los rwandeses.

Mi paso por Rwanda no termina tan mal. Lo bueno, es que Kigali está en el centro de Rwanda. Para ir a Burundi estoy obligado a salir de mi escondite y volver a enfrentar los Give Me Money. Pero esta vez será distinto.

Antes de salir del hostal, me prometo una sola cosa:
No importa cuánta plata te pidan, o cómo te traten, o cuánta gente te siga. Tú no tienes derecho a perder la paciencia con los rwandeses. Jamás serás capaz de entender todo el sufrimiento por el cual ha pasado esta gente, así que si viniste a Rwanda por tu propia voluntad, más te vale que aguantes.

Y eso es exactamente lo que hago. Apenas salgo de Kigali, paso por al lado de un niño.
«GIVE ME MONEY!!!»
En vez de seguir, me detengo. Por un momento, él y yo nos miramos a los ojos y sonreímos. El niño no dice nada, ni siquiera repite GIVE ME MONEY. En ese momento entiendo que él y mucho de los otros niños que decían esta maldita frase lo hacían de una manera automática y compulsiva, sin necesariamente buscar que yo les diera plata. Lo único que querían era mi atención, y para eso gritaban con todas sus fuerzas la única frase en inglés que sabían.

Los siguientes dos días pasan a ser uno de los mejores del viaje. Disfruto de estar con cada rwandés/a que me dirige su atención, sin importar si me pide plata o no. Recuerda: no tengo derecho a perder la paciencia. Con algunos nos reímos. Con otros bailamos. Con otros simplemente nos saludamos. Salgo del camino principal, y exploro un área rural llena de campos de arroz y pantanos bellísimos, justo un día Domingo donde la gente se reúne en las iglesias Gospel para cantar y bailar como nunca.

Quizás no puedo volver al pasado y tratar mejor a la gente que vi antes de Kigali, pero al menos encontré redención camino a Burundi.

Rwanda es bonito.

La gente de Rwanda es buena.

La vida es buena.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Misión: conocer a Eliud Kipchogue

Nairobi, Kenya. 7 de Febrero de 2022.

Me doy vueltas de un lado a otro preparando las alforjas para salir de la ciudad pedaleando.
No sé si apurarme, o hacer como que se me perdió algo importantísimo para poder pedirle a mi amigo de Couchsurfing que me aloje una noche más en su departamento cinco estrellas. Es difícil dejar atrás tanta comodidad.

Los nervios me están comiendo vivo. «¡Álvaro, no encuentro mi pasaporte!», le quiero decir a mi anfitrión, como buen mentiroso. Quizás así tendría una oportunidad de postergar el comienzo de mi viaje en bicicleta por África.

¿Cómo irá a tratarme este nuevo continente?
¿Cómo será la gente? ¿Más o menos simpática que la que conocí en Medio Oriente?
¿Cómo será la comida? ¿Encontraré comida?
¿Qué pasa si me encuentro con un animal salvaje?

Lamentablemente, no se me ha perdido nada. Tengo todo listo para partir.

Pero, ¿A dónde?

Kenya es gigante.
Una amiga me recomendó un listado de parques nacionales «que no me puedo perder». Lugares lindísimos en los que podré ver leones, leopardos, jirafas, búfalos, dragones, monito del monte, chupacabras, y todo lo que se te ocurra. ¡Kenya es el país del rey León!

Otro amigo me recomendó ir hacia el este, y pasar unos días relajándome en las playas paradisíacas cerca de Mombasa.

Para cuando he terminado de escuchar todas las recomendaciones, tengo un mapa de Kenya repleto de lugares por visitar.

Pero ninguno de esos me interesa.

Lo que esta gente no sabe, es que yo he venido a Kenya con un objetivo: conocer a Eliud Kipchogue.

Eliud Kipchogue es uno de los mejores maratonistas de la historia. Quizás el mejor. Es el primer corredor en bajar la marca de las dos horas en 42 kilómetros.

El año pasado, junto a mi papá, vimos toda la maratón de los juegos olímpicos. Eliud estuvo todo el tiempo en el primer lugar. Un ritmo perfecto. Y una mirada de concentración y calma que nunca antes había visto.

Después de ver esa maratón, obsesionado con Kipchogue, empecé a buscar noticias y videos de él en internet. Parecía ser un tipo sabio, profundo. Suficientemente interesante como para tomar un avión a Kenya y viajar cientos de kilómetros en bicicleta sólo para darle la mano y ver cómo entrena.

Eliud Kipchoge

Empiezo a pedalear para salir de Nairobi en dirección Noroeste, camino a Kaptagat, la región donde vive Kipchoge y la tribu Kalenjin, famosa por correr.

Entre que no revisé la ruta antes de empezar, y tengo ganas de aventuras, a los pocos kilómetros salgo del camino pavimentado y pedaleo por unos caminos de tierra roja que cruzan un cerro lleno de subidas y bajadas.
No sé si voy a más de cinco kilómetros por hora.
El rebote de la bici sobre las piedras me hace sentir tan incómodo como esa vez que se me ocurrió andar en camello.
Tengo miedo de que se me rompa la bici.
¿Y por qué hay tanta gente en el camino? ¿Para dónde van?

Me da hambre. Paro en un puestito de verduras. No puedo creer lo que estoy viendo. ¡¿Paltas?! ¿¡tienen paltas?! No veía uno de esos tesoros desde que me fui de Chile seis meses atrás. Me compro dos, unos cuantos tomates, lechuga, y de almuerzo trato de imitar la ensalada que tanto me gusta en Chile.

Poco después, mientras pelo un mango para comer algo de postre, se me acerca una señora con un vozarrón que me dice: «HELLO MZUNGU. BUY ME A MANGO».

Estoy impactado. Primera vez que me llaman «Mzungu» (hombre blanco), y primera vez que me piden comida o plata en estos seis meses de viaje. Algo me dice que no será la última.

Sigo pedaleando a un ritmo insoportablemente lento. Saludo a tanta gente, que poco a poco empiezo a desarrollar ese giro de muñeca que hacen las princesas cuando saludan a su pueblo sobre un carro real. Absorbo información como una esponja. Analizo a la gente y contemplo la naturaleza. Todo es demasiado distinto a lo que venía viendo en Medio Oriente.

Eventualmente, llego a la entrada de un camino que es más que nada una posa eterna de barro, y en sus mejores partes es un barro un poco más seco. Yo feliz de ensuciarme un poco, así que empiezo a avanzar. Sin embargo, justo en ese momento aparece un campesino que me dice «Don’t go there!». Decido no escucharlo.

A los pocos metros me doy cuenta que cometí un error. El barro es una especie de greda que se queda atascada en cada engranaje de mi bicicleta. Intento empujarla para avanzar, pero la rueda no se mueve, y mis zapatos se resbalan con cada paso que intento dar. Tengo que parar cada diez metros para sacar el barro con mis manos.

Ya casi al final, volviendo al inicio del camino, una señora de sonrisa angelical sale de su plantación y me ayuda con unas ramitas a sacar todo el barro. Con ese último empujón, logro salir de la trampa de barro y buscar un camino un poco menos problemático.

Son las seis de la tarde y llevo tan sólo 30 kilómetros. Llego a un pueblo llamado Limuru, feo con F de foca. Con sólo mirar las tiendas sucias siento un poco de ansiedad. ¿Y por qué el cielo está tan oscuro? Aaah sí, porque se va a poner a llover.

Entro a un restorán a tomar té. La mesera me mira como si fuera un coyac. Un mzungu listo para ser devorado. Me pide sacarme una foto con ella, y me invita a alojar en su casa. Yo me lo pienso, ya que es gratis, pero termino diciéndole que no, ya que no es gratis. El precio a pagar es mi carne.

Encuentro un hotel-motel-bar-restaurant-coffee shop de mala muerte, y pago una pieza privada por cuatro dólares.
Duermo como un angelito.

Día 2.

Veo en el mapa que cerca mío hay un camino que cruza un bosque y un par de acantilados. Obvio que tengo que pedalear por ahí. ¡Suena increíble!

Al poco rato descubro el problema. Los camiones. Dios mío, los camiones.
A lo largo de mi viaje, me han pasado rozando cientos de camiones. Es peligroso, sí, pero siempre sientes que el camionero sabía lo que estaba haciendo.
Los camioneros kenyatas, en cambio, están completamente fuera de control. Uno de ellos, con tal de esquivarme sin reducir su velocidad, entra a la pista contraria y le rompe el espejo lateral al camión que venía en sentido contrario.

Veo, también, camiones que intentan adelantar al camión que está adelantando. Para eso utilizan la pista de emergencia. ¡Mi pista!

Me doy cuenta que tengo entre un 80 y un 120% de probabilidades de morir en los próximos diez kilómetros. Decido tomar una medida de emergencia, una medida que no había tenido que tomar en todo el viaje: pedalear en medio de la calle.

Lo bueno de hacer esto, es que los camioneros te respetan. No pueden adelantarte. Lo malo, es que esos mismos camioneros te detestan, porque no pueden adelantarte. Para evitar provocarles tantas molestias, me tiro cerro abajo a toda velocidad.

Llego al siguiente pueblo enterito.

En la tarde, diluvio. De esas lluvias tan fuertes, que te hacen reir, porque no puede ser que seas tan estúpido como para estar pedaleando bajo una tormenta de ese calibre.
El agua se siente tan fuerte como una ducha, el camino se convierte rápidamente en un río, y a lo lejos se ve un arca de madera donde, desde la cubierta, un  tipo de barba canosa y túnica te grita en hebreo «¡¡Súbete weon!!».

Estaba suave la lluvia

Eventualmente la lluvia para. Llego al lago Naivasha empapado, y encuentro un colegio de primaria donde pido alojamiento. El guardia me ofrece una sala de clases para mí solo donde puedo poner mi carpa, y sugiere que me levante temprano para salir del colegio antes de que lleguen los niños. «¿A las 6 am está bien?», le pregunto. «No hay problema», me responde.

Primera vez durmiendo en un colegio

Día 3.

5.30 am. Llegan los primeros niños. Me miran con incredulidad. No entienden qué hace un mzungu durmiendo en carpa en una de sus salas.

Imaginate tienes diez años, despiertas muerto de sueño para otro día normal de colegio, y cuando llegas a tu sala, se encuentra durmiendo en carpa un chino tibetano que con suerte es capaz de decir «Hola». Así de extraño me imagino que debe ser para ellos.

6.00 am. El colegio está lleno! Y todos quieren estar conmigo. El guardia tiene que hacer malabares para que los niños no entren a la sala. Preparo mis cosas tan rápido como puedo, y salgo del colegio con un ejército de niños a mi alrededor.

¿Lo bueno de despertar cuando está oscuro? Que llegas a la entrada de Hell’s Gate National Park justo cuando está amaneciendo. El guardaparques te dice que eres afortunado. Al amanecer es cuando más ves animales. Unas zebras pasan a tu lado, como si estuvieran yendo a su trabajo en el parque. Pagas la entrada, tan ansioso como si estuvieras a punto de entrar a un parque de diversiones.

Hell´s Gate National Park

A continuación, uno de los momentos más bonitos de mi vida. ¿Recuerdas la primera escena del Rey León? ¿Cuando se muestra a todos los animales de la sabana mientras un tipo canta «Aaaaaaaa zigueñaaaaa…»? Es exactamente esa escena, pero en la vida real. Veo jirafas, gacelas, jabalíes, zebras y búfalos, todos conviviendo como si fueran amigos. Por allí y por allá, una que otra hiena esperando su momento para cazar. Sólo falta Simba.

Zebras

Me acerco a una manada de búfalos a sacarles fotos. Otro grave error. No se ven enojados; se ven furiosos. Les trato de explicar que yo también soy una especie de toro, Juan Pablo Toro, pero no hay caso. Los tres más grandes se preparan para atacar, y todos los demás se esconden detrás. Y yo ahí, todavía sacando fotos. ¿Dónde está el instinto de supervivencia?

Malditos búfalos. Una cara de enojo…

Uno de ellos embiste hacia mí a toda velocidad. Por mi parte, me pongo furioso. No sabía que tenía esa faceta en mi personalidad. Me dan ganas de matar al búfalo, de pelear por mi vida. Le grito con todas mis fuerzas dándomelas de soldado espartano, y el búfalo se da vuelta. Diez segundos después ya estoy tranquilo, pero decido irme a otro lado del parque. No me cayeron bien los búfalos.

¿Has pensado en lo curiosas que son las jirafas? El ser humano, tratando de ser creativo, ha inventado dragones y caballos con cuernos en la frente. Nuestra madre pachamama, en cambio, llega a otro nivel. Ha creado a un ser de cuello ridículamente largo con piel camuflada. La única razón por la cual no decimos «¿qué mierda?» cuando las vemos, es que desde chicos las hemos visto en la televisión. Pero son las criaturas más raras del mundo.

Al par de horas salgo del parque, y paso todo el resto del día dándole la vuelta al lago Naivasha por un camino desastrozo, pero que está lleno de monos, jirafas, zebras y jabalíes. No molesta ir tan lento por un camino así de bonito.
El que se apura pierde el tiempo.

Duermo en un hotel barato. Cada vez queda menos para ver a Eliud, el legendario Eliud.

Día 4.

Paso todo el día pedaleando por un camino aburrido comparado con lo que venía viendo. Al almuerzo llego a Nakuru. Tenía las esperanzas de que encontraría una ciudad bonita como Nairobi, pero no. Nakuru es un desastre. Almuerzo un pescado tan rápido como puedo, y me voy pedaleando cuesta arriba para llegar a una zona rural donde está el Menengai Crater.

A diferencia de Nakuru, ciudad de mierda, en Menengai Crater no hay autos. Niños maratonistas corren al lado mío todo el camino. Aparte de las aves cantando, silencio. Me saluda un tipo simpatiquísimo que me lleva a un lugar para acampar a pocos metros de la orilla del cráter. Me muestra la vida de su familia, simple y a la vez perfecta. Tienen un jardín donde han plantado todos los tipos de frutas y verduras que puedas llegar a imaginar. Nunca había visto paltas tan grandes.
Él y su familia son de esa gente que no tiene nada, pero a la vez lo tiene todo. Ver lo felices que están me hace sentir pena por aquellos que viven en la ciudad.

Día 5.

Empieza el verdadero desafío. Eliud Kipchogue entrena en Kaptagat, a 2600 metros de altura. Eso significa que, para llegar a él, hay que subir, subir y subir. Y eso es lo que hago, con una que otra parada a tomar té y comer chapati por $200 pesos chilenos.

A las 5 de la tarde el calor está a punto de terminar conmigo. Decido parar en un pueblo llamado Eldama Ravine, y tomar té hasta volver a sentir el cuerpo. Encuentro otro hotel barato donde aparece otra amable señorita de la recepción que me ofrece amor, mucho amor. Yo le doy las gracias, pero también le digo que no.

Día 6.

Último día, supuestamente.

¿Cuál era el desafío? Ah, sí, conocer a Eliud Kipchogue.
Por un momento se me ha olvidado la misión mientras mi atención se pierde en el paisaje por el cual estoy pedaleando. Ha pesar de las subidas interminables, este lugar es posiblemente lo más bonito que he visto en todo el viaje. Campos verdes rodeados por bosques naturales, puestos de fruta donde atienden señoritas encantadoras, vacas, niños sonrientes, y un cielo azul con nubes esponjosas muy similar a película de Hayao Miyasaki. Si me hicieran imaginar el paraíso, sería parecido a este camino. Es tan bonito, que hasta se me olvida lo cansado que estoy.

Son las 6 de la tarde. Estoy a 3 km de Kaptagat. Queda poco para que oscurezca. Llego a un pueblito enano de esos que tienen tierra roja. Todos me miran. Justo en ese momento pincho mi rueda trasera, y un minuto después empieza el diluvio. Estoy estancado bajo el agua. La tierra se convierte rápidamente en un barro que se adhiere a la bicicleta. La empujo hasta instalarme debajo de un techo de aluminio, y empiezo con el arreglo mientras se reúne lo que parece ser todo el pueblo alrededor mío. Grito insultos hacia la bicicleta. Estoy embarrado.

No sé qué tiene esta rueda, pero es imposible de arreglar. Entre tres personas tratamos de sacar la cámara, pero es imposible. Después de media hora, los locales me llevan a una tienda donde a la vez se arreglan motos y se corta el pelo. El dueño logra arreglar el pinchazo. Le doy las gracias a todos, y me voy por un camino oscuro como boca de lobo para terminar los últimos tres kilómetros.

Llego a la entrada de un recinto donde hay un cartel que dice Rosa’s Camp. «Este debe ser el campamento de Eliud», pienso. ¡Lo logré! Entro caminando con unos zapatos que suenan por toda el agua que tienen. En mi mente tengo la imagen de Eliud recibiéndome con los brazos abiertos e invitándome a comer.

En cambio, lo primero que veo es a otro mzungu. Un español más blanco que yo, llamado Marcos. Me saluda y me dice que es el fisioterapeuta de los corredores, y me explica que me he equivocado. Eliud vive en otro campamento que está aproximadamente a cien metros de donde había pinchado rueda tres kilómetros atrás. Me ve la cara de decepción, y me invita a comer y alojar en el recinto.

Me acuesto feliz. Quizás todavía no conozco a Eliud, ¡pero qué día!

Día 7.

Pedaleo los tres kilómetros de vuelta, y llego a Global Camp, el campamento de Eliud Kipchogue. Antes de pasar por la entrada puedes ver una pista de atletismo de tierra donde los corredores entrenan varias veces a la semana. Entro al recinto sin ver el cartel que dice «prohibido la entrada de visitantes».

Lo primero que veo es a un grupo de cinco corredores acostados en el pasto. Me miran con cara de desconfianza, y yo les sonrío.
Con solo presentarme y decirles que he venido desde Nairobi en bicicleta logro ganar su confianza. Ahora se están riendo, tratando de entender cómo puede ser que alguien haya pedaleado tanto sólo para venir a este lugar. Yo estoy incrédulo. ¿Acaso yo, entre medio de este grupo de fenómenos que corren a la velocidad de la luz, soy el especimen? ¿Cómo les explico que lo que yo hago no es nada comparado con sus propios logros?

Nos hacemos amigos de inmediato. Se presentan.
Uno de ellos está a un segundo de batir el récord mundial en 800 metros planos. Se demora 1 minuto y 41 segundos. A modo de comparación: cuando yo estaba en el colegio me exprimía al máximo para correr en 3 minutos 14 segundos y así tratar de sacarme un 7.
Otro de ellos es cinco veces campeón mundial en 21 kilómetros.
Otra, la única mujer, es una de las mejores corredoras del mundo, y no sabe andar en bicicleta.
Y todos los demás corren maratones en menos de dos horas y diez minutos.

Es difícil llevarse mal con gente tan simpática y humilde. Uno de los grandes beneficios de viajar en bicicleta que he descubierto en este viaje es que la gente, a primera vista, cree que eres interesante, sin que necesariamente sea el caso. Eso te permite conversar con mayor facilidad. Los llevo a que puedan probar mi bicicleta, y con eso logro que me inviten a alojar. Me dicen que tengo suerte. Si no hubiera llegado un domingo, día de descanso para el equipo, jamás habría sido aceptado dentro del lugar. Eliud no lo habría permitido. Dejan que arme mi carpa en una pieza vacía.

Paso gran parte de la tarde conversando con ellos, haciéndoles miles de preguntas. Podría destinar todo un artículo a describir cómo viven y cómo entrenan, ya que todo lo que hacen es impresionante y a la vez sencillo. Pero por respetar la privacidad de ellos no puedo darme tal lujo.

Todo lo que veo y escucho es tan impactante, que al par de horas decido salir del campo de entrenamiento para tomarme un té en el pueblo.
El joven de 16 años que sirve el té me cuenta que corre 42 kilómetros en 2 horas 15 minutos. Y ni siquiera tiene zapatillas de trote.

Un simple mesero que sería el mejor corredor de Chile si le diéramos nacionalidad

Vuelvo al campo de entrenamiento. Junto a los corredores y el fisioterapeuta cocinamos Ugali con verduras, y me voy a acostar a las 10.
¡Mañana conoceré a Eliud!

Día 8.

El gran día.
Despierto a las 5:50 am, me visto rápidamente, y a las 6:00 estoy con mi bicicleta afuera de Global Camp junto a un grupo de diez corredores. Empiezan a trotar, siendo que está tan oscuro que no soy capaz de ver el piso. Paso las siguientes dos horas pedaleando dentro de un bosque tratando de seguirles el paso, admirado por la facilidad que tienen para correr.

¿Que por dónde corren en las mañanas estos fenómenos?

De vuelta en Global Camp tomamos desayuno: pan de molde sin nada, y té con leche.
Me explican que tengo que dejar todo listo para irme apenas llegue Eliud. Él no sabe que yo estuve ahí. Nunca antes alguien que no es parte del equipo había entrado al recinto de corredores. Sólo me dejaron dormir ahí porque entré sin permiso y les caí bien.

Dos horas después veo llegar una camioneta enorme al estacionamiento.

Es él. Eliud Kipchogue.

Lo espero afuera de su camioneta. Me tiemblan las manos. Sale de su auto, se acerca a mí, y nos estrechamos la mano. No sé que decir.

«Did you come with this bicycle?», me pregunta.

«Yes, I did», le respondo.

La conversación se resume en dos brevísimos minutos, en los cuales Eliud me hace preguntas sobre mis viajes en bicicleta, y yo le respondo tan bien como puedo, pero sin el valor necesario como para hacerle preguntas de vuelta. ¿Cómo se conversa con alguien así de famoso?

Para terminar, Eliud saca su teléfono. Nos tomamos una selfie juntos.

«Do you have your phone?», me pregunta.

«For what?», olvidando que un mortal como yo, cuando conoce a una leyenda como Eliud, tiene que sacarse una foto. De otro modo nadie te cree.

foto con Eliud

«Okay. It was nice to meet you», me dice.

«Nice to meet you too», le respondo. Y lo veo entrar a Global Camp.
Por dentro estoy pensando «¡Espera! ¡Dame un minuto para calmar los nervios! ¿Cómo puede ser que la conversación sea tan corta? ¡Tomemos té al menos! ¿Cómo te hago saber que para venir a verte tuve que pedalear bajo la lluvia, acampar en colegios, enfrentar búfalos, y subir montañas enormes? ¡Merezco algo más!».

Empiezo a pedalear a mi próximo destino, tratando de entender lo que acaba de pasar. Todo fue demasiado rápido.
Tengo un gusto amargo por no haber podido entablar lazos profundos con Eliud.
Tengo un gusto más amargo aún por no haberme podido despedir de los corredores que conocí el día anterior.

Poco a poco, la sensación de amargura se reemplaza por una de satisfacción. Pienso en todo lo que me pasó los últimos siete días. Todas las experiencias que jamás se me olvidarán. Se me dibuja una sonrisa en la cara.

Con todo lo que me pasó, lograr conocer a Eliud Kipchogue en la «Misión: conocer a Eliud Kipchogue» fue lo menos memorable de la semana!

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Cómo tener dos días extraordinarios en Isla Hormuz

Para tener dos días extraordinarios en Isla Hormuz se tienen que cumplir varios pasos.

Lo primero es lo primero. Te tienes que tomar un bus nocturno a Bandar Abbas, ya que estás corto de tiempo. En cinco días tienes que tomar un ferry a Dubai, y quieres aprovechar de recorrer la Isla Hormuz con tiempo.

El bus es de esos que se mueven tanto, que te cuestionas a cada rato si las maletas de los otros pasajeros estan destruyendo tu bicicleta allá abajo en el maletero. Problema del futuro.

A las 12 de la noche, el bus tiene que parar en un restorán para que todos se bajen a comer. Eso te corta el sueño profundo en el que estabas.
Para tratar de alegrarte, te compras un chocolate que, medio segundo después de que entra a tu boca, tu estómago dice que cometiste un error.

Tu compañero de asiento tiene que ser un imbécil monumental. Cada vez que se queda dormido, levanta su brazo y lo apoya sobre su cabeza. Pero a los cinco minutos lo deja caer y te pega un codazo en la frente.

El resto del viaje en bus consiste en tí tratando de quedarte dormido, mientras que el pelotudo de al lado te despierta con un segundo codazo. Y un tercero. Y un cuarto.

Al quinto codazo, tú lo encaras. Le agarras el brazo y le dices en español que se lo meta por la raja, como si él entendiera. Justo ahí, el bus llega a Bandar Abbas, y te tienes que bajar.

Mientras armas tu bicicleta, te das cuenta de dos cosas:
1) Se te quedó la botella Nalgene en el bus, lo cual duele a un nivel ridículo.
2)Tu rueda delantera está desinflada.

Entonces, son las cinco de la mañana, está oscuro, y tú estás sentado en una vereda, arreglando tu rueda y bostezando. Se te acerca un iraní de unos cincuenta años y te empieza a grabar con el teléfono por varios minutos haciendo te preguntas, lo cual te pone incómodo. Pero el viejo es simpático, asi que sigues con lo tuyo.

Son las seis de la mañana, y sigue oscuro. Esperando a que abran las oficinas del ferry, aprovechas de ir a tomar té a un kiosko. No has dado un solo sorbo, y se te acercan tres mujeres iraníes a conversar. Cada una más guapa que la otra.
Te cuentan que se despiertan todos los días a las 5 am a andar en bici, lo cual te deja boquiabierto ya que que tú no eres capaz de abrir un ojo antes de las 7, y te piden una foto. No te das cuenta que tenías una mancha enorme de aceite en el mentón.

Entras al puerto, y pagas 3 dólares por el ferry a Hormuz. Te sientas a esperar. Tienes sueño. Poco a poco, empiezan a aumentar los retorcijones en la guata. Maldito chocolate.

Como todo evento extraordinario, tiene que haber una mujer. Una mujer que te mueva el piso, que desate el desastre.
En este caso, esta damicela es iraní. Se para al frente tuyo mirándote a los ojos, te sonríe, y te dice «hola».
Es linda. Demasiado linda. Suficientemente linda como para que asumas que no te está hablando a ti. Mujeres así de lindas jamás te han dado bola. Giras la cabeza a un lado y a otro, y compruebas que te está saludando a tí. Se sienta al lado tuyo, y empieza una conversación.

La iraní te cuenta de su vida. Te dice que le encanta la fotografía, viajar, y muchas otras cosas. Pero tu no la escuchas. Estás desconcentrado pensando por qué te saludó. «¿Acaso le gusto? ¿O le pareció interesante que estoy viajando con una bicicleta llena de bolsos?», piensas. Si es el segundo caso, la bicicleta te está dando en pocos meses lo que pasear por la universidad con una mochila llena de raquetas de tenis no te dio en cinco años.

Te subes al ferry, y te sientas con la iraní. El ferry no ha salido del puerto, y tú ya estás mareado, tal como tu madre que siempre se marea en los botes. La iraní te ofrece su audífono derecho, el cual aceptas, y ella usa el izquierdo. Te muestra música iraní del sur, extremadamente relajante. La situación es romántica, pero te quedas dormido.

Al llegar a Hormuz, van directo a la casa de un amigo de la iraní, que los puede alojar gratis a ambos. Abres la puerta, y aparece un hippie con rasta que se presenta como Farid. Te cae bien, pero su casa está llena de gente, y es diminuta. ¿Dónde te va a dejar dormir?

Pasas toda la mañana con la iraní. Van a tomar un café a su lugar favorito, y van a conocer un fuerte portugués de color rojo. En todo momento, tú estás tanteando la situación. Analizando a esta fantástica mujer. Todavía no sabes si le gustas o no.

El fuerte «rojo»

Al par de horas, encuentras la respuesta. Esta iraní es la mujer más sociable del mundo. Habla varios minutos con el barista del café, le mete conversa a un noruego que entró a la cafetería por un expresso, y hasta se ríe con el guardia del fuerte.
En otras palabras, te metió conversa porque es así con todo el mundo. No le gustas.

Lo bueno, es que no te decepcionas. Ya te has dejado llevar por pistas falsas anteriormente, así que sabes que lo mejor es seguir con lo tuyo. Además, te sientes liberado al saber que no necesitas tratar de conquistarla.
El único problema, es que en cualquier momento tu estómago puede desatar el apocalipsis. Suena y suena tratando de asustarte, y tú aprietas los glúteos, sólo por si acaso.

Almuerzas en la casa de Farid, conociendo a todos los demás. Hay otras dos hippies de Tehrán, un hippie de Shiraz, y un motociclista ucraniano que no se viste como hippie, pero que hace ejercicios de respiración esotéricos.

Tipo cuatro, decides que es momento de ir a conocer la isla con tu querida bicicleta. Obviamente dejas todos tus bolsos donde Farid, para ir más liviano. Sólo llevas contigo un par de plátanos, un litro de agua, y un rollo de comfort.

En vez de darle la vuelta a la isla, pedaleas hacia el centro de esta por un camino de tierra que se ve bonito.
Por suerte no hay nadie, ya que es ahí cuando te llega la primera cagadera. Te escondes detrás de una roca. ¡Menos mal trajiste comfort!

Sigues pedaleando. El paisaje es lindísimo. Hormuz parece de otro planeta. Vas por encima de un «Río de azufre», que más que río, es una especie de suelo filoso.

Tres kilómetros adentro de este camino, escuchas un fuerte Tsssssss. Era obvio. El suelo filoso rajó tu rueda delantera. Y claro, no trajiste nada para arreglarla.
Empiezas a caminar devuelta al camino principal, empujando una bicicleta completamente desinflada.

Te demoras una hora en llegar devuelta al camino principal.
Estás débil por la cagadera, cansado por caminar, desanimado por la iraní, y de mal humor por tu pinchazo.
Empiezas a hacer dedo.

Después de media hora en la que varias camionetas vacías pasan sin llevarte, se detiene una con cuatro hombres iraníes. «¡Súbete!», te dicen.

Se presentan. Los cuatro forman una banda de música pop iraní. ¡Van en camino a volverse famosos! Es imposible que estés de mal humor con gente tan simpática. Decides pasar el resto de la tarde con ellos. Van juntos a conocer un valle paradisiaco de la isla, los escuchas cantar, y te llevan a un taller a arreglar tu pinchazo por menos de un dólar.

Uno de tus salvadores
Río de azufre. Muchos colores

Vuelves a casa de Farid muy feliz, a pesar de que la cagadera no se te ha pasado. En un minuto, todo tu día había sido un desastre. Cinco minutos después, te rescatan unos cantantes iraníes. Le dices buenas noches a todos, tratando a la iraní como si no fuera para nada especial, y te vas a acostar en un rincón de la pieza compartida.

Segundo día:
Durante la noche fuiste al baño entre cinco y dieciocho veces. Suficiente como para haber dormido poco. Pero no importa, no estás tan cansado. Eso sí, más te vale que no comas, porque lo que sea que entre a tu boca saldrá de tu cuerpo por otra vía en pocos minutos.

Llegan amigos de Farid a visitarlo, y todos juntos pasan la mañana conversando sobre la vida. Hippies profundos.
Resulta que los amigos de Farid son fanáticos de la salsa, y asumen que tú, por ser sudamericano, eres bailarín de salsa profesional. ¿Cómo les explicas que eres lo más parecido a un robot oxidado cuando bailas? Te piden que les enseñes, y aceptas. De música de fondo pones «Una cerveza» del grupo Ráfaga porque crees erróneamente que es un grupo chileno, y te dedicas a hacer el ridículo.

Lo bueno, es que al verte bailar todos se ríen, y de reojo ves que la iraní te está escaneando de pies a cabeza. Pero sigues sin darle mucha atención.

En la tarde estás débil. No tienes fuerza como para andar en bicicleta por la isla. Le pides a Val, el motociclista ucraniano, que te lleve a dar una vuelta en moto or toda la isla justo al atardecer. En la mitad del paseo, mientras gritas por lo rápido que va la moto, te das cuenta de que estás en la cita más romántica que has tenido con otro hombre.

Vuelves a casa de Farid después de haber comido algo por primera vez en todo el día. Ya te sientes mejor. Son las once de la noche, y estás a punto de acostarte porque te estás quedando dormido.

De repente, suena un toc toc en tu puerta.

Abres. Es la iraní.

«Hola», te dice con seriedad.

«Hola», le respondes con más seriedad.

«¿Me podrías acompañar a caminar a la playa? Me da miedo ir sola, y quiero ver las estrellas».

«Obvio. ¡Vamos!», le dices, pero por dentro estás celebrando ya que te acabas de enterar que le gustas.
¿Paseo en la playa a ver las estrellas? Supera el romanticismo del paseo en moto de la tarde.

Van lentamente caminando por la playa. Haces como que disfrutas de ver la luna y las estrellas, pero estás nervioso. No te atreves a darle la mano. ¿Hay algo más difícil que darle la mano a una mujer? Ah, sí, darle un beso. ¿Querrá un beso? Es iraní. Las iraníes vienen de una cultura muy conservadora. Quizás un beso es mucho para ella. ¡Mierda!

Llegan al final de la playa, y se quedan de pie. Sin hablar. Quién sabe lo que está pensando ella, pero tú estás evaluando trescientas formas distintas de acercarte a darle un beso.

Al rato piensas «el mundo es de los valientes», y te paras frente a ella. No te mira a los ojos. Está nerviosa.

Te acercas más aún. La rodeas con tus brazos, y ella te mira. Le das un beso.

Uno de los mejores besos de tu vida. La iraní transmite una sensación de que lo que están haciendo está prohibidísimo. Si la vieran, se metería en problemas. Eso hace que sea mejor aún.

A los dos minutos, ella detiene el beso. Te sonríe. Te dice que hay que volver donde Farid, y te explica todo un plan para que, al volver, nadie en la casa descubra lo que acaba de pasar. Tú tienes que entrar primero, haciendo como que fuiste a comprar algo a la tienda. Ella entra unos minutos después, haciendo como que envía una nota de voz por Whatsapp.

A pesar de que el beso fue corto, y que no te gustó eso de tener que hacer como que no pasó nada, te acuestas con una sonrisa, pensando en los dos días extraordinarios que tuviste.
Duermes como rey.

A la mañana siguiente despiertas, y ella ya se ha ido.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Dos eventos extraños que me han pasado en Irán

A continuación, dos historias cortas. No están relacionadas entre ellas. Lo único que tienen en común, es que ambas me pasaron en Irán, ambas son cortas, y ambas son extrañas.

El Profesor.

4 de Diciembre. Llevo todo el día pedaleando por un camino plano y recto que cruza el desierto de Irán. A ratos me recuerda a la pampa argentina. Hace frío, tengo hambre, y no encuentro wifi en ningún lado. Si, lo estoy pasando bien.

Son las 6 de la tarde, y ya es de noche. No siento las manos por el frío que hace. Decido parar en un pueblito pequeño llamado Sgzabad (no te preocupes, yo tampoco sé pronunciarlo correctamente). Confío en que encontraré un hotel, o alguien que me aloje, o una casa abandonada para instalar mi carpa. Si no, pasaré frío. Mucho frío.

Pedaleo por la calle principal del pueblo, buscando a alguien que me pueda ayudar. La gente me mira como si fuera un extraterrestre. Me encuentro con una estudiante de unos dieciséis años. Tiene cara de que sabe inglés.

“¿Qué haces aquí?”, me pregunta en inglés.

Le respondo que estoy buscando algún lugar para dormir.

“Este pueblo es muy pequeño. No hay lugar para dormir”, me responde. “Lo que puedes hacer, es pedalear otros diez kilómetros y llegarás a una ciudad llamada Boinzahra. Ahí El Profesor te puede ayudar”.

“Perdón…¿Qué dijiste?¿El Profesor?”, le pregunto. Me pareció raro la forma en que lo dijo.
¿Qué tiene que ver un profesor con esto? ¿Y por qué habló de él como EL Profesor y no UN Profesor?

La estudiante cambia el tema, me desea suerte, y se va. Yo quedo intrigado.

Por ningún motivo voy a ir a Boinzahra. ¡Estoy cansadísimo! Decido dar vueltas por el pueblito buscando un lugar para acampar. Encuentro una plaza con un par de lugares oscuros en donde puedo pasar desapercibido, e instalo mi carpa.

La noche consiste en yo dentro de mi saco dando vueltas de un lado para otro, intentando sin éxito quedarme dormido por el frío.
¿Quién me obligó a venir a viajar en carpa? Verdad, nadie. Lo estoy haciendo por voluntad propia.
Cosas de la vida.

A veces toca dormir en una plaza

A la mañana siguiente me levanto al primer rayo de sol, y me voy pedaleando a Boinzahra casi quedándome dormido sobre la bicicleta. Mi objetivo es encontrar algún lugar donde pueda tomar un café de esos que despiertan, y quizás, milagrosamente, señal de internet.

Cara de frío y sueño

Boinzahra es grande. Quizás no es una metrópolis, pero varios miles de personas deben vivir ahí. Me toma unos cuantos minutos llegar el centro de la ciudad.

Estoy en medio de la avenida principal, esperando la luz verde de un semáforo, cuando un hombre se acerca corriendo y se para a mi lado. Debe tener unos cincuenta años.

“Hola! ¿De a dónde eres?”, me pregunta en inglés.

Le respondo.

“Déjame ayudarte. Yo soy EL Profesor”.

“Perdón, ¿Qué acaba de decir?”. No entiendo nada. ¿De toda la gente de esta enorme ciudad me acabo de encontrar con EL Profesor? ¿Cuál es la probabilidad de que pase algo así? E insisto, ¿Por qué se refiere a sí mismo como El Profesor, y no Un Profesor? Empiezo a imaginar que el tipo es un gurú o algo por el estilo.

El Profesor cambia de tema. Me dice que lo siga, y yo le hago caso. No se le puede decir que no a EL Profesor.

Recorremos juntos varias cuadras, él trotando, yo en mi bicicleta. Finalmente, me lleva a un restorán lleno de gente. No tiene internet ni café, pero sirven un omelette delicioso. Bien por mi parte.

Le quiero hacer todo tipo de preguntas a El Profesor. Quiero entender lo que está pasando. Me empiezo a preparar mentalmente para tener una experiencia trascendental con este personaje tan misterioso.

El Profesor me pide el desayuno, paga por mí, me estrecha la mano, y se va del local.

Los siguientes treinta minutos son agridulces. El omelette efectivamente está exquisito, pero yo no puedo dejar de pensar en El Profesor. No saber quién es se convierte en una tortura mental que se quedará conmigo el resto de mis días.

El auto negro.

Así como escribí en mi última historia, estaba en medio de un camino en donde pasaban poco y nada de autos, cuando un auto negro que venía en dirección contraria a mí intentó atropellarme. Es lo más cerca que he estado de morir.

Después de una experiencia de ese tipo, quedas aterrado. Tienes la confianza en el piso. No quieres volver a subirte a la bicicleta, porque crees que te van a matar.

Empiezas a buscar todo tipo de recursos mentales que te puedan ayudar a volver a recuperar la confianza. ¿Qué es lo que me ayudó a mí? Darme cuenta que la probabilidad de encontrarme con otro loco psicópata que intente atropellarme es realmente baja. Si me llega a pasar, es porque tengo la peor de las suertes. Así que vuelvo a pedalear, feliz de la vida.

Tres días después, 21 de Diciembre, me encuentro a la salida de un pueblo pequeño ubicado a más de doscientos kilómetros al sur de donde pasó el incidente del auto negro.

La calle está vacía. Aparece un auto negro. No estoy completamente seguro, pero juraría que es el mismo modelo al del primer incidente. Va manejando lento. Cuando estamos a menos de diez metros de distancia, el auto cambia de dirección y va directo a chocarme. Todo pasa tan rápido, que esta vez yo no tengo tiempo para reaccionar. Justo cuando estamos a punto de chocar, el auto vuelve a girar y me esquiva.

Detengo la bici a orillas del camino. No entiendo nada. ¿Me están diciendo que en menos de tres días me han tratado de atropellar dos veces? ¿El mismo auto?

Empiezo a pensar que estoy loco. Quizás el desierto de Irán logró aflojar un tornillo en mi cabeza. No puede ser que sea verdad lo que me acaba de pasar.

Empiezo, también, a imaginarme todo tipo de historias para explicar la situación. Lo único que se me ocurre, es que existe un iraní, dueño de un auto negro, al que por algún motivo yo no le caigo bien. Quizás es un asesino contratado por el gobierno iraní, con la misión de matar turistas que viajan solos. ¿Quién sabe?

Sigo pedaleando, y a duras penas llego a un pueblo llamado Kavar. Quiero encontrar un hotel donde pasar la noche, sentado en una silla junto a la ventana observando la calle, asegurándome que no haya un iraní en un auto negro vigilándome.

Entro a una cafetería, y le pregunto al dueño, Rahim, si es que conoce algún hotel en donde pueda alojarme. Me responde que en Kavar no hay hoteles, e insiste en que por favor me quede a dormir con él y su familia. Yo le digo que bueno ya.

Rahim es un tipo muy simpático. Tranquilo, no como la mayoría de los iraníes. Además de la cafetería, tiene otros dos trabajos con los que mantiene a su familia.

Paso la siguiente hora tomando café gratis, hasta que Rahim y un amigo suyo me preguntan si es que quiero ir a jugar pool. Yo contesto que sí.

Nos subimos los tres a un auto de color negro. Exactamente igual a los dos anteriores.

Vamos en camino a jugar pool, cuando Rahim, quien va manejando, ve que pocos metros más adelante se encuentra un amigo suyo de pie a orillas de la vereda. A continuación, Rahim acelera a toda velocidad, haciendo como que va a atropellar a su amigo. Yo empiezo a gritar.

Lo esquiva a menos de un metro de distancia.

Se empieza a reír por el grito que lancé. Me mira con detención, observando cómo reacciono a lo que Rahim acaba de hacer. Me dice que no me preocupe, que quería hacerle una broma a su amigo.

Yo hago como que me relajo. Pero no estoy ni cerca de estar relajado. Tengo una sola idea en mi cabeza: ¡estoy sentado junto al iraní que me quiere matar!

Lo sé. No puede ser que esté tan loco. Pero después de dos sustos grandes con autos negros en menos de tres días, uno se pone un poco paranoico.

Y bueno. Vamos a jugar pool y lo pasamos bien. Pero en todo momento yo pienso que Rahim me va a enterrar su palo de pool por la espalda mientras estoy desconcentrado viendo si entró alguna de mis pelotas.

Luego Rahim me lleva a comer a un restorán. Me sirven un arroz con pollo exquisito. Lo disfruto, pero pienso en todo momento que el pollo está envenenado.

Luego me lleva a la casa de su padre. Toda su familia está ahí. Su señora, sus hijos, sus hermanos, sus cuñados, sus sobrinos, y por supuesto, sus papás. Están comiendo juntos, celebrando Yalda, la noche más larga del año. Son la familia más simpática del mundo. Me reciben como si yo fuera un famoso, sólo por el hecho de ser turista. Me dan té y queque y más té. Lo paso increíble con ellos. Pero a lo largo de todas las horas que paso ahí, pienso que, de un momento a otro, apagarán las luces, y la comida se convertirá en un ritual satánico en donde yo soy la cabra a punto de ser sacrificada.

Y finalmente, me lleva a su casa para poder descansar después de un largo día de paranoia. Él y su señora arreglan una cama en una pieza privada para que yo duerma. Les doy las gracias, me acuesto, y apago la luz.

Mi idea es pasar toda la noche con un ojo abierto y el otro cerrado, esperando a que Rahim entre a mi pieza a ejecutarme. Pero a los cinco minutos me quedo dormido. Estoy cansado.

A la mañana siguiente despierto sorprendido por estar vivo. Ahora puedo descartar completamente que Rahim es mi asesino, ya que, si lo fuera, sería el peor asesino de la historia. Tuvo como veinte ocasiones para matarme.

Me despido de él de abrazo, dándome cuenta de lo agradecido que estoy por todo lo que hizo por mí. Antes de partir pedaleando, me regala una bolsa con medio kilo de pistachos salados. Bendición divina.

A la hora de almuerzo, abro la bolsa de pistachos. Se me hace agua la boca. Saco un pistacho, y casi me rompo las uñas tratando de abrirlo. Intento con un segundo, y un tercer pistacho, y también fracaso. Más del 70% de los pistachos de la bolsa son imposibles de abrir. Grito como Luke Skywalker cuando descubre que Darth Vader es su padre, rendido ante la situación.

Quizás Rahim no me mató, pero destruyó mi mente a través de pistachos imposibles de abrir.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Aventuras en medio de la nada, y un encuentro cercano con la muerte

14 de Diciembre. Esfahan, Irán. Estoy preparando mi bicicleta para partir pedaleando camino a otra ciudad famosa que queda más al sur, Shiraz.

Entre Esfahan y Shiraz hay 480 kilómetros. Es un poco más de la distancia que hay entre Santiago y La Serena. Estimo que serán cinco largos días de pedaleo por paisajes planos y desérticos, con poco que ver en el camino. Trato de motivarme, pero es difícil.

Empiezo a pedalear sin ganas.

El primer día resulta ser tal como me lo imaginaba. Una carretera llena de camiones, suficientemente peligrosa como para preferir pedalear por un camino de tierra al costado.

Uno de los grandes desafíos que he tenido en Irán es tener que entretener la mente durante horas y horas de caminos planos y paisajes que no cambian.
A ratos, paso por momentos de creatividad. Pienso en historias que quiero escribir, canciones, y hasta incluso discusiones dramáticas como las que uno ve en las películas.
Otras veces mi mente está en silencio. Es como si entrara en «modo avión», y el subconsciente se hiciera cargo de que siga avanzando. No me doy ni cuenta, y he avanzado decenas de kilómetros sin pensar.
Y otras veces pedalear por el desierto se siente como una tortura china. La más leve oleada de viento me hace perder la paciencia. Y me empiezo a fijar en todas esas partes de mi cuerpo que me incomodan por llevar horas y horas pedaleando. Especialmente el culo.

Son las cinco de la tarde, y me desvío del camino para llegar a un pueblo diminuto que se ve a lo lejos. Por lo que vi en un cartel, hay un Ecolodge en donde quizás podré pagar una pieza barata y así salvarme de pasar frío en la noche.

Lo bueno es que naturalmente uno baja los estándares de belleza, y empiezas a disfrutar de estos cerros

Me sorprendo al encontrarme en un pueblo maravilloso. Todas las casas están hechas de un material que debe ser una mezcla de barro con quién sabe qué cosa. Tienen unas formas rarísimas, como si todo el pueblo hubiese sido diseñado por un niño jugando a hacer castillos de arena en la playa.

Todo el pueblo era así

Encuentro el ecolodge. Pago seis dólares por una pieza privada con estufa y sin cama. Problema del frío solucionado.

El Ecolodge. No sé qué tenía de Eco

9 de la noche. Alguien toca la puerta. Tres iraníes, entre ellos el dueño del ecolodge, me preguntan si me interesaría ir a un cumpleaños que están celebrando en el comedor principal. Yo respondo que por supuesto, que no hay mejor panorama que ir a celebrar el cumpleaños de un desconocido de un pueblo que ni siquiera conozco el nombre.

El cumpleaños consiste en aproximadamente treinta hombres del pueblo, música iraní en vivo, y muchísimo alcohol. Y yo que ingenuamente pensaba que en Irán no se emborrachaban.

Apenas entro al comedor, toda la atención se dirige a mí. Olvídense del cumpleañero. ¿Un turista? ¿En este pueblo? No puede ser. Todo el mundo me rodea. Me preguntan mi nombre y de a dónde vengo. Les respondo. Exclaman al unísono «Shiliiiii, Áfricaaaa». No tengo energía para explicarles que Chile no está en África.

Me hacen tomar tres shots de vodka, y me llevan a bailar. Pienso que me van a enseñar pasos iraníes con música iraní, pero no. El DJ elige poner Gangman Style. Así que durante los siguientes tres minutos bailamos todos juntos como ese chino pelotudo del video del 2014.

Después de eso, más alcohol, y más baile. Ahora sí me enseñan pasos iraníes, y hago el ridículo. No puedo parar de reírme. Entre todos ellos hay un pelado que hace uno de los mejores espectáculos que he visto. Bailes de breakdance y caminatas con las manos. Y hasta incluso, pillándome desprevisto, mete su cabeza por debajo de mi culo y me levanta entre sus hombros. Paso las siguientes dos canciones bailando sobre él.

Esto de que me traten como famoso me agota, así que después de un par de horas me despido de abrazo, y vuelvo a mi pieza.

Me acuesto a dormir con una sonrisa en la cara.

Segundo día. Imagínate el peladero más aburrido de pedalear del mundo. Un desierto en donde durante sesenta kilómetros no hay ni siquiera una bomba de bencina como para parar a tomar un café. Absolutamente nada.

Ahí estoy yo. Llevo toda la tarde cruzando ese maldito lugar. No hay nada que apreciar en el paisaje. Y hace mucho frío.

Este paisaje, durante 60 kilómetros

De repente, veo a la distancia un punto amarillo a orillas del camino. De inmediato intuyo lo que es, pero me digo a mi mismo que estoy alucinando. No puede ser verdad. ¡Estoy en la mitad de la nada!
Pero sí, es verdad. Es un viajero caminante, cargando una mochila con una funda amarilla para que los autos lo vean.

Me acerco hasta llegar a su lado, y ambos nos partimos de la risa tras encontrarnos en un lugar tan inusual.

El caminante se llama Bora, y es de Estambul. Partió desde su casa, y lleva diez meses caminando por Turquía e Irán, con destino a Nueva Delhi, India.
Ah, y no habla. Se comunica con señas y una aplicación del teléfono. No le pregunto, pero doy por supuesto que es mudo. El problema es que no tiene pinta de ser realmente mudo.

Yo no soy alguien que cree mucho en energías y cosas esotéricas, pero Bora transmite una alegría y una calma imposible de describir. No es necesario que diga nada para saber con toda seguridad de que este hombre es un sabio.

Pasamos unos cuantos minutos «conversando». Yo hablo, y él responde escribiendo frases cortas con el teléfono.
Le pregunto por qué eligió caminar, y no un medio de transporte un poco menos desesperante. Como mi bicicleta. Me responde que le gusta viajar caminando por dos razones:
La primera razón, es porque quiere aprender a ser paciente.
La segunda razón, es que cuando caminas por días y días, aprendes a rendirte ante el lugar donde estás. Aprendes a aceptar lo que sea que te toque. Sin quejarte. Sin juzgar.
Le regalo toda la comida que tengo (una lata de porotos), y me despido.

Bora. Esas personas que alegran al mundo

Paso los siguientes cuarenta kilómetros disfrutando como nunca este hermoso paisaje desértico.
Paciente.
Rendido ante la situación.

En la noche, ya en un hotel, reviso su página web. Descubro que efectivamente Bora sí puede hablar, pero que ha hecho un voto de silencio. No me parece tan raro. Dos años atrás leí una biografía de un tipo llamado John Francis, quien pasó 17 años caminando por el mundo sin hablar.

Me acuesto por segunda vez con una sonrisa en la cara, pensando en la gente extraordinaria que he conocido los últimos meses.

Tercer día. No más caminos planos. Hoy me toca cruzar una montaña. Avanzo a paso tortuga por una subida que parece nunca terminar.

Por lo general, cuando uno cruza una montaña, el camino está lleno de curvas. Y eso es bueno, ya que no se ve la cima hasta cuando ya estás muy cerca de terminar. Esta subida, en cambio, es recta y empinada. Veo el final durante horas. Se hace eterna.
Se pone a llover, y luego a nevar. Extrañamente, me mantengo de buen humor.
En la cima hay un túnel, y me refugio dentro de él para volver a sentir las manos y los pies. Me abrigo con todo lo que tengo, pero me congelo más aún con el viento de la bajada.

17:30. Estoy a las afueras de un pueblo llamado Ab Barik, a 2000 metros de altura. El sol ya se escondió, y todavía no tengo donde dormir. El alojamiento pagado más cercano está a cien kilómetros de distancia, así que tengo que buscar una alternativa para salvarme del frío. Necesito encontrar una casa abandonada donde instalar mi carpa, o conocer a alguien que me ofrezca alojamiento.

Se detiene una camioneta a mi lado. Empiezo a celebrar. ¡Me van a ofrecer ayuda! Se baja un tipo con su señora, me pide una foto, y se va.

Un minuto después se detiene otro auto. Esta vez son tres iraníes. El conductor me pregunta cómo me llamo y de dónde soy, y al escuchar que soy de Shiliii me empieza a hablar en un chino mandarín perfecto. Resulta que es un guía turístico de chinos. Yo le corrijo, y le explico que Chile es distinto a China, y que son dos países que están bastante lejos uno del otro.

El conductor me pregunta si me gusta la comida iraní, el vino de Shiraz, y bailar. Yo le respondo que sí a todo. Me dice que me quieren ayudar, y que pase con ellos la noche en Ab Barik. Yo le respondo que no tengo mejores planes, así que bueno.

Me terminan llevando a un matrimonio iraní.

Se dice que todo el mundo tiene en su vida quince minutos de fama. Estos fueron los míos.
De un momento a otro, me encuentro en medio del matrimonio, rodeado por diez niños e incontables adultos. Me abrazan, me agarran la chaqueta para ganar mi atención, me piden fotos, me piden que los salude en inglés. Cada paso que doy provoca un movimiento de una horda de gente. A cada lugar donde miro, hay alguien mirándome y sonriendo.
Las madres del pueblo se acercan a mí, y me preguntan si estoy casado. Cuando les digo que no, me presentan a sus hijas.
Yo, mientras tanto, me dedico a sonreír y saludar a tantas personas como puedo, tal como político que se candidatea a presidente.

El iraní que me invitó al matrimonio, Ferredun, trata de controlar a la gente para que yo pueda sentarme a comer. Pero no hay caso.

Paso las siguientes cuatro horas disfrutando de mi fama. Un grupo de jóvenes me lleva a un auto a tomar vino de Shiraz. Otros me sirven comida. Otro grupo me lleva a bailar, y no me dejan descansar hasta que quedo agotado. ¿Cómo les hago entender que ese mismo día anduve en bicicleta durante siete horas en la nieve? ¡Por favor, pesquen a la novia! ¿Y dónde está el novio? Trato de bajar un poco la atención hacia mí, pero es imposible.

De repente, llega el auto con el novio dentro. Todas las mujeres del pueblo se ponen a bailar alrededor del auto, sin dejar que el pobre tipo se baje. Recibo un poco menos de atención, pero sigo teniendo en todo momento unas diez personas pidiéndome fotos o haciéndome preguntas.

Las mujeres bailando alrededor del auto del novio

Ya a las doce de la noche, no doy más. Le pido a dos amigos que me ayuden a salir del lugar sin que la gente me vea. Entro a un auto y me escondo, y me llevan a dormir a la casa de Ferredun.

Gente increíble. Ferredun es quien está tomando la selfie

Ya van tres noches desde que salí de Esfahan. Tres noches en las que me acuesto con una sonrisa en la cara.

Cuarto día. Paso una mañana maravillosa bajando de la región montañosa en la que estoy. Hace más calor que el día anterior, y estoy de muy buen humor pensando en todo lo que me ha pasado.

El camino, además, es bonito. ¡Tiene árboles! Eso sí que se ve poco en Irán. Y casi no pasan autos.

Son las tres de la tarde. Estoy solo, pedaleando a buen ritmo y disfrutando del silencio. La vida es buena.

el camino con «árboles»

Noto a la distancia un auto negro que viene contra mí. Estamos a menos de doscientos metros de distancia, cuando el conductor entra a mi pista y se coloca frente a mí.

Mi primera impresión, es que el conductor vio algo que tenía que esquivar en su pista, y después de unos metros volverá a su lugar. Pero la distancia entre nosotros es cada vez menos, y el tipo no vuelve a su pista.

Estamos a menos de cien metros de distancia. El conductor todavía no se mueve. Me empiezo a asustar. ¿Qué está pasando? Veo todo en cámara lenta. Lo único que tengo para decir, es «Concha su madre, ¡¡¡Concha su madre!!!». ¿Cómo puede ser que no vuelva a su pista? ¡Me va a chocar!

Me orillo tanto como puedo. Si muevo la bicicleta diez centímetros más a mi derecha, salgo del camino hacia unas piedras y arbustos. Quizás el conductor no volverá a su pista, pero al menos tengo un pequeño espacio para pasar sin que choquemos.

Estamos a menos de veinte metros de distancia, y el conductor se aleja más aún de su pista para volver a ponerse en frente mío.

En ese instante entiendo que me quiere chocar a propósito.

Grito a todo pulmón «¡¡CONCHASUMADRE!!». Estoy desesperado. ¡¡Voy a morir!!

Estamos a menos de diez metros, y escucho el ruido del motor acelerando. Reacciono. Me tiro tan rápido como puedo afuera del camino. El auto me pasa rozando la pierna izquierda, y sigue acelerando para escapar. Mientras tanto, yo hago movimientos milagrosos con tal de no caerme hacia las plantas. Logro mantenerme en pie.

No entiendo lo que acaba de pasar. Siento cómo tiembla todo mi cuerpo por el miedo, mientras giro y veo cómo el auto negro se pierde entre las curvas del camino.

Yo no soy un tipo extremo, pero durante los últimos años he tenido un par de encuentros cercanos con la muerte. Más de los que me gustarían. Mientras estudiaba en Santiago me atropellaron dos veces andando en bicicleta, y una vez me tuve que operar de urgencia porque se me reventó el intestino delgado.
Aun así, lo que me acaba de pasar es lo más cerca que he estado de morir. Si yo no me lanzaba fuera del camino, el auto me chocaba a toda velocidad.

Trato de respirar y controlar el miedo, pero es difícil. Mi confianza está en el piso. Nunca nadie me había tratado de hacer daño.

Trato de convencerme de que el sujeto quería hacerme una broma, pero es imposible creer algo así. Si me hubiese querido hacer una broma, se habría desviado a último momento para esquivarme. Pero no lo hizo. En cambio, cuando vio que yo lo estaba tratando de esquivar por primera vez, se redirigió para volver a intentar chocarme con éxito.

Menos mal fracasó.

Vuelvo a subirme a la bici. Mientras avanzo, giro cada cinco segundos para comprobar que el auto negro no viene de vuelta. Siento que me van a chocar en cualquier momento.

Dos kilómetros después llego a un almacén, y me escondo dentro para intentar dejar de temblar.
El dueño del local y amigos suyos tratan de conversarme, pero yo no los escucho. En este momento tengo poca y nada de fé en la gente de este mundo. Es como si de un segundo a otro toda la gente que me rodeaba tuviese malas intenciones. Se me olvidó por completo la hospitalidad iraní. Sólo pienso en el casi-accidente. Me tomo un café, que definitivamente no ayuda a pasar los nervios.

Poco a poco recupero la calma. Me recuerdo una y otra vez que el 99,99999% de la gente en este mundo es buena, y que de vez en cuando uno se encuentra con un psicópata.

Vuelvo a subirme a la bicicleta, con menos miedo que antes. Encuentro un restorán, y le pregunto al dueño si conoce algún hotel que esté cerca. Me dice que no, pero me invita a pasar la noche en una pieza privada con estufa.

Ahmad, el dueño del restorán donde dormí

Me acuesto a dormir, pero esta vez no con una sonrisa. Ya recuperé la confianza en la gente gracias al dueño del restorán, pero no puedo evitar pensar en la muerte.

Me doy cuenta de lo frágiles que son nuestras vidas. No importa si llevas casco y chaleco reflectante. Hay muchas cosas que están fuera de tu control.

Me pregunto qué habría pasado si no hubiese salido del camino en el último segundo.
Me pregunto qué habría pasado si hubiese muerto ahí, en medio de la nada.

Obviamente sería una noticia terrible para mi familia y amigos, o al menos eso me gusta creer. Si no, soy una persona horrenda.

Voy más profundo, y me pregunto cómo juzgaría mi vida si hubiese terminado a los veinticinco años.

Pienso en las cosas que no habría alcanzado a hacer. Los lugares que me habría gustado visitar. Los desafíos deportivos. Escribir libros, Emprender. Tener una familia.

Pienso, también, en las cosas que me arrepiento haber hecho. Mis mayores equivocaciones del pasado.

Duele mucho.

Pero hay un solo factor que me deja tranquilo: que los últimos meses he hecho todo lo posible por aprovechar mi vida al máximo. Y eso no tiene precio.
No puedo determinar cuánto tiempo viviré, pero lo que sí puedo hacer, es intentar aprovechar mi vida al máximo.

Último día. Antes de partir pedaleando, me fijo una meta: sonríele a cada persona que veas, y disfruta el camino. No hay apuro por llegar a Shiraz. Disfruta tu vida.

Durante los primeros kilómetros pienso que cada auto que va en mi contra va a intentar matarme. Pero al rato esa sensación se va.
Avanzo horas y horas por un camino que, sin importar la dirección que tome, se asegura que todo el tiempo el viento esté en mi contra. No importa. Estoy vivo. Soy afortunado.

Paro a almorzar en las ruinas de Persépolis, y me vuelvo a subir a la bicicleta sin más fuerza en las piernas. Estoy agotado.

Mi experiencia en Persépolis consistió en veinte minutos de caminata y veinte minutos de siesta en un banco

No sé como, pero pedaleo los últimos sesenta kilómetros por una autopista llena de camiones que, finalmente, me lleva a mi destino. Shiraz.

Me siento en la cama de mi hostal, que está vacío. Celebro mi llegada comiendo chocolate. Llamo a mis papás.

480 kilómetros en cinco días. Cumpleaños de desconocidos, viajeros caminantes, nieve y montañas, matrimonios iraníes, y un encuentro cercano con la muerte.

Me vendrá bien un descanso en Shiraz.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Mi primer retiro Vipassana

5 de Febrero de 2020. Llevo ya dos meses viajando por el norte de la India y Nepal. Hace calor, tengo aventuras todos los días, y casi ni se escucha del coronavirus. La vida es buena.

Son las seis de la tarde. Voy viajando en un Tuk Tuk para alcanzar a llegar a mi nuevo desafío: mi primer retiro Vipassana. Voy atrasado, así que estoy feliz de que el conductor vaya manejando a toda velocidad. ¿Cómo puede ser que le saque tanta potencia a esa chatarra?

En India no necesitan montañas rusas para sentir adrenalina. Tienen Tuk Tuks

No sé nada de lo que es un retiro Vipassana. No sé qué tipo de gente va, ni qué es lo que se hace cuando se está ahí. No sé si es un retiro esotérico, o más cercano a lo que sería el Mindfulness. Sólo sé que dura diez días, y que se medita mucho. Y eso es justo lo que estoy buscando: aprender más de meditación.

Empecé a meditar un año atrás, a principios de 2019. Mi práctica más larga hasta el momento ha sido de diez minutos en un día. Cuando me dicen que en el retiro tendré que meditar varias horas cada día, pienso que es una broma. Es imposible que sea capaz de algo así.

Nos alejamos de la ciudad más cercana, Hoshiarpur, y empezamos a cruzar hectáreas y hectáreas de campos. Lindos, pero llenos de basura. En India uno no puede caminar diez metros sin pisar basura.

Llego a las siete de la tarde. Debería haberme presentado en la entrada a lo largo de la mañana. No sé qué me van a decir.

El retiro quedaba en medio de una zona rural cercana a Hoshiarpur, en el norte de la India

Entro a la recepción. Es parecida a una sala de clase del colegio. Hay tres tipos en un banco principal ordenando distintos papeles, y setenta indios sentados cada uno en una silla. 35 hombres y 35 mujeres.

Silencio absoluto. Todos me miran al unísono. Un par de viejos se ríen. Seguro se están preguntando «¿Qué hace un extranjero aquí?». Yo me pregunto lo mismo.

Me llaman al banco principal. El organizador del retiro me dice que sabe quién soy, y que no puedo entrar al retiro. Que llegué tarde. Yo le explico que mandé al menos tres correos avisando que llegaría tarde, y gracias a  eso deja que me quede.

Nos explican las reglas del retiro. Durante los diez días:

  • Está prohibido usar el celular o cualquier tipo de electrónicos. Está prohibido, también, escribir en un diario, leer o escuchar música. Hay que dejar todos los electrónicos en una caja fuerte que abriremos el último día.
  • Está prohibido hablar con otras personas.
  • Está prohibido mirar a los ojos a otras personas.
  • Está prohibido todo tipo de contacto físico.
  • Está prohibido hacer deporte, incluido yoga. Se puede caminar dentro del recinto.
  • Está prohibido comer carne.
  • Se pide vestir con ropa simple. Sin colores llamativos.
  • Se pide abandonar todo tipo de práctica religiosa, con tal de darle una oportunidad a la técnica Vipassana (que, al parecer, no es perteneciente a ninguna religión).
  • Por último: no mentir, no matar a ningún ser vivo, no tener ningún tipo de actividad sexual, no robar, y no tomar sustancias intoxicantes.

Fácil.

Nos explican también temas básicos de organización:

Hay dos recintos. Uno para hombres, y otro para mujeres. Así se previene cualquier distracción.

Hay un comedor que servirá desayuno, almuerzo y té.

Hay un Hall Central, en donde todos nos reuniremos para meditar.

El Profesor estará a cargo de nuestro aprendizaje. Al inicio de cada meditación, hará rodar una grabación de S.N Goenka (el fundador de la organización, que ya está muerto), quien nos dará alguna lección. Y una vez al día nos llamará para conversar y resolver dudas.

Terminan de decir las reglas y el horario. Se me atraganta la garganta. No sólo es una locura todo lo que hay que meditar, sino que también anticipo que me dará mucha hambre. ¿Cómo puede ser que la última comida sea a las 17.00?
Compadezco a los que están en el retiro por segunda vez, ya que a ellos les toca peor: a la hora del té, sólo pueden tomar agua con limón.

El organizador dice unas últimas palabras para calmarnos. Dice que estemos tranquilos; que el retiro es duro, pero que mucha gente lo completa. Y cuando lo logran, se sienten increíbles.
Nos advierte, también, que es muy común que a la gente le dé una crisis el tercer y el sexto día, y que pidan irse para la casa. Si las superamos, estaremos bien.

Eso me sube el ánimo. Si es un hecho que tendré una o dos crisis, entonces lo único que puedo hacer es enfrentarlas y esperar que con el tiempo pasen. ¿O no?

Termina el discurso, y a continuación vamos en grupo al Hall Central a hacer una meditación de una hora pre-retiro. ¿Me están diciendo que haré la meditación más larga de mi vida sin ni siquiera haber empezado el retiro?

Me asignan el puesto que tendré toda la semana. Consiste en unos cuantos cojines para que no duela tanto el culo. Me siento sobre los cojines con los pies cruzados, al igual que todos los demás. Al frente de todos nosotros, también sentado sobre cojines, está el Profesor; un indio ya con sus años de edad, y que con sólo mirarlo te hace sentir calmado. Por lo que cuentan los organizadores, lleva años practicando el Vipassana.

Silencio absoluto. Estamos todos expectantes de lo que vaya a decir el Profesor. Pero este se queda callado.

De repente, se escucha por los parlantes la voz de un hombre cantando. Es tan desafinado, que no controlo la sorpresa y abro los ojos para comprobar si alguien está tan impresionado como yo. Soy el único desconcentrado. Los vuelvo a cerrar. La canción dura varios minutos, y después vuelve el silencio.

Por si te preguntas cómo era el canto

El Profesor abre la boca por primera vez. Habla por un buen rato, pero en resumen, nos dice que nos concentremos en la respiración, que entra y sale por la nariz. Olvidarnos de todo lo demás. Y si llega un pensamiento, observarlo sin juzgar.

Mientras tanto, lo único en lo que estoy pensando es en el dolor que tengo en las caderas. Nunca antes había pasado tanto rato con las piernas cruzadas. Pienso que, si me hacen pasar diez días sentado así, saldré del retiro inválido. O al menos caminando como vaquero.

Termina la meditación, y nos mandan cada uno a sus piezas. Pero antes de ir a dormir, veo que los organizadores consiguen unos respaldos con un poco más de altura para que algunos tipos con problemas médicos puedan estar más cómodos. Yo les digo que tengo las caderas malas, y me entregan un respaldo.

Voy a mi pieza.
Deberían haberme asignado una pieza individual como a casi todos los demás, pero como llegué tarde, tengo que compartir una pieza doble con un indio de unos cincuenta años que hace aproximadamente treinta y siete escupitajos para aclarar la garganta antes de acostarse, y que ronca como si de eso dependiera su vida.
Lo peor de todo, es que ronca irregularmente. Algunas veces pasan dos segundos entre ronquido, y otras veces diez. Si fuera regular sería mejor. Podría acostumbrarme y quedarme dormido con mayor facilidad.
Pero no tengo problemas con él, ya que muchas veces yo también ronco. Eso sí, tengo que admitir que no es fácil compartir una pieza diminuta con un tipo que no conoces, no puedes mirar a los ojos, y no puedes decirle nada.

Me voy a dormir. La cama es de piedra, literalmente. Tengo hambre.

Día 1:

4.00. Suena la campana. Soy chileno, y parte de mis raíces me lleva a pensar que por ningún motivo la primera meditación empezará a la hora. Trato de seguir durmiendo. Mi compañero de pieza empieza a arreglarse a toda velocidad.

4.25. Quedan cinco minutos para que empiece la meditación, y yo sigo en mi cama. Hace frío y está oscuro. ¡No quiero salir! Uno de los organizadores se para afuera de nuestra pieza, y toca la puerta hasta que le abro.
Al parecer, también está prohibido saltarse una de las meditaciones. Si no llegas a tu puesto a tiempo, te van a buscar donde sea que estés.

Me pongo las zapatillas y voy al Hall Central. A las 4.29 am, soy el último en llegar.

La primera meditación resulta ser un éxito. O casi. Yo estoy despierto y concentrado, pero a varios otros se les hace difícil esto de madrugar. Hay un tipo que no para de roncar, a tal punto que uno de los organizadores tiene que sacudirlo cada cinco minutos.

6.30. El tan esperado desayuno. Soy el primero en llegar al comedor. Uno de los organizadores está detrás de un puesto sirviendo todo tipo de platos vegetarianos. Me sirvo tanta comida como puedo y me voy a sentar, sin darle las gracias ni mirarlo a los ojos.

El resto del día fluye bien. Al inicio de cada meditación se escucha por algunos minutos al tipo desafinado cantando, que resulta ser el famoso S.N Goenka. Ahora que sé que el cantante es el fundador de Vipassana, se sufre un poco menos la melodía.

Aparte de eso, se nos repite una y otra vez que nos concentremos en la respiración, que entra y sale por la nariz. Toda nuestra atención debe estar en el triángulo formado por nuestra nariz y la boca. Y si aparece un pensamiento, debemos observarlo sin catalogarlo como bueno o malo. «Observar la realidad tal como es».
Suena fácil, pero es todo un desafío. Mi mente es un monstruo fuera de control, y por más que trato de seguir las instrucciones, no hay caso. Supongo que iré mejorando.

Una de las mejores partes del día es cuando nos dan cinco minutos de descanso entre rondas de meditación. Podemos salir a caminar por el recinto, y tratar de distraernos un rato observando las hojas de un árbol o algo por el estilo.

17.00. Última comida del día. Tengo un hambre terrible, así que espero que nos den un plato contundente parecido al almuerzo. Pero cuando llego al comedor, me decepciono al ver que sólo hay té con leche, y crutones. Despierta mi instinto de supervivencia, y guardo en mis bolsillos tantos crutones como puedo. Si esa es la comida que nos darán todos los días, moriré de hambre.

19.00. Primera Video Clase de S.N Goenka. Resulta que el tipo que fundó la organización es una leyenda. Un sabio. Da una lección valiosa tras otra, y cada cierto rato lanza chistes que nos hace reír a todos. Para cuando volvemos a la última meditación antes de dormir, me siento más motivado que nunca a meditar.

Antes de dormir, me como los crutones.

Un ejemplo de las lecciones de S.N Goenka

Día 2:

El principio de la mañana concurre similar al día anterior. La única diferencia es que sufro cada vez menos escuchando cantar a Goenka, y las meditaciones se me hacen cada vez más largas. Y tengo hambre.

10.00. Llega la primera crisis. ¿No era que la crisis llegaba el día tres y seis?

«Quiero dormir. Quiero comer. Quiero leer. Quiero escuchar música. Quiero hacer deporte. Quiero hablarle a cualquier ser humano. ¡Quiero llamar a mi mamá! El retiro es demasiado duro. ¿Cómo puede ser que el tiempo pase tan lento? ¡Siento que llevo una semana aquí! ¡Y quedan ocho días! No voy a aguantar, es imposible. Esto no es para mí. ¿Cómo le digo al Profesor que me quiero ir?»

Abro los ojos, y miro a mi alrededor. Están todos con los ojos cerrados, meditando apaciblemente. ¿Acaso soy el único pasando por un infierno? ¿Cómo puedo ser tan débil?

Me fijo, también, que están todos los puestos ocupados. Eso significa que nadie se ha retirado. Despierta mi parte competitiva; no puedo ser el primero en irme. Recuerdo, también, lo que me dije al principio: si es un hecho que llegará una crisis, lo único que puedo hacer es esperar a que pase. Sigo meditando, esperando a que pase.

12.00. Rompo mi primera regla en el retiro. Aprovecho que mi compañero de pieza está dando vueltas por ahí, y me encierro con llave a hacer flexiones y abdominales. Necesito hacer algo que no sea enfrentar la mente.

Vuelvo a meditar de buen humor. Pasó la crisis.

El Profesor me llama por primera vez, y me pregunta que cómo estoy. Yo le respondo que bien, concentrándome en la nariz.

Día 3:

El horario es el siguiente:

  • 4.00: Suena la campana para despertarse.
  • 4.30-6.30: Primera meditación en el Hall Central.
  • 6.30-8.00: Desayuno
  • 8.00-9.00: Segunda Meditación en el Hall Central.
  • 9.05-11.00: Tercera meditación en el Hall Central.
  • 11.00-12.00: almuerzo
  • 12.00-13.00: descanso
  • 13.00-14.30: Cuarta meditación en el Hall Central
  • 14.35-15-30: Quinta meditación en el Hall Central
  • 15.35-17.00: Sexta meditación en el Hall Central
  • 17.00-18.00: Hora del té. Última comida del día.
  • 18.00-19.00: Séptima meditación.
  • 19.00-21.00: Video Clase de S.N Goenka
  • 21.00-21.30: última meditación en el Hall Central.
  • 21.30: se apagan las luces en el recinto. A acostarse.

Total de meditación al día: cerca de diez horas.

Hay un tipo que lleva tres días seguidos roncando. Me cuesta controlar la risa cuando lo escucho.

Después de tres días concentrándonos en la respiración que entra y sale por la nariz, toda esa área de mi cara se sensibiliza. Por primera vez logro sentir el aire frío que fluye por sobre mis labios. No estoy seguro de si es algo placentero o no. Se siente raro.

Ya no sufro por las canciones de Goenka, y extrañamente ya no tengo hambre. ¿Acaso me acostumbré a la escasez de comida?

Lo mejor de todo, es que me asignan a una pieza individual. No tengo que aguantar más ronquidos ni escupitajos.

A las 21.30, sin distracciones, ni luces, ni comida en el estómago, y habiendo observado mi respiración por horas y horas, caigo dormido como si la cama de piedra en realidad estuviese hecha por algodón.

Otra historia de S.N Goenka. Sobre cómo trabajar

Día 4:

¿Qué día es? ¿El cuarto? No puede ser. Llevo al menos dos semanas en este lugar. Ya se me olvidó cómo era la cara de mi mamá.

La meditación se pone más interesante. En vez de concentrarnos sólo en la respiración, ahora empezaremos a «escanear» nuestro cuerpo. Eso significa dirigir la atención a cada una de las partes de nuestros cuerpos, partiendo por la cabeza, hasta llegar a los pies.

Lo sé. Quizás no suena tan interesante. Pero después de tres días concentrado en la respiración, lo único que quieres es que te permitan pensar en otra cosa. Los latidos del corazón, aunque sea.

Esto de escanear el cuerpo tiene lo suyo. Te das cuenta que tienes dolores muy leves, y a medida que te concentras más en ellos, duelen más. También te das cuenta que otros lugares de tu cuerpo están bien, y eso se disfruta. Y la ropa se siente incómoda.

Me voy a dormir con la melodía de Goenka en mi cabeza.

Día 5:

10.00 am. Llega la segunda crisis. ¿Por qué me dan antes que a todos los demás?

«No puede ser que recién haya llegado a la mitad del retiro. ¡Llevo un mes en este lugar! ¡Maldito Einstein y su tiempo relativo! ¡Sáquenme de aquí!».

Trato de repetir el mismo proceso de la crisis pasada. Termino la meditación de la mañana, almuerzo, hago flexiones en mi pieza, y vuelvo a meditar. Pero es lo más desconcentrado que he estado en todo el retiro.

Es como si hubiesen hecho un tajo en mi cabeza. Del fondo de mi subconsciente empiezan a salir todas las inseguridades. Todos esos recuerdos incómodos. Todas esas veces que me dijeron algo que me dolió. Las veces que le hice daño a otra persona. Las veces que pasé vergüenza. Y todas esas cosas que no hice, y que me arrepiento por no haberlas hecho.

Me invade un pensamiento que estaba seguro que había resuelto meses atrás: el hecho de que mi ex está con otro. ¿Por qué está con él, y no conmigo?

Trato de pensar en otra cosa. Trato de recordar que no tiene sentido pensar en esas cosas. Pero no hay caso.

Estoy sufriendo, así que dejo de combatir contra mi mente.
Decido dedicar el resto de la hora de meditación para llegar a la raíz del pensamiento de mi ex. Sólo así podré volver a meditar con tranquilidad.

«¿Por qué me duele que mi ex esté con otro?», me pregunta una voz dentro de mi cabeza.

«Porque quiero estar con ella», respondo.

«¡Mentira! Por algo terminaron», dice la voz.

«Pero es que…»

«Di la verdad, Rosa. No hay nadie a quien engañar», insiste la voz.

Pasan unos segundos.

«Me molesta que esté con otro, porque si lo eligió a él, significa que este tipo es mejor que yo. Que lo prefiere a él».

«¡Ka-Boom! Eso estaba esperando que digas», dice la voz, celebrando. «Maldito perro egocéntrico»

«¡Ey! No hay para qué insultar» le digo. Pero tiene razón.

«Es verdad. Perdón. ¿Pero te das cuenta del ego que tienes? Está tan fuera de control, que no te permite disfrutar de meditar tranquilamente. ¿Por qué tienes que demostrarle al mundo que eres mejor que otra persona?»

«Si lo dices con esas palabras…no tiene sentido»

«Muy bien. Y otra cosa más: supongamos que, de alguna forma, es posible medir qué persona es mejor que otra», continúa la voz. «Supongamos que, en un escenario ideal, el actual pololo de tu ex es mejor que tú en todos los aspectos de tu vida. Es más inteligente, más divertido, mejor pareja, y más hábil en todas las habilidades que tienes. Si juegan un partido de tenis, te gana 6/0 6/0»

«No sé a qué quieres llegar…», le digo, sintiéndome insultado.

«Déjame terminar. Supongamos que este tipo es una versión mejorada de ti mismo. Es claro que es mejor que tú, así como lo estás afirmando. ¿No sería eso algo bueno? ¿No sería tu ex más feliz con él?
El mundo está mucho mejor ahora: ella con su actual pololo. Y tú solo, meditando en el norte de la India «, termina la voz.

«No lo había pensado de esa forma…»

«Lo sé. Yo soy la parte sabia de tu cabeza. Pero tranquilo. Ahora que ya sabes que tienes un ego enorme, al menos puedes hacer algo para combatirlo. Es como cuando los alcohólicos dicen ‘Hola, soy X, y soy alcohólico’. Sólo así se puede empezar a sanar».

«Ya veo».

«Di ‘Hola, soy Juan Pablo, y soy un egocéntrico'»

«Hola, soy Juan Pablo, y soy un egocéntrico».

«¡Muy bien! Acabas de cumplir el primer paso para eliminar el ego».

Se termina la conversación.

Vuelvo a meditar, pero esta vez me siento en paz. Tengo una sonrisa de oreja a oreja.
Nunca lo había pensado así: en vez de andar por el mundo negando que tengo ego, aceptarlo, y aprender a vivir con él.

Escucho por milésima vez la canción de Goenka. Ahora la disfruto.

Día 6

¿Cómo puede ser que antes comía tanto en la noche?
¿Y cómo se llaman mis hermanas?
¿Y qué tiene S.N Goenka que canta tan, pero tan bien?

Lo mejor del día es que ahora nos dan una hora de meditación en privado a lo largo de la tarde. Hay una Pagoda (una especie de templo) con piezas similares a las que tiene una cárcel para aislar a los más malos, donde podemos estar solos.

Nunca había participado en un evento tan puntual. Cada una de las meditaciones empieza exactamente a la hora. Es una delicia.

S.N. Goenka es un sabio

Día 7

Me duele todo. Mi cuello es un desastre, y mi espalda debe tener nudos en veinte lugares distintos. Y cada parte duele más aún cuando nos dicen que «escaneemos nuestro cuerpo».

Todo mi cuerpo se está volviendo más sensible. Es tanto lo que dirijo mi atención a él, que empiezo a sentir cosas que no sabía que se podían sentir. Más que nada, me llaman la atención mis pies y el contacto que tengo con la ropa. Es rarísimo.

A ratos, vuelvo a concentrarme en la respiración sólo para olvidarme del dolor. Menos mal tengo este respaldo elevado. ¿Cómo puede ser que los demás aguanten sentados en el piso tantas horas?

Día 8

14.00. Llego a un nivel de concentración absoluto. No escucho ni siento nada de lo que está pasando a mi alrededor. Respiro lento, aprovechando este momento.

De repente, me fijo en algo raro que pasa en mi cabeza. Hace un par de días, me había fijado en los latidos de las venas del cráneo. Pero esta vez está pasando algo distinto.
Es como si hubiera un río de sangre recorriendo todo mi cerebro. Y yo puedo sentirlo. Escucharlo. Se siente muy parecido a cuando uno se pone una concha de mar en la oreja. Es un placer absoluto. Trato de alargar la sensación tanto como puedo, pero a lo más dura dos minutos.

Esta técnica Vipassana es poderosa.

Sobre la fé ciega

Día 9

Nací, crecí, me reproduje, y moriré en este lugar. Llevo toda una vida en el centro de meditación. Mis viajes por la India y Nepal parecen haber ocurrido hace años.

El tiempo pasa más lento que nunca, pero ya no sufro por ello. No hay razón para sufrir. Siento que me estoy volviendo más duro de mente, y a la vez soy más capaz de disfrutar detalles en los que antes no me fijaba.

Por ejemplo, resulta que la hoja de un árbol puede llegar a ser todo un espectáculo si la analizas bien.

Y para qué hablar de las hormigas. Ver cómo caminan de un lado a otro buscando comida es tan entretenido como ver la trilogía del Señor de los Anillos.

Día 10

Nos enseñan una última técnica de meditación. Esencialmente, consiste en que nos hacen pensar en nuestros seres cercanos y desearles felicidad.
Es extrañamente poderosa; dos tipos que se sientan al lado mío tienen lágrimas en los ojos.

Después de una última mañana en silencio, nos permiten mirar a los ojos y conversar con otras personas por primera vez en diez días.

Hay algunos que actúan como si fuera el mejor día de sus vidas. Hablan y hablan sin parar.

Yo, en cambio, tengo un gusto agridulce. Obvio que estoy feliz por volver a escuchar mi voz, pero a la vez sé que extrañaré el silencio. Nunca me había sentido tan enfocado en el momento presente.

No puedo creer que hayan pasado sólo diez días. Sonará como que soy un exagerado, pero me atrevo a afirmar que terminar este retiro es el desafío más difícil que he logrado completar. Más que el colegio. Más que la universidad. Más que cualquier esfuerzo físico que haya hecho antes.

Me siento en un círculo a escuchar historias de mis compañeros.

Uno que vino con su tío cuenta que, tres días atrás, su tío le tocó el hombro mientras pasaban cerca, y que todavía era capaz de sentir el peso del brazo en su hombro. Así de sensible está por tanto escaneo.

Otro se las da de Buddha. Afirma que ahora es capaz de sentir todo su cuerpo al mismo tiempo. Incluido los órganos.

Un tercero afirma que su depresión ha desaparecido en un 70%. Ahora entiende más cómo funciona su mente.

Un anciano cuenta que este es su quinto retiro Vipassana. Yo no lo puedo creer. ¿Ha completado cinco de estos?

Y un último tipo me cuenta que hay gente que hace retiros Vipassana de hasta sesenta días. Ni me imagino lo iluminado que uno sale después de terminar algo así.

El día 10 aproveché de sacar una foto a mi pieza

¿Qué cómo se siente hablar por primera vez en diez días? Bien y mal. Bien, porque al fin uno puede comunicarse con otros.

Mal, porque cuesta mucho hablar. Las cuerdas vocales pierden fuerza cuando no se usan. No alcancé a hablar ni media hora, y estaba agotado.

Día 11

Última meditación. Se siente como cuando uno está en la última recta de una carrera.

El día 11 saqué una foto desde mi puesto. No podía quedarme sin un recuerdo.

Antes de partir, hacemos una fila para hacer aportes voluntarios a la organización. ¿Acaso se me olvidó mencionar que el retiro era gratis?

Nos despedimos del Profesor, y nos vamos cada uno de vuelta a lo suyo en Tuk Tuk, cantando las canciones de S.N Goenka a toda voz.
Si hay un momento en el que me he sentido completamente en paz, es este.

Parece que haré un segundo retiro.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

El peor viaje en avión de la historia, y un primer día adrenalínico

10 de Agosto de 2021. Me encuentro en el aeropuerto de Santiago, empujando un carro que lleva la caja desproporcionadamente grande que tiene mi bicicleta dentro, y llevando en mi espalda una mochila de trekking de 80 litros.

Por fin, después de tanto tiempo esperando, estoy volviendo a viajar.

Para llegar a mi destino, Estambul, tengo que hacer cuatro escalas: Santiago-Houston-Nueva York-Frankfurt-Estambul. Todo el viaje debería tomar cerca de treinta horas.

Avanzo a un kilómetro por hora tratando de abrirme paso entre la gente para hacer el check-in. ¿Por qué está tan lleno el aeropuerto? Es como si hubiesen abierto la frontera después de un año de encierro.

Estoy triste. Sé que llevo toda la pandemia esperando volver a viajar. Pero nunca es fácil despedirse de la familia. A ratos dan ganas de arrepentirse y volver, sin subirme al avión.

Hago una fila enorme, y finalmente me atiende una señorita que definitivamente no está en su día. Me pide el pasaporte, y a continuación me dice que suba a la pesa la caja con la bicicleta.

-Ok, señor. Serían 300 dólares por el equipaje -me dice.

-¡¿300 dólares?! Pero si en la página de United…

-Súbase la máscara, señor. Se le cae -me interrumpe.

Me subo la máscara.

-Le decía que en la página de United afirman que…

-La máscara, señor. Se le cae cuando habla.

Me subo la máscara nuevamente.

-Por favor, déjeme terminar. Le estoy tratando de explicar…

-¡La máscara!

Me saco la máscara y la cambio por una que no se cae. ¿Ahora sí?

-En la página dice que cobran $100 por una caja de bicicleta, y que si hay sobrepeso, cobran $200.

-Bueno. Pero son $300. Y tiene que pagarlos si quiere subir al avión con su maleta.

Pago los $300 dólares.

Me subo al primer avión.
Aparte del robo de las maletas y que me toca atrás el típico niño que decide entretenerse empujando con las piernas el asiento que tiene enfrente, el primer vuelo sale bien.

Segunda escala Houston-Nueva York también resulta sin problemas. Cada vez más cerca de Estambul. Estoy nervioso.

Espero cinco horas en el aeropuerto de Nueva York. El tercer vuelo despega a las diez de la noche. Tengo tanta hambre que como una ensalada césar que me hace sentir casi tan estafado como con el sobrecargo de las maletas.

8 de la noche. Empieza el diluvio, seguido por relámpagos. No hay forma que mi avión despegue. Y aunque la tripulación quisiera despegar, aun así no me subiría. Nunca había visto una tormenta así.
Estoy seguro que suspenderán el viaje, y que nos darán un vale para dormir en un hotel, o algo así. Pero no, nos hacen esperar por si llega a pasar que la tormenta se tranquilice.

10 de la noche. Sigue lloviendo, pero ya no hay relámpagos. Nos piden que subamos al avión.
Estoy de buen humor, pensando positivo. Según mis cálculos, si logramos despegar a las 11 de la noche, todavía alcanzaré a subirme al último avión.
Me siento, y pongo una película. Deberíamos despegar en pocos minutos.

Pasan los minutos. La película avanza, pero el avión no. ¿Qué está pasando? No es normal que se demoren tanto.

-Señoras y señores- anuncia el piloto, hablando en inglés-. Disculpen la demora. Se nos solicitó agregar a un miembro más a nuestra tripulación, pero antes de dejar que se suba, tiene que presentar resultados negativos de un test rápido de coronavirus. Nuestro compañero está yendo a hacerse el test ahora mismo. Estaremos despegando en quince minutos.

«Ah, qué alivio. Si llega en quince minutos, todavía estoy a tiempo», pienso.

Pasan quince minutos. Y veinte. Y treinta. El piloto se pronuncia nuevamente.

-Señoras y señores. Por favor, disculpen las molestias. El laboratorio para hacerse el test estaba cerrado, así que nuestro compañero tuvo que salir del aeropuerto. Ahora mismo va en camino a Nueva York.

«¡¿Acaso dijo Nueva York?! ¡Pero si la ciudad está a cuarenta minutos!»

Me rindo con alcanzar el último avión. Problema de Juan Pablo del futuro. Sigo viendo mi película.

Empieza a hacer más y más calor. La gente alrededor mío se ve notoriamente incómoda. Un tipo sentado dos filas a la derecha transpira como si hubiese salido a trotar. Otra señora pide a la azafata que enciendan el aire acondicionado, pero esta le explica que no pueden hacerlo si el avión no avanza.

Con cada minuto que pasa, el aire se pone más y más sofocante. Las azafatas nos intentan calmar ofreciéndonos algo para tomar. Yo pido un vaso con hielo para ponérmelo en la frente. ¿Cómo puede ser que no nos dejen bajar? ¡Seguro el tipo del test está en pleno Manhattan!

12.30 de la noche. Llevamos dos horas y media dentro del avión, sin que este despegue. Un hombre de treinta años decide ser nuestro líder. Se pone de pie, y enfrenta a una de las azafatas. Empieza a quejarse, como si la pobre mujer pudiera hacer algo al respecto para ayudarlo. Está claro que ha visto muchas películas americanas.
Justo en ese instante, el piloto se pronuncia por tercera vez, y anuncia el despegue.

Paso todo el resto del vuelo tratando de descubrir cuál es el azafato que fue a Nueva York para hacerse un test. Y probablemente no soy el único pasajero que hace lo mismo.

12 de Agosto. Son las una de la tarde. Ya debería estar en Estambul, pero en cambio, recién estoy llegando a Frankfurt. Voy a la recepción de United Airlines para que me ayuden, y estos ofrecen cambiarme de aerolínea con tal de que pueda llegar hoy a las 11 de la noche a Estambul. Acepto, pero tengo un mal presentimiento.

United Airlines to add 3,500 daily flights in December - UPI.com
Viajar con United te cambiará la vida

El último vuelo es con Turkish airlines, y sale bien. Mi plan es bajarme del avión, armar la bicicleta, y pedalear hasta llegar a Arnavutköy, un pueblo con hoteles que queda cerca del aeropuerto (Estambul queda a 52 kilómetros).

Llego al aeropuerto de Estambul, voy casi trotando a recibir mis maletas, y espero al lado de la cinta.

10 minutos. 15 minutos. No aparece ninguna de mis maletas. Ni la caja con la bicicleta, ni mi mochila de trekking.

A este punto, no doy más. He dormido poquísimo entre vuelo y vuelo. Me duele la cabeza. Todo el viaje ha sido nada más que problemas.
Voy a la oficina de Turkish Airlines arrastrando los pies.

Me dan buenas y malas noticas.
¿La buena? Que la caja con la bicicleta estaba ahí, esperándome.
¿Las malas? Que la caja está destrozada. Probablemente se rompió algo dentro. Está llena de hoyos, y muy sucia.
Y mi mochila de trekking no llegó. Está en Frankfurt.

Me dicen que mi mochila llegará al día siguiente, entre las dos y las cinco de la tarde. Yo les trato de explicar que no puedo salir del aeropuerto sin la mochila, y les pido que, al menos, me paguen la estadía en el hotel del aeropuerto. Me responden que no; que tengo que hablar con United Airlines para negociar.

Voy al hotel. Son las 1 de la mañana. Lo único que pienso es en dormir. Estoy dispuesto a pagar lo que sea por una pieza.

El de la recepción me dice que una noche son $160 dólares. Me sale una lágrima, mezcla de frustración e irritación de los ojos.

No sé quién está leyendo esto, pero para mí, pagar $160 dólares por un hotel es un no rotundo.
Mi presupuesto de viaje es de $16 dólares al día. Eso significa que al pagar $160 estoy perdiendo diez días. Sólo por dormir cómodo una noche.
Pero la otra opción es sentarme en un banco a esperar que amanezca, ya que ni siquiera tengo mi saco de dormir para tirarme en alguna esquina poco transitada. Todas mis cosas de camping están en la mochila que se quedó en Frankfurt. No estoy dispuesto a hacer eso.
Pago los $160 dólares, y voy a mi pieza.
Reviso la caja. Por suerte, la bicicleta sigue estando bien. Me ducho, me cambio, y me tiro en la cama.

Mientras doy vueltas y vueltas tratando de calmarme y quedarme dormido, me prometo una cosa:
«Olvidaré todo lo que pasó los últimos dos días. El sobre cargo de la maleta, el atraso en Nueva York, y la pérdida de la mochila. No fue tan terrible. De ahora en adelante empieza mi viaje»

13 de Agosto. Paso toda la mañana caminando de un lado a otro dentro del aeropuerto, buscando gente que me entregue información sobre mi equipaje. Finalmente, a las cinco de la tarde, llega la mochila.

Apenas la recibo, siento que me empieza a subir la adrenalina. No sé qué está pasando. Es como si me estuviera volviendo loco. Ahora que ya tengo todas mis cosas, tengo una sola idea en la cabeza:
«Tengo que llegar a Estambul hoy mismo».

Sé que la idea es una locura. Estambul está a cincuenta kilómetros. En menos de tres horas oscurece, y ni siquiera he armado la bicicleta. Pero este es mi primer viaje en bicicleta. No sé cuánto me demoraré en recorrer 52 kilómetros, y tampoco sé cuánto me demoraré en armar la bici. Tiendo a pensar que llegaré antes del anochecer. «Tarde o temprano llegaré», me repito en la cabeza.

Siete de la tarde. Estoy a punto de terminar el armado. Lo único que falta es inflar las ruedas, y podré partir. Queda una hora para que oscurezca.
Inflo la rueda trasera sin problemas. Pero casi terminando de inflar la delantera, el líquido del sistema tubular empieza a salir por todos lados. Tratando de controlarlo, se me mancha toda la ropa, las canillas, y los brazos. El piso es un desastre. No sé nada de bicicletas, pero estoy seguro que la rueda debe estar mala.
A este punto ya ni me inmuto cuando aparecen nuevos problemas. Ni siquiera me quejo. Instalo una cámara para arreglarla.

10 minutos para las ocho. Después de casi tres horas de armado (maldito novato) estoy listo para partir.

Empiezo a pedalear dentro del aeropuerto, a modo de gesto simbólico que mi viaje acaba de empezar.

Si has llegado hasta aquí, posiblemente estás pensando en lo estúpido que soy. ¿Cómo puede ser que haya partido a pedalear empezando la noche? Estoy de acuerdo contigo.
Pero también tengo que afirmar que, mientras salgo del aeropuerto, no puedo estar más feliz. Después de tres días de problemas y más problemas, al fin soy libre. No importa si es de día o de noche: necesito hacer algo que esté dentro de mi control, y que a la vez me desafíe.

No llevo ni cinco minutos pedaleando, y aparece una jauría de perros. Están furiosos. Me rodean mientras ladran y tratan de morder las ruedas. Trato de hacer como que no están ahí, respirando profundo y concentrado en no parar. Al cabo de unos minutos, me dejan tranquilo.

Me veo obligado a entrar a una autopista. Tengo luces LED y chaleco reflectante para que me vean, pero aun así estoy aterrado. Cuento los segundos hasta poder salir de ese peligro, y entrar a una ciudad.

Al cabo de dos horas, la autopista se acaba, y entro a las calles de Estambul. Me encanta. Todo el mundo está afuera, jugando, conversando, escuchando música. No hay nadie con mascarilla. Es como si el coronavirus no existiera. Tengo una cara de cumpleaños que no me la saca nadie.

Recuerdo que no he comido nada en horas, y paro en un minimarket a comprar uvas. Me siento en la vereda a comer. Las disfruto como nunca. La gente me mira con cara de loco, porque sí, en este momento estoy loco. Pestañeo poco y nada, como Hannibal Lecter.

Subo y bajo una infinidad de lomas. No sé por dónde me está recomendando ir la app Komoot, pero definitivamente no es una ruta inteligente. Me pierdo entre cinco y diez veces, y me veo obligado a empujar la bicicleta por cada callejón empinado. Paso horas cruzando la ciudad.

La única foto que tengo del trayecto aeropuerto-Estambul. Comiendo Kebap

12.30 de la noche. Llego a mi hostal, ubicado cerca de la famosa Hagia Sofía.
Me recibe el dueño, un tipo muy amable. Guardo la bicicleta, me ducho, y me tiro en la cama.
Es como si me hubiesen inyectado cinco tazas de café directo a la sangre. No puedo cerrar los ojos ni parar de reír. Sé que no hay caso que duerma el resto de la noche. Pero no importa.

Empezó mi viaje. Estoy feliz.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Objetivo: Capadocia

10 de Septiembre. Me encuentro en Antalya, una de las ciudades más grandes del Sur de Turquía.

Estoy desmotivado. Vengo terminando terminando un paseo de diez días por la costa del mar mediterráneo, una mezcla perfecta entre pedalear y parar a descansar por las playas del camino.

Un buen resumen de mi paso por el Mar Mediterráneo

Lo último que quiero es alejarme de la costa, pero ya tengo un nuevo objetivo, y está justo en el centro de Turquía: Capadocia.

Entre Antalya y Capadocia hay 540km. Es el equivalente a ir desde Santiago a La Serena, y seguir de largo por otros 70 kilómetros.

Ruta Antalya-Capadocia

Sé poco y nada de lo que hay a lo largo de toda esa distancia.
Sé que los primeros días cruzaré un Parque Nacional, que parece que tiene una montaña.
Sé, también, que pasaré por Konya, una ciudad importante de Turquía.
Eso. 540 kilómetros, y conozco sólo dos lugares.

Por más que me trato de convencer de salir de la cama, no hay caso. Me quiero quedar varios días en Antalya, a pesar de que sus playas no son nada comparado con lo que venía viendo.
En el fondo, sé que no tengo ganas de moverme por miedo a lo que me pueda llegar a tocar en esos 540 kilómetros. Necesito algo para motivarme.

De repente, se me ocurre una idea. ¿Qué pasaría si uso estos 540 kilómetros como un desafío físico?

Hasta el momento, me había exigido unas cuantas veces a lo largo del viaje. Pero nunca había llegado a un punto de agotamiento máximo.

¿Qué pasa si, en vez de parar cuando esté cansado, sigo andando? ¿Dónde está mi límite?

Me levanto con un poco más de ganas. «Objetivo: Capadocia» se acaba de poner más interesante.

Antes de partir, pongo una sola regla: tengo que pedalear un mínimo de 80 kilómetros al día, hasta que llegue a Capadocia. No importa si hay una montaña por cruzar, no importa si se oscurece y todavía no he cumplido la distancia. 80 kilómetros, y tengo permiso para parar.

Empiezo a pedalear, y salgo de Antalya. Sufro por saber que, mientras más avanzo, más me alejo del mar. Se acabaron los días playeros.

El primer día es un éxito. Paro en la casa de té de un pueblo a descansar, y el dueño me invita a almorzar una cazuela con pollo exquisita. Y a lo largo de la tarde entro al Parque Nacional Köprulü Canyon.
Tipo seis de la tarde, lo único que quiero es parar. Pero todavía no he llegado a la meta de 80 kilómetros, así que sigo. Al cabo de un rato alcanzo la meta, grito de alegría, y me bajo de la bicicleta pocos metros después.

Encuentro un lugar muy tranquilo para acampar a orillas del camino. Instalo mi carpa, y para pasar el tiempo me voy a caminar por el bosque hasta encontrar un lugar con vista panorámica. Desde ahí, veo pasar helicópteros cargando agua, y decenas de carros de bomberos a toda velocidad.

Me voy a acostar pensando que un incendio me alcanzará durante la noche.

Acampando en el bosque del parque nacional, con carros de bomberos pasando a toda velocidad

Despierto sano y salvo el segundo día. Reviso la ruta. Los primeros 57 kilómetros son subida y nada más que subida. Parece que hay una montaña. Sé que no va a ser fácil, pero me repito una y otra vez que, cuando termine el día, voy a estar al otro lado de esa montaña. Y seré un hombre feliz.

Pedaleo toda la mañana por un bosque lindísimo, sin autos a lo largo del camino. Paro a almorzar en un restorán, habiendo completado 45 kilómetros. Sólo quedan 12 más, y después de eso bajada. ¡Éxito total!

Pescado horrible, pero exquisito

Termino de almorzar, y me subo de inmediato a la bicicleta. Estoy motivado.
Avanzo diez metros, y me detengo. Algo anda mal. No sé por qué, pero por más que empujo con los pies, no puedo mantenerme sobre la bicicleta.

«Debe estar trancada», pienso. Mi bicicleta no es de buena calidad, y muchas veces pasa que la rueda de adelante se frena. La reviso, y compruebo que está funcionando perfecto.

«¿Tan cansado estoy?» es mi segunda conclusión. Pero no me siento cansado.

Reviso la ruta por última vez, y ahí encuentro el problema.

La pendiente es de 15%.

Para los que no saben de inclinación, acá va un punto de comparación:
Con las alforjas, 5% es una inclinación aceptable. Es lo que venía haciendo gran parte del día. Se puede pedalear.
Sobre 8% empieza a ser duro. Se puede pedalear un rato, pero hay que descansar de vez en cuando.
Sobre 10% ya estás en el límite entre pedalear o bajarte a empujar la bicicleta.
15% es una locura. Con suerte se puede empujar la bicicleta.

Empiezo a empujar. Estoy seguro de que la pendiente será así por un rato, y después será más fácil. Tengo que descansar cada veinte metros porque me arden los hombros.

Entre empuje y empuje, avanzo un kilómetro en media hora. Estoy desesperado. El camino no se aplana nunca. Reviso nuevamente la app que me muestra la ruta: a lo largo de los once kilómetros de subida que me quedan, la pendiente oscila entre 10% y 15% todo el tiempo. Eso significa once kilómetros de empujar la bicicleta, sin poder subirme en ningún momento.

Desesperado por la dificultad del camino

Entro en un estado de negación. Después me río como si estuviera loco. Y después me digo una y otra vez que soy un idiota. ¿Cómo puede ser que haga esto voluntariamente? Finalmente, respiro lento para calmarme.

Sigo empujando la bici, parando cada diez metros. Hay un solo factor que me motiva: cuando estaba en Antalya dije que me quería probar físicamente. ¿Qué mejor desafío que este?

Dejo de quejarme, y me quedo callado. Avanzo ridículamente lento.
Pasan tres horas de infierno total. Estoy todo ese tiempo dentro de una cueva mental de dolor. No pienso ni en el final de la subida, ni en el paisaje, ni nada. Lo único que pienso es en poner un paso frente al otro. Fijo una nueva meta: cada ronda de esfuerzo tengo que avanzar un mínimo de veinte pasos antes de parar a descansar por los hombros.

El camino era bonito, pero no estaba fácil disfrutarlo

Cinco de la tarde. Después de tres horas empujando la bicicleta, llego a la cima. Me tiro al piso. Hace mucho frío, pero no importa. Acabo de terminar uno de los desafíos físicos más grandes que me han tocado. Nunca me había sentido tan calmado. Como almendras con Nutella para celebrar.

La vista desde la cima. Lo que se ve del camino es sólo los últimos quinientos metros.
Celebración

El resto de la tarde es un agrado. La bajada es de tierra y muy difícil, pero no importa. Completo los 80 kilómetros. Llego de vuelta a la civilización, e instalo mi carpa en medio de un campo de trigo.

Despierto temprano el tercer día. Molidísimo. Fijo un desafío grande: Konya. Está a 120 kilómetros. Nunca he pedaleado tanto.

A veces toca dormir en el primer lugar que uno encuentra

Empiezo a pedalear. Por suerte, el camino es más plano que el día anterior. Y como vengo acostumbrado a subir y subir, se siente facilísimo.

Llego a las cinco de la tarde a Konya, agotado. Se nota que he venido exigiéndome mucho los últimos tres días. De vez en cuando mis piernas fallan y pierdo el equilibrio. De ahora en adelante es cuando voy a comprobar si soy capaz o no de seguir más allá del agotamiento, o si me quedaré descansando.

Comiendo un metro de Pide en Konya. Se gastan hartas calorías andando en bicicleta

Cuarto día. Despierto destrozado. Es lo más cansado que he estado en todo el viaje. Me duele la cabeza y estoy de mal humor, como si no hubiera dormido la noche anterior. No quiero que nadie me hable. ¿Qué voy a hacer para completar 80 kilómetros?

Salgo de la ciudad avanzando lentísimo. Estoy en una carretera plana y recta, que cruza un paisaje desértico. No puede ser más aburrida. Me demoro toda la mañana en encontrar un poco de motivación, y ya después de almuerzo estoy pedaleando de buen humor y disfrutando el camino.

El camino del cuarto día

Paro en un pueblo fantasma a los 81 km. Deben vivir a lo más diez personas. Ni siquiera tienen un almacén para comprar comida. Instalo mi carpa detrás de un edificio. Quizás el lugar no es bonito, pero es tranquilo. No pido nada más.

Siete de la tarde. Escucho ruidos afuera de mi carpa. Salgo y saludo a un turco con dos de sus hijos que me invitan a su casa a tomar té.

La familia del turco es un agrado. Tiene una señora que no para de sonreir, y unos niños que juegan por toda la casa. Juntos tomamos té, vemos Scooby Doo, y nos hacemos preguntas usando Google Traductor. Al final de la conversación, el turco me pregunta si estaría interesado en creer en Alá, y yo le respondo que no por ahora.

La dueña de casa no quiso sumarse a la foto
Fiel a su religión, el dueño de casa detiene la conversación para hacer sus rezos

Vuelvo a mi carpa. Diez minutos después, escucho ruidos nuevamente. Otro amable turco se había molestado en venir a saludarme y regalarme comida. No lo puedo creer. ¿Cómo pueden ser tan hospitalarios? Me pregunto si seré el primer turista que pasa por este pueblo.
Me pregunto, también, cómo iré a despertar al día siguiente, teniendo en cuenta lo cansado que desperté hoy. No quiero ni saberlo.

la comida que me trajeron a la carpa

Quinto día. Despierto como nuevo. Es como mi cuerpo hubiese decidido resetearse. ¿Así que eso es lo que pasa cuando uno cruza el límite del cansancio? Curioso.

El mismo turco que me regaló comida la noche anterior me invita a tomar desayuno. Pan con salame y queso derretido, y Pepsi. Empiezo a pedalear energizado.

El turco que me invitó a tomar desayuno. No recuerdo su nombre

El camino es feo con F mayúscula. Sigue siendo plano, recto y desértico. Trato de animarme pensando en lo poco que me queda para llegar a Capadocia. Además, al final del día llegaré a una ciudad llamada Aksaray, y podré dormir en algún hotel barato.

Quedan tan sólo diez kilómetros para llegar a Aksaray, cuando escucho un pinchazo. Mi rueda trasera tiene un hoyo enorme, imposible de arreglar con las herramientas que tengo. Estoy en pana.

Primera pana del viaje

Empiezo a hacer dedo, en dirección con la ciudad. Por experiencia propia, sé que pasarán horas antes de que alguien me lleve, teniendo en cuenta que hay que cargar una bicicleta.

Tres minutos después, para un camión con tres maestros de construcción.

«¡Súbete!» me dicen en turco. O eso concluyo que me dice, porque lo siguiente que hacen es subir mi bicicleta al pick up sin cuidado alguno. Me llevan a Aksaray, y arreglo la rueda sin problemas. Duermo en un hotel barato.

Último día. No puedo estar más contento. Me siento como cuando los corredores de fórmula 1 ganan una carrera y dan una vuelta de celebración.

El paisaje del último día

Pedaleo lento, parando a conversar con cada persona que me saluda. Tomo café en tres pueblos distintos. Disfruto del paisaje y de los campos, y al final del día llego a la meta, la famosa Capadocia.

Lo primero que vi de Capadocia

Se pone a llover. Pero no importa. «Objetivo: Capadocia» completado.

Foto triunfal. Sucio, mojado y feliz

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade

Lo más feliz que he estado por dormir solo en un Motel

24 de Octubre de 2021. Despierto en mi carpa a orillas del camino. Hace frío, pero nada terrible. Sé que después de un rato pedaleando entraré en calor. Tengo hambre y no tengo comida, así que preparo todo rápidamente y parto pedaleando en dirección a Yereván.

Es mi primer día en Armenia. Crucé la frontera desde Georgia la noche anterior, así que todo lo que estoy viendo ahora es nuevo para mí.

El camino es todo un desafío. Está lleno de piedras, y hay un viento en contra que hace que todo sea más lento. Además, el paisaje es horrible: árboles secos, edificios abandonados, y lleno de tumbas que tienen talladas las caras de los muertos.

El camino

Al cabo de un rato, la situación mejora. Una subida enorme me lleva a unos paisajes más verdes. Paso por un pueblo donde compro fruta para comer, visito un par de monasterios, y unos amables señores me invitan a tomar lo que creía que era un vaso de agua, pero que resulta ser vodka. ¿Cómo no lo anticipé?

Tomando vodka afuera del monasterio

Sigo pedaleando. Ya son las 2 de la tarde. Tengo que bajar del cerro donde estoy para volver al camino principal, y para hacer eso la aplicación de rutas que uso sugiere que me tire por un precipicio. Decido que quiero vivir, así que busco un desvío.

Komoot propuso que bajara por aquí. Al fondo se ve el camino principal

El desvío que encuentro resulta ser lo más bonito del día, pero a la vez lo más desafiante. El camino es un desastre. Me demoro horas en volver al camino principal.

El desvío

Finalmente, ya cerca de la puesta de sol, encuentro un restorán para parar a descansar. Es el primero que veo en todo el día. Entre kebap y kebap llega la noche, así que les pido a los dueños del local si puedo poner mi carpa en el jardín. Me llevan a un espacio pequeño, pero suficiente para instalarme, que está a menos de cuatro metros del caudal de un río.

Hasta ahí, todo bien. No me siento cansado. Estoy lleno por tanto Kebap. Y hace frío, pero ni tanto. Mi primer día en Armenia ha sido un éxito. Me voy a dormir.

Tres de la mañana. Despierto incómodamente por el frío que tengo.

No siento mis pies. No los dedos del pie. Los pies.

Me pongo mis dos pantalones, mi mejor par de calcetines, mi polerón, mi parca, y mi gorro. Pero no hay caso, ya perdí el calor, y es difícil que lo recupere. No sé cómo, pero a pesar del frío, después de unas horas vuelvo a quedarme dormido.

Seis de la mañana. Despierto porque mi carpa se mueve de un lado para otro bruscamente. Desorientado, logro entender que un perro callejero está tirando uno de los cordeles con su boca. Le grito y me deja tranquilo.

Ahora no sólo no siento mis pies. Tampoco siento los dedos de las manos. A duras penas, salgo de mi saco. Sé que lo único que puedo hacer es preparar mis cosas e ir a tomar un café al restorán para entrar en calor.

Pero no es tan fácil. La carpa está cubierta por escarcha, y tengo que guardarla en su funda. Cada vez que hago presión con las manos para hacerla caber, siento que pierdo más y más la sensibilidad. Además, me tropiezo una y otra vez porque no siento mis pies.

Una vez todo listo, y aguantando el dolor, voy por ese café que tanto necesito.

¿El problema? Que el restorán está cerrado. No hay otra opción que empezar a pedalear con ese frío.

Saqué una selfie para retratar cómo me sentía

Siento un dolor agudo, difícil de controlar. Lo único que pienso es en recuperar un poco de calor. Pero no encuentro ningún restorán donde parar. A ratos pienso en aquellos días felices en Turquía, cuando el problema que tenía era que hacía demasiado calor.

No aguanto más. El frío me supera. Me bajo de la bicicleta, y me siento en una vereda. Meto mis manos debajo de la polera, tocándome el estómago, y gracias al calor corporal vuelvo a sentirlas. Eso me permite recuperar un poco el ánimo, y seguir.

Llego a Vanadzor, una ciudad del norte de Armenia, y me refugio en el primer café que encuentro. Son las una de la tarde, y todavía no siento mi pie izquierdo. Decido parar a dormir ahí, habiendo recorrido menos de treinta kilómetros a lo largo de la mañana.

Encuentro una pensión barata y muy cómoda. El dueño es muy amable, y hay un silencio muy tranquilizante. Me  acuesto en la cama y me cubro con dos frazadas tan pesadas que cuesta moverse.

Ya no tengo frío. Mis dedos están bien. Y tampoco me siento enfermo. Pero no estoy cómodo. Tengo una sensación que nunca antes había sentido: miedo a salir al aire libre.
Estoy aterrado. No quiero volver a pasar ese frío que tuve en la mañana. Me superó completamente. Quiero quedarme dentro de la pensión por días.

Trato de convencerme que el frío es bueno. Trato de recordar que a mi me gusta, que por algo me ducho con agua fría en las mañanas. Pero no hay caso. Ahora lo único que siento es miedo. Me paso toda la tarde encerrado, cocinando rico y disfrutando de tomar café.

A la mañana siguiente no me quiero mover. Si el día anterior tenía miedo, ahora estoy aterrorizado. Abro la puerta de entrada por un segundo, dejo entrar una corriente fría, y la vuelvo a cerrar. Me digo que no hay forma que salga de la pensión en todo el día.

Me quedo descansando, pero la decisión no se siente correcta. Sé que no hay ningún otro motivo para descansar más que el miedo al frío. Trato de aprovechar el día escribiendo en el computador, pero al acostarme, tengo un gusto amargo. No enfrenté los miedos.

Ya habiendo pasado dos noches en Vanadzor, despierto el tercer día con el mismo miedo al frío. Sé que tengo que hacer algo al respecto. Si no, pasaré días encerrado como un ermitaño. Y cada día que pase, hará más frío.

Me abrigo con todo lo que tengo. Me pongo los dos pantalones, mi parca, guantes, pasamontañas, y dos pares de calcetines.
Con tal de convencerme a pedalear, me pongo una meta bajísima: diez kilómetros. Si logro pedalear diez kilómetros, tengo permiso para parar en donde sea que esté. Además, me doy permiso para dormir en otra pensión en vez de acampar. Lo que sea, con tal de combatir el miedo. Salgo a la calle, y empiezo a andar lentamente.

No han pasado ni cinco minutos, y me doy cuenta que todo ese miedo estaba en mi cabeza. Estando abrigado como corresponde, el frío pasa de ser un problema a un agrado. Se siente bien. Además, hay un sol que, si bien no abriga, hace pensar que a medio día podré estar pedaleando en polera.

El día está increíble. Voy con calma, disfrutando del camino. Me siento muy feliz por haber sido capaz de salir de la pensión. Unos pastores me ven, y me invitan a salir del camino para tomar café, tomar vodka, y tomar café con vodka. La vida es buena.

Los pastores del camino

Cada kilómetro que avanzo siento más y más motivación. Nada de parar a los diez kilómetros. Quiero seguir hasta que ya no pueda más. Además, estoy seguro que podré encontrar un lugar para dormir, y así no tendré que sufrir en la carpa.

Ya a las cinco de la tarde, paro en un pueblo para buscar alojamiento, Aparan. Es grande, así que sí o sí debe haber una pensión como la que encontré en Vanadzor. Queda una hora para que oscurezca.

Voy a una bomba de bencina. Pregunto dónde puedo encontrar un hotel, y me dicen que no hay. Les pregunto si puedo poner mi carpa dentro de una pieza vacía que tienen, y me dicen que no.

Sigo andando, y llego al centro del pueblo. No hay ningún alojamiento. Está haciendo más y más frío. Estoy a mucha más altura que hace dos días. Me empiezo a preocupar.

De repente, veo mi salvación. ¡Una iglesia! De seguro me dejan dormir dentro. Problema solucionado.

Dejo la bicicleta afuera, y abro la puerta principal bruscamente.

Hay un funeral.

La iglesia está llena de gente. Estoy a pocos metros del muerto. ¿Por qué pusieron al muerto tan cerca de la puerta? Me quedo unos segundos congelado por la sorpresa, observando en detalle la cara pálida del muerto. Todo el mundo me mira, y salgo rápidamente.

Sigo buscando alojamiento. Dos personas más me dicen que en este pueblo no hay hoteles. Estoy desesperado. ¡Me voy a congelar denuevo! Entro a una cafetería a tomar chocolate caliente. No sé que hacer.

Me calmo un poco, y decido salir del pueblo a buscar algún edificio abandonado donde pueda poner la carpa. Por suerte, en Armenia está lleno de esos. Quizás pasaré frío, pero no tanto como el otro día. Me rindo con la idea de encontrar alojamiento.

Empiezo a pedalear por última vez, ya de noche. Hace un frío terrible. No alcanzo ni a salir del pueblo, y veo un cartel rojo con luces LED que me llama la atención.

«MOTEL»

No lo puedo creer. ¡Ahora si que me salvé!

Entro a hablar con el dueño, y negocio pasar la noche por menos de diez mil pesos chilenos. Me lleva una habitación limpia y con cama matrimonial. Tiene ducha caliente, calefacción, y una segunda pieza para sentarse a comer en una mesa.

¿Lo mejor de todo? Que soy el único alojándome en todo el lugar. Eso significa que no escucharé ruidos provenientes de la pieza de mis vecinos.

No aguanto más mi felicidad. No esperaba que mi día terminara así. A modo de celebración, me preparo una ensalada de tomate, cebolla y atún.

Es lo más feliz que he estado por dormir solo en un motel.

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Juan Pablo Toro
Juan Pablo Toro

Autor Deportista Nómade